El tanga-flor no es un regalo

 

EL primer regalo que me hizo el padre de las criaturas, allá cuando el cantante de Eskorbuto estaba vivito y roqueando, fue un trozo de cordón de bota que se le acababa de romper y enrolló románticamente en mi muñeca a modo de pulsera. Luego vinieron la servilleta de bar dedicada, la florecilla silvestre seca, la anilla de una lata de cerveza como alianza… Tenía que estar muy al loro porque, como me descuidara, mi madre me lo tiraba todo a la basura pensando que lo había traído sin querer pegado a la suela del zapato. 13307-MEC9964763_1336-OEn aquella época de agilipollamiento transitorio, te obsequiaban con una piedrecilla del Pagasarri y tú morías de amor, aunque se la acabara de sacar de la alpargata. Pasados los años, como el pedrusco no sea de los que se miden en quilates, ya no cuela y corre el riesgo de que vuelva a él en plan bumerán. La cosa no siempre está fácil porque a las rarunas como yo nos repelen los osos amorosos y las cajas de bombones con forma de corazón. El pobre ha ido dando tumbos todo este tiempo: sortijas que no me pongo, conjuntos de lencería que no me valen, un bolso de señora… Al final decidí poner canapé en la cama para irlo enterrando todo. La culpa la tiene la publicidad, que les come el coco, y acaban comprando un tanga rojo pinchado en un palo, simulando una rosa, que no sabes si colocar en un jarrón o ponérsela a ellos en la solapa. Cuánto bien han hecho las tarjetas regalo.

arodriguez@deia.com

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