Un escarmiento inútil

Ahí hemos vuelto a tener al Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón. Como aperitivo, una filtración por entregas a modo de Omeprazol para tener preparado el estómago cuando cayera el potaje judicioso en todo su esplendor. Se pretendía, de propina, dar la impresión de generosidad al descartar la rebelión y optar, como si fuera una ganga, por la sedición entreverada de malversación. Con eso y con unas declaraciones espolvoreadas aquí y allá por los mandarines eternamente en funciones, solo quedaba un pequeño detalle antes del mazazo final: un vídeo de primera en el que los miembros más ilustrados del Consejo de Ministros mostraban su don de lenguas. Ocho minutos en varios idiomas para tratar de explicar al mundo que España es una democracia del carajo de la vela y que no hay que dejarse llevar por habladurías. Vamos, una excusatio non petita de manual, una prueba de mala conciencia o, sin más, una exhibición impúdica de cara dura.

Y a partir de ahí, el resto de la pirotecnia que todavía continúa: la asignación de condenas tan caprichosas como todo el proceso, las advertencias de lo que puede pasar si no se baja la testuz, la reactivación de las euroórdenes contra los fugados y, en definitiva, la difusión de un metafórico nuevo parte de guerra que da por cautivos y desarmados a los ya oficialmente sediciosos independentistas catalanes.

Lo mío no son las profecías, pero estoy por jurar que se equivocan quienes andan festejando la derrota del soberanismo. Puede que este escarmiento haya sido un varapalo durísimo, pero no solo no servirá para detener el desafecto por España, sino que lo multiplicará por ene.

Esperando al Supremo

La sentencia, el viernes o el lunes, nos decían. Salvo que estén equivocados todos los calendarios o nos encontremos ya viviendo en universos paralelos, queda claro que va a ser mañana. Por lo menos, la impresa en los folios oficiales, porque también es verdad que ayer y anteayer tuvieron la gentileza de hacernos un adelanto en papel prensa y en los cibermedios amigos. Uno, que pertenece al gremio plumífero, lo celebraría como gran logro del periodismo de investigación, si no supiera que la presunta primicia había sido convenientemente deslizada por los autores del fallo a sus postes repetidores de confianza para que el personal fuera preparando el alma y el cuerpo. Y aquí quizá merezca la pena detenerse un segundo a reflexionar por qué nos parece normal algo tan extremedamente grave como la filtración del fallo del que, junto con el del 23-F, es el proceso judicial de más calado que se haya llevado a cabo en España durante el último medio siglo.

Esa brutal anomalía aparte, podemos convenir que lo avanzado por El País el viernes y El Mundo ayer cuadra bastante con los últimos usos y costumbres de la Justicia española. No es muy diferente de lo que acabamos de ver con el caso Altsasu. Primero se generan las expectativas de condenas durísimas para reducirlas levemente en el dictamen final, de modo que parecería que hay que alabar la generosidad de sus señorías y hacerle la ola al Estado de Derecho. Creo que es lo que nos disponemos a ver también este caso. Habrá apariencia de rebaja, probablemente notable en el caso de algunos de los juzgados. Otra cosa es que cuele. Por pequeñas que sean las condenas, seguirán siendo injustas. Ninguno de los procesados debió pasar un solo día en la cárcel.

Desamparo infinito

Recurso a Estrasburgo y una manifestación el 26 de octubre. Es todo lo que se puede hacer ante un atropello que ha ido creciendo en cada vuelta de tuerca. Lo primero, la apelación, aun con resolución favorable, llegará cuando los jóvenes de Altsasu encarcelados hayan consumido todos o casi todos los años de su desproporcionada condena. Lo segundo, llenar las calles con la rabia por montera, por muy meritorio y loable que sea, no va más allá del derecho al pataleo, el único que queda medio en pie.

Son pésimos tiempos para creer en las instituciones en general y en la Justicia en particular. Por más acopio de ingenuidad y de esperanza que hagamos, la mayoría de las decisiones de las altas instancias judiciales acaban alimentando una sensación de desamparo infinito. De las más recientes con relieve mediático, quizá quepa como excepción la vía libre a la exhumación de Franco. El resto han sido el calco de los peores presagios, hasta con una especie de cínico y cruel recochineo, como ha sido el caso de la que comentamos, que muchos medios han vendido haciendo ver que las rebajas de condena eran un chollo para los que las cumplirán y, al tiempo, la muestra de la bondad de la legalidad vigente y de sus administradores. De propina, sin posibilidad de crítica, siguiendo esa doctrina amordazante que van impartiendo significados representantes de los tres poderes clásicos. Repasen los titulares de estos días atrás y verán desde cuántos flancos se nos ha advertido con gesto adusto de que las sentencias no solo se acatan sino que se respetan y punto. La próxima, dicen que hoy mismo o el lunes, la del Prócés. Prepárense.

La Momia, capítulo ene

Quisiera compartir el alborozo por la decisión u-ná-ni-me del Tribunal Supremo es-pa-ñol —¿Esta vez no son una panda de fachuzos con toga?— respecto a la momia del bajito de Ferrol. Me alegro, claro que sí, por las víctimas del matarife y sus deudos, entre los que me cuento, pero tampoco acabo de ver los motivos para tanto festejo. Y menos, cuando los que se están atribuyendo el gol en Las Gaunas (ojo, que aún puede ser anulado por el VAR) obedecen a las cuatro siglas que, habiendo gobernado un kilo de años desde que se produjo “el hecho biológico”, no movieron un dedo por sacar los despojos del viejo dictador de su apartamento en el Valle de los Caídos. La misma Carmen Calvo que anda haciendo la conga de Jalisco era ministra de peso en el gabinete de Rodríguez Zapatero que, pese a ordeñar la Memoria Histórica sin rubor, jamás se atrevió a pasar la línea azul de Cuelgamuros.

Paso por alto que en todo este zigzagueo posturero se ha conseguido resucitar, si no al fiambre, sí a sus adoradores y adoratrices. O casi peor, que se han creado ex-novo franquistas retrospectivos que no superan los treinta tacos en canal. Ya veremos cómo pagamos esa ligereza. Me conformaré con que el dictamen judicial sea firme y con que se cumpla. Llévense las rebañaduras del sátrapa a donde proceda, expídanse los frailes del Valle al rincón en que se los requiera (si es que tal sitio existe), y dinamítese sin escatimar en trilita el fantasmagórico parque temático de la humillación. A partir de ahí, podremos emitir el parte de guerra definitivo y aplicarnos a la jodidísima tarea de enfrentarnos al presente y el futuro, que ya toca.

Tras la sentencia

Inquieta pensar que sin presión social no se habría llegado a una sentencia como la del Tribunal Supremo sobre La Manada. Personalmente, la considero muy justa poniendo en relación los hechos y las condenas. Sin embargo, creo que el sistema no puede funcionar así. De saque, cabe preguntarse qué ocurre en los miles de casos que no tienen la relevancia mediática que ha adquirido este en concreto. Y luego está algo que, no comprendo por qué razón, su solo enunciado resulta una verdad incómoda entre personas que se dicen demócratas y progresistas: no tiene un pase que la Justicia se imparta por petición popular, a golpe de pancarta y desgañitamiento en la calle. Concedo que esta vez ha salido bien, pero me aterra volver a los tiempos en que se exigían castigos ejemplares tea en mano.

Reflexionemos al respecto y, ya puestos, démosle un par de vueltas a otras cuestiones. Por ejemplo, a la radical incoherencia a la que hemos asistido. Muy buena parte de las personas que corrieron a mostrar su alborozo por el aumento de la pena al doble son las mismas que nos cantan las mañanas sobre la reinserción como fin único y verdadero de las condenas y contra lo que califican como inútil punitivismo. Eso, cuando directamente no pontifican que habría que derribar todas las cárceles. Este servidor, que tiene pasado ese sarampión bienpensante, les anima a desprejuiciarse de una vez y a perseverar. Nadie se convierte en facha desorejado por pretender que los crímenes se paguen —sí, ese es el verbo— con arreglo a un mínimo sentido de la proporción. ¿Acaso no era eso lo que reclamábamos para el quinteto de ya probados violadores?

Gana el Supremo

En la puesta en escena solo ha faltado Tamariz dejándose la garganta en su “¡Taratachán-chan-chan!”. Menudo juego de manos se han traído la Junta Electoral Central, unos juzgados pedáneos de Madrid y, en el papel estelar pero no demasiado, el Tribunal Supremo a cuenta de si Puigdemont, Comin y Ponsatí podían presentarse o no a las elecciones europeas en su condición de prófugos/exiliados (táchese lo que no proceda). Al final, ha sido que sí, como sabía cualquiera, incluso sin haber pisado una facultad de Derecho y teniendo en cuenta que la Justicia hispanistaní tiende a sacarse sus dictámenes de la sobaquera.

Pero es que esta vez no hacían falta ni los clásicos ejercicios de contorsionismo judicioso. La clave está en la perversión de una ley que permite ser elegible pero impide ejercer como electo. Lo hemos visto con los presos que se presentaron a las autonómicas catalanas —a ver qué pasa con los que acaban de ganar escaño en el Congreso— y con los huidos, entre otros, el mismo Puigdemont. A la hora de la verdad, tuvieron que hacerse a un lado para evitar que su ausencia diera la mayoría a la bancada de enfrente.

Celebraba el residente en Waterloo “la primera victoria en campo contrario”. No reparaba (o no quería hacerlo) en que quien ha ganado en el lance ha sido el Supremo. Sin siquiera mancharse las manos, puesto que la decisión final la han asumido los juzgados ordinarios que pretendían hacerse los suecos, ha conseguido dar la impresión de que España es un Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón donde los benéficos tribunales son capaces de dar la razón a los disolventes… cuando no sirve para nada.

Cien por cien Urkullu

Después de asistir con cierto interés a las declaraciones de los principales testigos del juicio por el procés, me descubro ante la capacidad para el retrato de esa especie de mesa camilla desde la que los interpelados han tenido que responder a las preguntas, no siempre bienintencionadas, de las diferentes partes. Como tituló certeramente Manuel Jabois, en su turno, Mariano Rajoy resultó Marianísimo, es decir, pura esencia de sí mismo. Pero el zigzagueante expresidente español no fue el único. Cabe decir algo muy similar de Soraya Sáenz de Santamaría, que jamás se moja ni bajo el chorro de la ducha, o del cada vez más taimado Artur Mas, que está con y contra o contra y con, según se mire. Ídem de lienzo respecto a Gabriel Rufián, que se autointerpretó con tal precisión que era imposible distinguirlo del original, o sea, de su caricatura.

Y, por lo que nos toca más cerca, la afirmación vale también para el lehendakari, que en ese ínfimo pupitre resultó cien por cien Urkullu en fondo y forma. Con su tono de diario, ese que hace que a los pentagramas les sobren rayas, desgranó concienzuda y minuciosamente los hechos, de modo que la épica de los contendientes soberanistas y unionistas quedó reducida a la casi nada. Medió porque se lo requirieron desde Catalunya, pero también porque se lo solicitaron desde la Moncloa de entonces, al modo rajoyano, sin pedírselo expresamente. Estos y aquellos, por inflamados que estuvieran los discursos, querían evitar encontrarse en el callejón sin salida del enfrentamiento en bucle. Hubo un momento en que casi se consiguió. Pero a alguien le temblaron las piernas. Y se acabó.