No es marzo

Es del todo comprensible la humana sensación de hastío infinito que hace pensar y decir que estamos de vuelta en la casilla de salida. Me acuso el primero: por ahí he dejado escrito que ahora mismo andamos como en marzo y abril. Se entiende como exageración provocada por la impotencia que empuja al síndrome de Sísifo. Pero no es cierto. De hecho y por fortuna, es rotundamente falso.

Para empezar, tenemos medio año de conocimiento acumulado —si bien todavía incompleto y contradictorio— sobre el comportamiento del bicho. Añadan que en este instante el personal sanitario dispone de equipos de protección en número suficiente cuando en aquellos días terribles de primavera los profesionales de primera línea se tenían que forrar con bolsas de basura y calzarse pantallas hechas a mano por voluntarios de buena fe. Ídem de lienzo con las mascarillas, que aunque sigan siendo más caras de lo debido, ustedes y yo podemos adquirir cuando entonces eran una quimera.

Claro que no hay nada más esclarecedor que los datos. Es verdad que hoy hay más positivos, pero eso es porque también se hacen infinitamente más pruebas. Pero en primavera llegó a haber más de 3.000 ingresados en los hospitales de Hego Euskal Herria, 350 de ellos en la UCI, cuando ahora hay 850 en planta y 200 en UCI. Cifras tremendas pero aún lejanas.

Que pidan perdón

Me van a permitir que yo me alegre mañana o pasado. No dudo de que habrá motivo para el alborozo, pero en el primer bote está la bilis hirviente por la colosal tomadura de pelo de la que hemos sido víctimas. Y ojalá fuera solo eso, la sensación de haber sido tratados una vez más como puñeteros secundarios de esta película de serie Z. Más graves son las consecuencias. Seis meses tirados a la basura, un pastizal gastado y otro mayor dejado de ganar por culpa de la provisionalidad, la paralización de mil y una cuestiones urgentes y, como remate que habremos de pagar muy caro, la caspa ultramontana convertida en tercera fuerza en el Congreso de los Diputados.

Todo, como precio a no sé qué supuesta imposibilidad para llegar exactamente al acuerdo que hemos visto cerrar en menos de una jornada. De pronto, Sánchez, que decía que no dormiría tranquilo con Iglesias en su gobierno, mete al líder de Unidas Podemos en su cama y hasta se abraza con él como si fuera un osito de peluche. Una broma pesadísima de quienes se pueden permitir gastárselas así a la ciudadanía que los ha colocado donde están. Ellos son Tarzán y nosotros, Chita. Mucho ojo con quejarnos, porque la alternativa puede ser peor: otro bloqueo y terceras elecciones. Para chulos, sus pirulos.

“No es tiempo para reproches”, dice el probable vicepresidente que acaba de descubrir que los cielos no se toman al asalto sino que se llega a ellos por los caprichos de asesores políticos sin medio escrúpulo. Insisto en que será para bien si es que la suma acaba consumándose —yo todavía no lo tengo tan claro—, pero el mensaje es tremebundo. No les importamos un carajo.

Inseguridad, desigualdad

Las concentraciones de repulsa se parecen cada vez más a la palangana de Poncio Pilatos. Unos van a lavarse las manos, otros se despiojan la conciencia, y los hay que aprovechan para marcarse un dos por uno. Total, son cinco minutos en silencio con el gesto estudiadamente compungido y, si cabe, unas palabras de repertorio para que se las lleve el viento hasta la próxima vez que toque participar en el ritual. Ayer fue en la capital de Euskadi, en memoria de Pilar, la mujer de 75 años que falleció el martes después de haber sido salvajemente agredida la antevíspera en su portal por dos tipos que la asaltaron para robarle.

Aquí ya espero al primer ser angelical que se me eche a las teclas para precisarme con severidad que la causa última de la muerte fue un ictus y que es técnicamente imposible relacionarla con las lesiones. Vamos, que no debemos precipitarnos en establecer actos y consecuencias, que todo pudo ser pura coincidencia, una fatalidad, una de esas crueldades que nos depara el destino. En resumen, cosas que pasan en las mejores familias, en las sociedades más avanzadas y prósperas, hechos aislados, incluso aunque se repitan en bucle, tan lamentables como inevitables, por los que no cabe culpar a nadie. Ni insinuarlo, ojo, no vaya a ser que caiga sobre uno la retahila de acusaciones que ustedes y yo estamos pensando.

Me pregunto, con poca esperanza, lo confieso, si alguna vez seremos capaces de romper esta perversa espiral de hipocresía autocomplaciente. ¿Tan difícil es ponerse de verdad de parte del débil, que es la víctima? ¿Por qué no vemos que la inseguridad es una de las peores formas de desigualdad?

Trump, año II

Que le vayan quitando lo bailado a Donald Trump. Un año y unos días como dueño del juguete más caro del mundo. Desde aquí mi saludo a los centenares de sesudos y sapientísimos analistas que se tiraron todas las primarias republicanas y toda la campaña general jurando que era materialmente imposible que ocurriera. Este es el minuto en que todavía no solo no se han disculpado, sino que nos cantan las mañanas —y los mediodías, y las tardes, y las noches, y las madrugadas— con nuevas pontificaciones ex cátedra sobre el aniversario. Todo, lugares comunes y nuevas profecías que serán pifias en cosa de semanas. Efectivamente, melonadas como las que puede soltar cualquier desventurado opinador, empezado por este humilde tecleador al que están leyendo, si hacemos la salvedad de que no vamos presumiendo por ahí de ser la quintaesencia de la información internacional. También es verdad que buena parte de la culpa es de quienes siguen comprándoles las burras.

Por lo demás, no parece que para olerse de qué va el fenómeno Trump haya que tener docena y media de másteres en geopolítica. Basta con pisar las calles, especialmente las de los lugares más castigados, como alguno de los que recientemente se han mentado en estas columnas, y poner la oreja. Ya no es el sueño de la razón sino el hartazgo infinito el que produce monstruos en serie. Como tantas veces he escrito —y esta no será la última—, tarde nos lamentaremos de haber menospreciado, insultado y vejado al común de los mortales. Sigan orinándose sobre ellos y ellas y diciéndoles que llueve. Sigan desatendiendo sus llamadas de auxilio. Verán qué susto.

Hartura infinita

Necesito que alguien competente me diga ante quién he de rendirme porque lo haré. Con armas, con bagajes, con la promesa de portarme bien en los próximos milenios, con lo que me exijan. Lo que sea, con tal de dejar de padecer esta inmensa tortura que me acosa desde que abro un ojo hasta que cierro el otro. Y aun en los sueños más profundos, la maldición está ahí, llenándome de desasosiego, envenenándome el alma, sumiéndome en una sombría impotencia que no superaré así me harte de Prozac y Jabugo.

¿La inevitable investidura de Rajoy tras casi un año de tracatrá? ¡Ja! Eso lo llevo perfectamente. Una broma inofensiva al lado de la persecución por tierra, mar y aire con cada ínfimo detalle del rodaje en Zumaia de la omnipresente serie televisiva cuyo título no pienso escribir. Qué hartura, oigan, en este y otros dignísimos medios con las idas, las venidas, los dimes, los diretes y lo que se tercie de los protagonistas de la cosa. Bueno… De ellas y ellos, y hasta de los primos segundos del penúltimo figurante. Que si han comido acá, que si han cenado allá, que si han merendado acullá… Falta, y espero no estar dando ideas, la lista de deposiciones —incluyendo cantidades, tonalidades y texturas— de los tales Jon Nieve, Khaleesi, Tyrion y resto del reparto y/o equipo técnico hasta quinto grado de parentesco.

Ahora en serio. Comprendo totalmente la relevancia económica, turística y, desde luego, informativa que implica haber sido elegidos como escenario del fenómeno audiovisual del momento. Asumo que es un hecho comunicativo de primera magnitud. Pero juraría que nos estamos pasando un par de pueblos.

Cervantosis

¡Qué hartura, por favor, con la cervantosis! Quieran los cielos que superada la redondez de la efeméride, dejen en paz al manco en su presunto osario. Y esto escribe, se lo juro, un tipo que ahora mismo va por la segunda lectura de la sin par novela, sin contar las versiones liofilizadas que nos atizaron en lo que aún se llamaba colegio nacional. Admito que hay fragmentos excelsos, otros con mucha enjundia, bastantes que resultan divertidísimos, pero también toneladas de paja y partes que son auténticos pestiños. Respeto y entiendo que esté considerada una obra universal y, por descontado, que su autor ocupe el pedestal más alto de la literatura.

¡Leñe, pero hasta ahí! Están muy de más las soplapolleces supremas que nos ha tocado leer o escuchar en estos días de culto posturero. De acuerdo con esas gachupinadas, Cervantes es el inventor de la ironía, un protofeminista, un pionero de la multiculturalidad, un ecologista avant la lettre y lo que se le ocurra a cada juglar. Incluso, aunaba facetas contradictorias, como la de defensor a ultranza de la unidad española —véase el regalo de Rajoy a Puigdemont— o la de adelantado del derecho a decidir.

Y ya, si lo llevan al Congreso de los Diputados, como fue el infausto caso el otro día, ni les cuento. Aparte de las risas de ver al actual presidente del lugar glosando con prosopopeya prestada lo que se notaba que no distinguiría del As, fue digno de encantamiento de algún malvado gigante que los líderes de cada bandería usaran al escritor alcalaíno o al hidalgo de la Mancha para culpar a los otros del desgobierno. Con los políticos hemos dado, amigo Sancho.

Acerca del hartazgo

Disgusto, descontento, irritación, ira, indignación, cabreo. No parece haber duda en el diagnóstico: el sulfuro popular alcanza máximos históricos (diría más bien, no recordados; maldita desmemoria), y ya no bastarán las palabras para hacer retornar las aguas a su plácido cauce. Es más, en el punto de ebullición en el que estamos, ni siquiera los hechos serán eficaces. Llegan muy tarde los partidos de la vieja política a soltar lastre podrido o sacrificar a sus ovejas negras a la vista pública. Eso no solo no calmará los ánimos exaltados, sino que será acogido como la confirmación de que durante años se ha consentido, cuando no promovido, el latrocinio sistemático… o sistémico, como tanto gusta decir ahora.

¿Estamos, entonces, a las puertas de la ruptura pendiente desde 1977? Eso es lo que sostienen algunos de mis amigos que siguen firmes en su fe a Marx, Lenin y Gramsci. Y aunque tengo el pálpito de que unas cuantas cosas sí van a cambiar, algo me dice que no será necesariamente en el sentido que ellos y ellas anhelan. Será cuestión de ver cómo discurren los acontecimientos, pero yo no estoy tan seguro de que el creciente ejército de hastiados pretenda alumbrar un nuevo orden basado en los más nobles principios. Mucho me temo, de hecho, que la aspiración mayoritaria no vaya más allá de rebobinar la película hasta aquellos momentos felices en los que el sistema, siendo igual de injusto que ahora, tenía una confortable zona de recreo para los que se soñaron clase media o similar. Al tiempo, si el antídoto para este hartazgo en apariencia incontrolable no es volver a repartir unas migajas.