Casado canta

Los trompazos electorales son como el vino peleón. Sueltan la lengua que es un primor. Atiendan a Pablo Casado, beodo de fracaso y resentimiento, cantando la gallina: “Simplemente, una reflexión sobre lo mucho que Abascal debe a este partido del que ha estado cobrando de fundaciones y chiringuitos y mamandurrias, como él dice, de alguna comunidad autónoma hasta antes de ayer”. Vuelvan a leerlo si quieren, pero comprobarán que no ha sido una ilusión óptica. El tipo que se tiene por el más listo a ambos lados del Pisuerga ha desvelado el mecanismo de ese sonajero podrido que es el PP. No hay más preguntas, señoría.

Eso, después haber llamado por primera vez ultraderacha a Vox, la formación a la que el viernes ofrecía carteras en su gobierno porque “no nos vamos a pisar la manguera”, expresión literal. La misma en la que se apoya para gobernar en Andalucía. Y no crean que han sido más suaves las palabras sobre su socio en el ejecutivo andaluz. Dice ahora Casado que Ciudadanos es socialdemócrata amén de hipócrita, desleal y partido de tránsfugas. ¿Que las lentejas se pegan? Déjalas, a ver si se matan.

Lo divertido a la par que revelador es que la descarga dialéctica fue tras un cónclave en el que se supone que los genoveses se habían dado a la autocrítica. Aparte de concluir que la culpa de sus ridículos resultados ha sido de los demás, la brillante idea que han encontrado para recuperar los quintales de votos perdidos es “viajar al centro”, o sea, lo que llevan diciendo desde su fundación. En ese viaje, por cierto, han encontrado que sobra una alforja: Maroto ha sido relevado como jefe de campaña. Está en racha.

Perdiendo el sur

Se consumó la tragicomedia del sur. A las cinco de la tarde (minuto arriba o abajo, no nos pongamos quisquillosos), como en el poema del bardo hecho desaparecer por rojo y maricón, un chisgarabís que se hace llamar Juanma Moreno se convertía en el primer presidente no socialista de Andalucía. ¿No socialista, escribe usted, señor columnero? De acuerdo, esta vez sí acepto la precisión. De un partido distinto al PSOE, quería decir, que no es exactamente lo mismo que lo anterior.

También es cierto que esa evidencia no ha evitado el concierto de plañidos rituales por la pérdida de un cortijo que se antojaba imposible de desahuciar. Por aquello de la batalla del relato, supongo, se cuenta la vaina como si la llegada de la derecha desorejada al poder fuera una especie de maldición bíblica, un accidente o directamente una asonada militar. Y allá quien quiera engañarse, pero no hace falta consultar el VAR para saber que el revolcón fue en las urnas. Ocurrió que unos centenares de miles de seres humanos con nariz y ojos optaron por una de las tres facciones de lo que el cachondo de Aznar sigue llamando el centro-derecha. Eso, al tiempo que otros seres humanos, dotados igualmente de órganos para la visión y el olfato, decidieron quedarse en casa, hasta el gorro de sentirse mangoneados por fuerzas que se proclaman de izquierdas.

Ahora que el mal ya está hecho, de poco sirve cogerla llorona. Esas venidas arriba dialécticas, esas manifestaciones multitudinarias al grito de “¡No pasarán!” pueden resultar de lo más estéticas y seguramente hasta justas y necesarias. Pero si no se acompañan de autocrítica, no sirven de nada.

Modorra sindical

Primero de mayo, y serenos. Probablemente, demasiado serenos. Calma chicha, se diría. Desde hace mucho, este día se ha convertido en casi nada entre dos platos. Un poco de color, media docena de gritos que no se renuevan desde la reconversión que nos atizó Felipe Equis, y las encendidas declaraciones de fondo de armario. Miren que en lo más crudo de la cruda crisis hubo una oportunidad para salir del adocenamiento. sacudirse el polvo, comprender que estamos en el tercer milenio y tomar un nuevo rumbo.

Lo escribo, por supuesto, desde el escepticismo más absoluto. Si la refracción a la autocrítica (no digamos ya a la crítica de terceros) acompaña de serie a personas y organizaciones, en el caso de los sindicatos, hablamos de una marca indeleble de identidad. Y no será porque ahora no tienen fácil el ejercicio de introspección. Les bastaría pararse a pensar cuánto han tenido que ver en los dos fenómenos de movilización social más amplios e interesantes a los que estamos asistiendo, el de las y los pensionistas y el de las mujeres. Si bien no se puede asegurar que han sido ajenos del todo, su papel ha resultado casi testimonial. Han ido a rebufo, y en más de un caso, provocando el malestar de los convocantes originales y no pocos de los asistentes.

Por descontado, siempre será mejor que haya sindicatos a que no los haya. Siendo justos, habrá que reconocer que también encontramos ejemplos recientes de conflictos que han tenido un desenlace medianamente aceptable. Otra cosa es que un vistazo a esas situaciones lleve a una conclusión terrible: entre la clase obrera también hay clases, valga el contradiós.

El ‘procés’ no ha muerto

Con el escrutinio del 21-D aún caliente, me preguntaba y les preguntaba a ustedes si el resultado implicaba que todo seguía igual. A primera vista, mirado en bloques, el marcador es prácticamente idéntico al de las elecciones de septiembre de 2015. Cabía cuestionarse si tras el frenesí de los últimos dos años, y más particularmente, de los últimos cuatro meses explosivos, la montaña había parido un ratón. ¿Para ese viaje hacían falta semejantes alforjas?

Puesto que ha ocurrido, habrá que concluir que sí. Todo proceso histórico es consecuencia del periodo anterior y, al tiempo, causa del siguiente. Incluso lo que aparentemente se repite no lo hace igual que la vez anterior. Si nos ponemos filosóficos, diremos con Heráclito que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. Y si derrotamos hacia lo poético, sentenciaremos con Neruda que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Aplicando la enseñanza, el procés no ha muerto, como se apresuraron a pregonar los apóstoles del españolismo. Simplemente, continúa, pero de otra manera. ¿Dando uno o varios pasos atrás? Puede ser. Parece obvio, y así empezamos a escucharlo en el costado independentista, que procede un repliegue táctico. Si antes de los encarcelamientos, los exilios y, en general, la persecución judicial, quedó claro que no estaban listas las estructuras mínimas para empezar a caminar por libre en un concierto internacional trucado, sería suicida pensar que ahora está la senda abierta. Se entra en una nueva fase donde habrá que poner en práctica lo aprendido, haciendo de la necesidad virtud, equilibrando lo emocional y lo racional.

«Ostras, ¿qué ha pasado?»

De acuerdo, me dejaré de sarcasmos, ya que tanto parecen molestar a los infantes que estos días disfrutan —la mayoría, desde la distancia— de Independilandia, el parque temático del secesionismo de mucho lirili y ningún lerele. A cambio, solo pido que no vengan con la chufa esa de “Si no ayudas, no estorbes”. Hay que tener el rostro de titanio para soltarlo en pijama.

Lo que vengo a decir es que me parece altamente razonable que de aquí a unos años se culmine el procés. ¿Cuántos? No lo sé calcular. Es verdad que la Historia se acelera a veces, pero cuando ocurre o está a punto de ocurrir, se nota. Ahora mismo, lo más que podemos conceder es la aparición de determinados elementos que podrían ir orientados hacia el buen camino. Hablo, concretamente, de una amplia base social dispuesta a movilizarse, de unas formaciones que han dejado de hacerse la guerra subterránea en pro de un objetivo común, y de otra cosa importante: poco a poco se va instalando el relato de la probabilidad y/o posibilidad. Tirios y troyanos empiezan a intuir que esto ya no es una ensoñación difusa.

La mejor forma de joderlo, opino, es venderlo para mañana, cuando se sabe que queda un rato, porque entonces habrá que hacer frente a un enemigo tan duro como Rajoy: la frustración. Si les parezco sospechoso, vean lo que afirma Benet Salellas, de la CUP: “En este país no hay estructuras de Estado preparadas”. O atiendan a Marta Pascal, coordinadora general del PdeCat, que todavía es más clara: “No ha habido reconocimiento internacional y mucha gente piensa: ‘¡Ostras!, ¿qué ha pasado aquí?’. Hemos dado por fácil una cosa que no era tan fácil”.

Que me corten la cabeza

Bueno, no voy a ser menos que Gabilondo, que ayer proclamaba sin rubor que se había equivocado en su vaticinio de un viernes de ira tras la declaración de la DUI y la consiguiente —más bien, subsiguiente— aplicación del 155. Con la honestidad que puede permitirse alguien que hace tiempo juega en otra liga, Iñaki reconocía que había sobrevalorado al independentismo y minusvalorado a Rajoy. Como moraleja y aprendizaje, concluía el comunicador de comunicadores que en lo sucesivo trataría de no ponderar de más ni de menos a estos ni a aquellos.

En mi caso, infinitamente más modesto y pedestre, la imperdonable gamba por la que me dispongo a fustigarme ante los amables lectores es el descreimiento que manifesté en la última columna. Sí, como en los tiempos del padrecito Stalin, que veo que aún no han pasado del todo, vengo a hacerme la autocrítica. Una mezcla de osadía de viejo resabiado y debilidad pusilánime me hizo dudar en falso de la pertinencia y precisión quirúrgica de cada paso del procés. ¡Oh, qué ceguera la de este insignificante garrapateador de menundencias, no ser capaz de recibir en mi holgazana pituitaria el aroma de la victoria que impregna el aire! La independencia es mañana, como fue hace 36 meses, y hace 24, y hace 18, y hace 12, conforme fue anunciada del modo en que consta en las hemerotecas. Pero, por lo visto, también los archivos mienten por recoger una realidad que no es la que se deseó y se desea. Puñetera manía de la verdad de entrometerse en todo. Menos mal que ahí están los millones de clones de la Reina de corazones para sentenciar a los flojos. ¡Que nos corten la cabeza!

32.000

Sí, 32.000 personas en la manifestación de apoyo al Procés catalán que discurrió el sábado pasado por algunas calles de Bilbao. Ojo, que es precio de amigo. Se trata de la cifra más alta de las aportadas por los diferentes medios. En realidad, la única concreta que se podía encontrar entre las informaciones sobre la marcha, en las que, en general, se optaba por el comodín “miles”.

¿Es mucho o es poco para una movilización respaldada expresamente, además de por un sinfín de organizaciones, por los dos partidos políticos más votados y los dos sindicatos ampliamente mayoritarios? Comprendo lo incómodo de la pregunta. O lo poco procedente, como no dejan de recriminarme los que sostienen que las verdades son una jodienda que hay que ignorar o, incluso, ocultar. Supongo que, como tantas veces, lo mejor es calzarse las anteojeras hasta el ombligo y compartir esa extraña felicidad que consiste en creer que las cosas son tal y como nos las imaginamos.

Me conocen lo suficiente para saber que, a estas alturas, ya no me va a dar por el autoengaño. Me consta que a buena parte de ustedes —a los que llegan a estas líneas con el trabuco cargado de casa los doy por perdidos— tampoco. Por eso les vuelvo a preguntar si 32.000 personas, incluso en un sábado de septiembre lluvioso, son muchas o pocas, cuando se supone que la convocatoria atendía a lo que siempre vamos contando que es uno de los anhelos principales de la sociedad vasca. ¡En pleno delirio rajoyano por requisar cartelería, registrar imprentas y medios de comunicación o amenazar con desbordar las cárceles! Sinceramente, no parecen demasiadas.