Casi sin atención mediática, la semana pasada decayó en el Parlamento Vasco la iniciativa legislativa popular que solicitaba la implantación de una renta básica incondicional en la demarcación autonómica. Venía avalada por 22.075 firmas, cantidad muy meritoria, y contaba con el apoyo expreso de EH Bildu y Elkarrekin Podemos. El resto de la cámara, una mayoría amplísima y diversa en cuanto a discurso y bibliografía presentada en materia social, votó en contra. Pese al respeto que profeso a muchos de los impulsores —otros me parecen pancarteros bienquedas de aluvión—, yo también habría votado en contra. De hecho, radicalmente en contra.
¿Una cuestión de desinformación por mi parte? Más bien no, en este caso. Desde que escuché hablar de esta propuesta hará cerca de diez años, me he preocupado por documentarme y preguntar qué aporta entregar una cantidad equis exactamente igual a Ana Patricia Botín que a la persona que veo todos los días durmiendo junto a la sede de la Escuela de Ingeniería en Bilbao. Para mí sería igual que imponer a ambos las mismas escalas impositivas. No he obtenido una respuesta satisfactoria. Claro que hay una pregunta aún más definitoria: ¿Hay algún lugar del globo donde la experiencia haya funcionado? No. Nada ni remotamente parecido a lo planteado. No dejaré de escuchar argumentos, pero, mientras tanto, me remito a lo que, con sus posibilidades de mejora, ha demostrado que funciona: la RGI. Hay que ayudar directamente a quienes necesitan ayuda. Y hay que hacerlo, además, con un objetivo claro: sacarlos de la situación de exclusión, no hacer que se perpetúen en ella.