Desarmes y chapuzas

Nuevo golpe contra los arsenales de ETA. Eso dicen los titulares a la diestra de la línea imaginaria. “Golpe”, de verdad. Como si se tratara de una acción heroica arrostrando peligros sin número. Tremenda gesta en comandita de las policías de La France y L’Espagne. Después de un tiempo fisgoneando una probablemente tan bienintencionada como chapucera operación secreta para mostrar al mundo —vía exclusiva a ciertos medios, temo— que ETA está dispuesta a destruir unos cuantos cachivaches de matarile, los uniformados se suman a la fiesta. Para cargársela, claro. Aparecen en la suerte de chatarrería, se incautan del material de desecho y detienen a las personas que, con su mejor voluntad, se habían avenido a participar en lo que entendían que podría contribuir a agilizar de una vez el embrollo sin fin del desarme.

Esos son, poco más o menos, los hechos. Contados, lo reconozco, desde mi cada vez más resabiado prisma, pero sin alteraciones en lo básico. A partir de ahí, la conocida coreografía. Estos lo presentan como una gran hazaña en nombre del Estado de Derecho y aquellos como un intolerable ataque de los “enemigos de la paz”. Llama la atención que tal categoría comprende no solo a los ejecutores y ordenantes de la maniobra policial, sino a cualquiera que no esté dispuesto a comprar la moto de la bondad infinita de lo que queda de la banda frente a la maldad de los demás. Sueltan la milonga, como no me cansaré de subrayar, individuos que tiraron de pipa directamente o aplaudieron a quienes lo hicieron. Hablan, además, en nombre de un pueblo que no le ha dedicado a este asunto ni medio pensamiento.

Oda al esfuerzo

En una de las columnas que dediqué a la lotería del informe PISA, especialmente en lo que tocaba al morrazo de los escolares de la CAV, menté la necesidad de reflexionar sobre el esfuerzo. Lo hice a sabiendas de que ahora mismo es lo que Pablo Iglesias denominaría “significante perdedor”. Vamos, que quien lo enarbole como valor no solo no se comerá un colín, sino que resultará sospechoso de pertenecer al fascio y/o la reacción.

Ciertamente, en los ambientes donde se desenvuelve la ortodoxia bienpensante el concepto tiene una pésima fama. Se asocia —muchas veces con buena intención, pero en general, por postureo gandul— a la vetusta máxima “La letra con sangre entra”. No negaré que quede por ahí algún residuo de la (literalmente) rancia escuela que equipare esforzarse con recibir una mano de hostias, pero la vaina no por ahí. Y tampoco por el del sacrificio pseudopurificador ni cualquiera de las formas del masoquismo.

Es una cuestión bastante más simple, diría incluso que primaria y, desde luego, ajena al sufrimiento por el sufrimiento. Se trata, sin más y sin menos, de comprender que para conseguir cualquier cosa hay una cantidad razonable de trabajo que debe hacerse. Es verdad que hay afortunados de cuna a quienes los favores y los logros les caen del cielo. A los demás, que somos la mayoría, nos toca currárnoslo. Tenerlo claro es, de entrada, una buena vacuna contra la intolerancia a la frustración que muestran cada vez más congéneres que lo han tenido todo demasiado fácil. Pero el beneficio no se queda solamente ahí. También es una forma de dar sentido a aquello por lo que nos hemos esforzado.

Errejón siempre pierde

Informar es, cada día más, exagerar. Guerra abierta, batalla campal, lucha sin cuartel y demasías bélicas del pelo son el aderezo indispensable para encabezar las mil y una piezas sobre las pimpineladas, crecientemente cansinas, que se cruzan Pablo Iglesias e Iñigo Errejón. Como mucho, copiando a Xabier Lapitz, cuadra hablar de pelea de gallos. Pero es que ni eso, habida cuenta de la desproporción de tamaños mediáticos. Porque si es cierto que de ego andan igual de sobrados el de la coleta y el de las gafas de pasta, también lo es que a tirón popular gana por mil traineras Iglesias Turrión.

Y esa diferencia, de la que es dolorosamente consciente Errejón, está determinando que la presunta disputa no sea tal. Apliquen la moviola a cada uno de los escarceos y comprobarán que siempre se cumple idéntico esquema: Pablo atiza e Iñigo recibe. Puede haber sutiles diferencias: que la agresión sea un gancho al hígado o un pescozón medio de guasa, que el encajador amague una sonrisa o difícilmente disimule que se acuerda de las muelas del maltratador. Tanto da, el resultado final es que nadie duda quién es Tarzán y quién es Chita.

¿Que subyace una pugna de modelos y, probablemente, de propuestas? Sin duda, y andando el tiempo, cualquiera sabe en qué para la cosa; los damnificados por el macho alfa no dejan de multiplicarse. Sin embargo, con la actual correlación de fuerzas y las necesidades primarias —permanecer ahí mañana— de los que están en el ajo morado no hay más tutía que seguir al flautista de Vallecas. Las verdaderas broncas están en las franquicias locales. En Araba, por ejemplo, sí vuelan los cuchillos.

Una hostia bien dada

Confieso que todavía temo que acabe descubriéndose que el vídeo viral del repartidor que le calza una yoya a un tontolachorra con cámara que le vacila sea un montaje. Lo sentiría en el alma. Sin rubor proclamo que hacía mucho que no me dejaba tan buen cuerpo un producto audiovisual. Qué inmenso gustirrinín, asistir a esa bofetada cósmica ejecutada de modo sublime, marcando cada uno de los tiempos, como Aduriz cuando está de dulce. Ti-ta-tá, y el giliyoutuber se lleva en su jeta de gañán la huella justiciera del sopapo. Por primaveras. Por botarate. Por cenutrio. Y sobre todo, por buscarlo.

Si no saben de lo que hablo, lo que imagino casi imposible en estos tiempos de imágenes que se multiplican como los panes y los peces de la Biblia, pregunten, porque seguramente alguien a su lado tendrá una de las mil versiones de vídeo. Sin duda, la mejor es la que tiene menos ornamentos. La provocación del panoli con el insulto que acabará en el diccionario de la RAE —Cara anchoa—, la incredulidad al primer bote del currela, el inútil intento de contenerse, el cabreo llegando al punto de ebullición, los balbuceos acojonados del graciosete y, como apoteosis, la galleta en la jeró.

Como motivo de gozo añadido, la media docena de santurrones de pitiminí que han venido a afearnos la conducta con no sé qué vainas de la legitimación de la violencia. Qué derroche de moralina de quinta y, sobre todo, qué tremendo insulto a quienes son objeto de la violencia auténtica, cascarse el bienqueda cóctel de tocino y velocidad. Basta un gota de sentido común para entender que se trata, sin más, de una hostia ganada a pulso.

Los padres de Nadia

Oleadas de indignación contra los padres de la niña Nadia Nerea. Muy justo el cabreo ante un comportamiento repugnante sin matices. Pero si se fijan con atención, entre las costuras de las durísimas diatribas percibirán también una hipocresía monumental. La inmensa mayoría de los que más berrean por la estafa son exactamente los mismos que nos colaron la historia envuelta en la natillaza lacrimógena de costumbre. Valiente panda de fariseos, indecentes bomberos pirómanos, haciendo caja de pasta y ego a la ida y a la vuelta. Todo es bueno para el convento, la sensiblería de aluvión de los primeros reportajes y la rabia con moralina adosada de los últimos.

Señalo, sí, a los medios, pero con mayor irritación a ciertas personas concretas. Aquí y ahora me cisco en algunos de nuestros blogueros favoritos, siempre a favor de corriente, buscando el aplauso facilón. Y aún debo extender la lista a los que, al otro lado de la pantalla —el papel ya casi no pinta nada—, son (¿o somos?) cómplices necesarios de la existencia de circos nauseabundos como el que nos ocupa.

Jamás censuraré tener buen corazón ni actuar por el impulso de los más nobles sentimientos. Cuidado, sin embargo, con confundir la solidaridad con la beneficencia. Y más todavía, si el error nos lleva a creernos salvadores de la Humanidad (y de paso, darle un barrido a la conciencia) por haber ingresado 20 euros en una cuenta corriente. No olvidemos, por lo demás, que habitamos entre desaprensivos ni la brutal conclusión que acarrea este caso inmundo: la única verdad es que la niña padece tricotiodistrofia, una enfermedad hoy por hoy incurable.

Sin más, decidamos

Aires de fiesta mayor en los garitos donde paran los acólitos de la una y grande. Celebran, cual si fueran goles de ciertos presuntos defraudadores, los resultados de la última entrega del Euskobarómetro. El rechazo a la independencia ha vuelto a caer entre los ciudadanos de la demarcación autonómica de Vasconia. El tanteador señala que los contrarios netos a la soberanía son un 39% frente a un 30 de partidarios sin matices. Añádase el 18% que no saben o no contestan y el 12 que se abstendría, y tienen el retrato completo del motivo de tanta jarana rojiamarilla.

Como ya imaginan, al glosar los datos como prueba irrefutable de la españolidad de las pecaminosas tierras del norte, ocultan dos de los más significativos. El primero, que según el mismo estudio —o lo que sea— , hay una mayoría (47%) que tiene claro que Euskadi es una nación, idea a la que se opone un 35%. El segundo y, en mi opinión definitivo, es el contundente respaldo al derecho a decidir en su forma más pura y directa: el 59% de los habitantes de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa se muestra favorable a convocar un referéndum —vinculante, ojo— sobre la independencia.

Al margen de la credibilidad que se conceda a la peculiar herramienta demoscópica, que en mi caso les confieso que es más bien justita, parece que en ese detalle está el quid de la cuestión. Es decir, en su puesta en práctica. Simplemente, decidamos. Sin estridencias, sin dramatismos, sin plantearlo como el fin del mundo. ¿No está tan claro que saldría que no? Pues razón de más para aplicarnos en el sano ejercicio de la democracia. Eso sí, y esto va por todos, luego toca aceptar lo que salga.

Educación y demagogia

Venga, sigamos con la Educación. No estaría mal, por cierto, que el súbito interés por debatir sobre el asunto que ha entrado en la demarcación autonómica tras el morrazo en PISA se extendiera a todos los días del año. Aunque estaría mejor aun que a la hora de abordar lo que debería ser una reflexión sosegada se dejaran en la puerta las simplezas ideológicas, los lemillas de a duro y, en definitiva, todo lo que demuestra que la cuestión de fondo es lo de menos. Más claro, por aquello del déficit en comprensión lectora que al parecer padecemos: que basta ya de hacer política, o sea, politiqueo, con la materia.

¿Seremos capaces? Me temo lo peor. Es mucho más fácil jugar al pimpampum y batir el récord de demagogia barata —algunos de los representantes políticos están demostrando que no pasan del Muy Deficiente— que proponer una solución y arrimar el hombro. Y otra vez sí, requetesí: el Gobierno tiene gran parte de la responsabilidad. Pongámosle de vuelta y media por ello, pero inmediatamente después preguntemos por el resto de los participantes en (perdón por la cursilería) el acto educativo. Es cierto que la generalización es injusta, pero ya que esto va de medias, ¿qué nos parece la media de calidad de las y los docentes? Ah, ya, con el tabú hemos topado. Pues sea, porque aquellos y aquellas que ponen alma, corazón y vida en su trabajo no merecen acarrear con los estragos de los que no hacen la o con un canuto ni dan un palo al agua. ¿Qué hay de nosotros, padres y madres sobreprotectores habitantes en la inopia? ¿Y de la propia chavalada que pasa un kilo? [El coro responderá: ¡Cállate, cuñao! ¡Ay!]