Decía un anuncio ya viejuno: “La elección es bien sencilla, o Moriles o Montilla”. Y con el segundo pinchazo de los menores de 60 años que recibieron la primera dosis de AstraZeneca parecía que iba a ser algo similar. O repetían con la marca estigmatizada o se cambiaban a la encumbrada Pfizer. Y además, tenían que hacerlo responsabilizándose de su decisión porque las autoridades sanitarias españolas se habían lavado las manos y les conminaban a elegir antídoto, como si se tratara de optar por tortilla con cebolla o sin cebolla. Algún cínico ha dicho que es el ejercicio de la libertad en su máxima expresión. Pero de eso, nada. En todo caso, y como suele ocurrir con cualquier aspecto de nuestra vida en la democracia de andar por casa que gastamos, se trata de una libertad orientada a hacer lo correcto. Y lo correcto en este asunto resulta que es escoger Pfizer.
De entrada, porque quien se líe la manta a la cabeza y solicite AstraZeneca tendrá que firmar un documento en el que asume lo que pueda ocurrirle tras el chute. Eso no lo piden para la otra, lo cual es un modo poco sutil de decirle a quien se va a vacunar algo así como “Usted verá lo que hace”. Ya no es una elección tan libre, por lo tanto. Pero es que, además, hay un elemento que acaba determinando la decisión. Las provisiones de AstraZeneca son notablemente menores que las de Pfizer. Eso supondrá en la práctica, tal y como informaba el viernes el Departamento de Salud del Gobierno Vasco, que quienes prefieran ser fieles a lo anglosueca deberán esperar a que haya suministro. Los que se decanten por la estadounidense se vacunaran antes. En resumen: Pzifer o Pfizer.