80 años y un día

Como sospechaba, se ha obrado el milagro: 80 años después, Franco ha perdido la guerra. A falta de último parte —Cautivo y desarmado, blablablá—, hemos tenido las almibaradas piezas de recuerdo de la efeméride. Salvando un honroso puñado de trabajos documentados o, como poco, aventados desde la honestidad intelectual y vital, la inmensa mayoría de lo que se ha difundido al albur del aniversario de la sublevación fascista de 1936 ha sido pura quincalla. Compruebo que se impone el cuento de hadas como género predilecto para explicar lo que pasó, o dicho de un modo más preciso, lo que no pasó. O si prefieren una alternativa, lo que solo ocurrió en la imaginación o en los deseos de los propagadores de estos ejercicios de onanismo mental historicista.

Hubo un tiempo en que temí que los Moa, César Vidal, Stanley Payne y demás escribidores fachunos acabarían colocando la milonga del golpe salvador seguido de un régimen bonancible liderado por un señor al que algún día se le reconocería su sacrificio. Veo con horror que, efectivamente, esa chufa narrativa se ha instalado como pienso del ganado lanar diestro, mientras que en la contraparte progresí ha hecho fortuna una fábula inversa exactamente igual de ramplona… y falsaria.

Es verdad que resulta imposible hallar una versión cien por ciento fidedigna. Por eso el antídoto contra esta simpleza es leer varias. Una de ellas puede ser Lo que han visto mis ojos, de Elena Ribera de la Souchère. Otra, la colección de relatos basados en hechos reales A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales. Ambos padecieron aquello. A ver quién viene a llamarlos equidistantes.

Gana el terror

El terrorismo islamista está ganando la tercera guerra mundial —igual es ya la cuarta o la quinta— sin bajarse del autobús. Como acabamos de ver en Niza (y diría que también en Orlando), ni siquiera le hace falta formar asesinos ni planificar matanzas. Se apuntan en su tanteador las que cometen, en su nombre o no, zumbados de variado pelaje que comparten la fe en Alá. Al final, casi es anecdótico o circunstancial que las carnicerías las perpetre una célula de barbudos fanáticos al uso locales o de importación, o que sean fruto del cuelgue de uno de tantos seres oscuros que arrastran su rencor por el mundo hasta que la lían. El efecto es prácticamente el mismo: decenas de vidas rotas, impotencia infinita, reiterativas proclamas de papagayo en labios de las atribuladas autoridades, bochornosos circos mediáticos, y como resumen y corolario, un miedo creciente apoderándose de cada ciudadano de esta parte del mundo.

Esa es la prueba definitiva de la victoria de los propagadores del horror, que para empeorarlo todo, cuentan con interminables legiones de idiotas que saltan como gacelas a justificar cada masacre cuando aún está la sangre fresca. Cacarean que nos matan porque nos lo merecemos. En su argumentación de jardín de infancia, los criminales eran pacíficos pastorcillos que comían dátiles y bebían leche de camella hasta que los malvados occidentales les obligamos a hacer la guerra para venderles armas. ¡Cómo se enfadan los muy gañanes cuando, como desfogue menor ante tanta miseria moral, hay tres o cuatro dedos que señalan su ceporrez cómplice!

Uno de esos dedos es el mío. Celebro que les moleste.

Muerte de un torero

Episodios que retratan paisajes y paisanajes. La muerte de un torero, por ejemplo, que hace virar a sepia todas las moderneces —Twitter, Facebook y demás— con las que nos engolfamos y devuelve el calendario, como poco, al novecientos. Qué garrulos sin alma ni masa gris, sí, los del caca, culo, pedo, pis, que se joda el tal Víctor Barrio y, jijí jajá, que vengan muchos más detrás. Inútil gasto de tiempo y energía, tratar de localizar su única neurona para hacerles ver que sus regüeldos malotes no hacen el menor bien a la causa que dicen defender. En la versión más amable, hablan de su tonelada y media de complejos, pero especialmente, de su ego mastodóntico. Puñetera ansia de dar la nota a costa de lo que sea, sin pararse a pensar —ni ganas ni capacidad— en lo miserable que hay que ser para festejar la pérdida de una vida.

Y al otro lado, la viceversa del esperpento, encarnada por unos grotescos personajes que decretan un luto con peste a naftalina por lo que, siendo generosos, no pasa de accidente laboral. Tan obtusos como sus antagonistas, ni caen en la cuenta de su mendruga contradicción: plañen con jipíos de juego floral por la misma muerte que glorifican. ¿No se supone que lo que barniza de épica a lo que llaman fiesta es la sangre y la posibilidad de que cada corrida sea la última? Pues qué poco fuste o qué mucha impostura, montar tan tremenda escandalera cuando ocurre lo que estadísticamente puede ocurrir. Eso, pasando de puntillas por la macabra paradoja que supone que quedarse en el sitio sea el modo de convertir en leyenda a alguien que fuera de los ambientes era un desconocido jornalero del estoque. Descanse en paz.

Irresponsables o algo peor

Lo de Cagancho en Almagro quedará en broma menor al lado del sofoco que se va a llevar algún estadista de cuarto de kilo cuando le toque anunciar que no hay otra que abstenerse y dejar gobernar a Rajoy. Será por responsabilidad, por altura de miras y por el resto de mandangas habituales que sueltan por la bocaza los mangarranes venidos a más, pero unos miles de contribuyentes con un par de dedos de frente sabrán que es un digodiego como una catedral. La lástima es que no faltarán palmeros con y sin carné que se encenderán en aleluyas, y que la memoria de pez que gastamos dejará sin castigo la enésima tomadura de pelo de unos tipos a los que se elige para que representen a la ciudadanía.

Parecía imposible empeorar la tragicomedia que nos hicieron vivir tras las primeras elecciones, pero en dos semanas y media que han pasado desde las segundas, hemos comprobado que los récords, incluidos los de ruindad, están para batirse. Mandan quintales de pelotas que, salvando a los partidos minoritarios, que por mucho que los señalen, ni pinchan ni cortan, los comportamientos menos deleznables estén siendo los del PP y Ciudadanos.

Sí, eso he escrito, y no sin rabia. Miente como un bellaco quien diga que Rajoy está volviendo a hacer el Tancredo. A la fuerza ahorcan, esta vez está meneando el culo a base de bien; hasta con los supuestos diablos de ERC se ha reunido. Y en cuanto al recadista del Ibex, ha sido el primero en tragar el sapo de la rectificación en público. Mientras, los de la nueva política se rascan la barriga a todo rascar y el PSOE acumula boletos para la rifa del hostión que evitó por un pelo.

¿Rechazar y qué más?

Sin duda, reconforta la participación masiva en las concentraciones contra las agresiones sexuales en Iruña. El riesgo es que acaben convirtiéndose en parte del programa de Sanfermines. Por tremendo que suene, se diría que vamos camino de ello. Y hasta me da en la nariz que lo aceptamos con una extraña mezcla de estupor, resignación y autocomplacencia.

Comprendo que les choque lo último. No debería tener el menor sentido hablando de lo que hablamos, y sin embargo, basta observar ciertas actitudes y prestar atención a determinadas declaraciones, para tener la incómoda sensación de que las manifestaciones de rechazo operan como una suerte de bálsamo para las conciencias atribuladas. Asistir, casi fichar, provoca el alivio de pensar que ya se ha hecho todo lo que cabía. Eso, en los casos más encomiables o menos dignos de reproche. No creo que les descubra nada si menciono a los profesionales de la más enérgica repulsa de lo que sea. Excuso detallar cuánto aborrezco a esos tipos y a esas tipas que hacen de cada violación una ocasión para el lucimiento personal a través de encendidas proclamas de repertorio.

Espero con ansiedad el momento en que nos demos cuenta de que los destinatarios de los exabruptos ortopédicos —Aski da, joder!, ¡Ni una más!, etc— pasan kilo y medio de tanta palabrería, y empecemos a cambiar de estrategia. Claro que para eso sería necesaria una determinación sin fisuras a no pasar ni un solo ataque sexual. Por desgracia, este mismo año hemos visto ejemplos cercanos y no tanto de una desvergonzada disposición a callar, disculpar, justificar o amparar según qué agresiones a mujeres.

Liberad a Messi

En materia de infamias, no hay límite; siempre se puede caer más bajo. Como enésima prueba, ahí está el Barça promoviendo una desvergonzada campaña con el incalificable lema “Todos somos Messi”. Hace falta un desparpajo inconmensurable para reivindicar a voz en grito y con el mentón enhiesto el buen nombre de un fulano al que acaban de condenar a 21 meses de cárcel por haber despistado más de cuatro millones de euros a Hacienda.

Fíjense que uno le concede al tipo el beneficio de la duda. Probablemente, es verdad (o no mentira del todo) que no tenía gran idea de lo que su viejo le daba a firmar. Puesto en su piel, hasta resulta humanamente compresible la codicia que lleva a ahorrarse unas migajas a un individuo que ha ganado lo que no podría gastarse en dos docenas de vidas. Pero hasta ahí. Lo que no cabe ni como hipótesis de una tarde tonta de canícula es hacerlo pasar por víctima de no se sabe qué inmensa injusticia perpetrada por la voracidad del Estado y convertirlo en objeto de la solidaridad tuitera de pijama y pantuflas.

Me consta el bochorno indecible de muchísimos culés de buena fe que se apresuraron a desmarcarse de la ruindad, y así lo anoto. Inmediatamente después, añado el número nada desdeñable de forofos blaugranas que se sumaron con los vellos erizados y echando espuma por la boca a esta versión caspurienta y morruda de Liberad a Willy. De entre la jarca de cínicos irredentos, destaco a esa caricatura con hábito que atiende por Sor Lucía Caram, que reclamaba clemencia para el descuidero de impuestos utilizando como abracadabrante eximente su calidad futbolística. Hay que joderse.

Los canallas de las Azores

La Historia se escribe con mucho retraso. A veces, de décadas o incluso siglos. En esta ocasión han sido 13 años y unos meses lo que han tardado en poner negro sobre blanco algo que era un secreto a voces. Tal y como supimos desde mucho antes de que cayera la primera bomba, la guerra de Irak respondió al empeño criminal de un par de barandas planetarios —George W. Bush y Tony Blair— y sus respectivos comeingles periféricos. Si tienen en mente la infame foto de las Azores, estos últimos ya saben que son el exmaoísta recién contratado por Goldman Sachs, José Manuel Durao Barroso, y el peor presidente español de todos los tiempos, José María Aznar López.

¿Qué hacemos con este cuarteto de pendejos y los otros centenares de cómplices, ahora que el informe Chilcot ha confirmado que las únicas armas de destrucción masiva eran las del engaño y la propaganda orquestadas desde el eje del bien? Se dice, se cuenta y se rumorea que hay una Corte Penal Internacional que tiene la misión de juzgar y, si procede, condenar a los autores de crímenes de genocidio, de guerra, de agresión y de lesa humanidad. No es que uno sea muy versado en materia jurídica, pero se diría que el incalculable daño que provocaron intencionadamente estas sabandijas trajeadas cabe perfectamente en los cuatro supuestos. Pero eso es para malos oficiales del tercer mundo y territorios asimilados. En el caso que nos ocupa, tendremos que conformarnos con la mierda de pseudodisculpa de Blair, que un segundo después de jurar que lo siente, asegura que volvería a hacerlo. Claro que todavía es peor es el silencio del canalla que ustedes están pensando.