Pues parece que vuelve a tocar a hablar del Procés. No sé si ocurre igual en Catalunya —imagino que no—, pero en otros lares, incluyendo los que pisa servidor, donde se esperaría un mayor ardor, el asunto va de la primera plana a una esquinita perdida de la actualidad sin solución de continuidad. Tan pronto lo ocupa todo como se queda en merienda de muy cafeteros a los que el resto miramos entre la condescendencia, el bostezo, y una cierta resignada ironía; o irónica resignación, no sé. Más que nada, aclaro a espíritus hipersensibles, porque llevamos demasiado tiempo de vuelta y revuelta a la noria sin que ocurra nada remotamente parecido a lo que se nos prometió. ¿Cuándo? Si vamos a las fuentes, en noviembre de 2014, que es cuando iba a haber mutado todo, tras el primer referéndum que hasta su convocante, Mas, reconoció que era una guasa. Si hacemos precio de amigo, en octubre de 2017, que es cuando se proclamó —yo estaba allí— la república catalana.
Cierto, luego vinieron las sacas policiales y los encarcelamientos porque sí de los principales líderes del soberanismo. Ya van, haciendo la media, para quince meses en la trena, con cambio de gobierno español incluido en el trayecto. Y cambio de discurso, de tono y de gestos. Pero en lo básico, sin nada verdaderamente nuevo. Por mejores intenciones que tenga el presidente de rebote Sánchez, el asunto no está en sus manos sino en las de los togados. Ahí volvemos al inicio de estas líneas: en nada, el día 12, empieza el juicio, y por eso el asunto vuelve a ser actualidad. Qué triste, tener que explotar como baza casi única la de ser victimas de la injusticia.