VÍSPERA de la vuelta al cole. Con la ayuda de un taser de imitación y unas esposas, consigues acostar a los críos dos horas después de lo previsto. Te las crees muy felices cuando silba el WhatsApp. Otra vez. Y dieciséis más. Una iluminada pregunta que si “los txikis tienen que llevar vaso”. Y en caso afirmativo, si de PET o PVC, con o sin asa, liso o con dibujos, apto para microondas o no, lo que genera una gran revuelta a horas a las que ya están cerrados los chinos. Están a punto de estallarte los sesos cuando la happy flower plantea si “valdrá una cantimplorita de Peppa Pig”. Piensas: “Mejor un vaso de tubo con hielos y bien de ginebra para la andereño porque como nos tenga que aguantar a pelo se coge la baja por estrés antes de terminar la semana”.
Es solo el comienzo. La sábana para la siesta y cómo coser cuatro puñeteras gomas en las esquinas da, como poco, para un seminario. Y con el reparto de libros resurgirá el debate ¿Con forro adhesivo o de toda la vida? y el clásico ¿El nombre a lápiz o con rotulador permanente? Dos bobadas como otras cualquiera que suscitan más tráfico de mensajes que de influencias.
Sospecho que el periodo de adaptación no es por el bien de los niños, sino por la salud mental del profesorado. De no tener las tardes libres para practicar yoga, con tal oleada de consultas tontas a pie de patio, desertarían. Y de devolvérnoslos a casa, nada, majitos. Que conocemos nuestros derechos. Y hemos echado el pestillo.
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