UN octogenario se encuentra con un viejo conocido. A esas alturas todos lo son. “¿Qué tal estás?”, le pregunta. “Resistiendo, que es lo que se hace a estas edades. Recuerda que tenemos una apuesta, que el primero que se muera le tiene que pagar una cena al otro, pero antes de morir, cuando le vayan a dar la extremaunción. ¿Te imaginas?”, le dice. Y los dos se carcajean, como dos niños a los que les da la risa floja cuando llegan a la lección del aparato reproductor. Nada de si me duele aquí o allí, me tomo tantas boticas o tengo colesterol.

De mayor, pensé, quiero ser como estos dos. Enfilar la recta final sin perder el humor en las salitas de espera de las consultas, decir lo que a uno le viene en gana ajeno al que dirán, hacerse el sordo si la conversación resulta aburrida, versionar la dieta de diabético con cola-cao y cruasán… Hay que currárselo mucho para alcanzar ese estatus. De nada sirve intentar saltarse peldaños, como ha tratado de hacer esa actriz que simuló estar en los Oscar con el Photoshop. Ya había avanzado un buen tramo en su carrera, pero ha vuelto de golpe y porrazo a la casilla de salida. O a la posada. O al pozo. No vale la pena. Mejor ir paso a paso, como el crío, que la otra noche me dijo que quiere hacerse gato. Son independientes y tienen millones de seguidores en las redes sociales, así que, para empezar, no me pareció una mala opción. “¿Persa o siamés?”, le pregunté. Más que nada para saber en qué rama matricularlo.
Arantza Rodríguez
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