Imposible no tener Kanbo (Lapurdi) presente en estos días e, imperdonable en mi caso, si no publicase una reflexión, casi metafórica, de la solución que supuso en su momento la gente de Kanbo para dar salida a un problema que acuciaba a todos los habitantes de la Euskal Herria peninsular y a la que éramos incapaces de solucionar nosotros mismos, por ridículo que hoy nos parezca.
Casualidades de la vida, ahora, siglos después, Kanbo nos resulta de nuevo imprescindible. Pero en aquella historia no había dolor y armas, sino manos y tierra vasca. Una tierra que aborrecíamos…
El imparable crecimiento demográfico propiciaba la conquista de nuevos espacios por el caserío vasco, nuestra gran seña de identidad. Así nuevas edificaciones surgían aquí y allá en cada uno de nuestros rincones. ¿Y dónde estaba el problema?
Pues en que los vascos de Hegoalde, los del sur, nos negábamos una y otra vez a fabricar las tejas —o ladrillos— porque aquello de manosear el barro era algo que generaba gran repulsa. Lo considerábamos ignominioso, indecente y repulsivo para nuestra condición. Y por muchos esfuerzos que se hicieron para modificar la mentalidad, no hubo manera. Es que estaba bien interiorizado aquello de considerarse noble por el simple hecho de haber nacido en esta parte del mundo.
Por ello, incluso la persona más pobre y desamparada se negaba a aceptar ese tipo de trabajos que no eran propios de su «casta» o categoría social. Nadie entendería el porqué hoy en día, pero era algo insalvable en su momento.
De ahí que, en una búsqueda de equilibrio entre la oferta y la demanda, durante siglos y hasta fines del XVIII acudiesen a cada uno de nuestros pueblos, aldeas y barrios aquellos «maestros tejeros franceses» que una y otra vez nos saludan desde la documentación histórica de nuestros archivos.
Porque, con la perspectiva de la lejanía, a ellos les daba igual el trabajar con arcillas siendo como era buena una fuente de ingresos para el sustento familiar. Y eran bienvenidos, como cada primavera lo son las golondrinas, porque con ellos llegaba la esperada solución.
Pero… no eran «franceses» sin más. Eran muchachos vascos del otro lado, de Iparralde, que venían en masa cada verano a aliviarnos un problema que nosotros nos veíamos incapaces de gestionar. Nada menos que la fabricación del elemento clave para el tejado de nuestras casas, las tejas…
Aquellos temporeros no eran, casualmente, tan sólo de Ipar Euskal Herria. Ni siquiera, acotando más, de Lapurdi. Es que, aquí viene el milagro… eran en su práctica totalidad vecinos de Kanbo. Jóvenes que sin entender cómo despreciábamos aquí un oficio y fuente de ingresos así, acudieron a solucionarnos el problema y a modificar para siempre nuestra existencia y paisaje. Por ello no pueden dejar de citarse en cualquier investigación histórica de las tejeras o del caserío o de «lo vasco».
Supongo que, otros doscientos años después, se hablará de nuevo en la historiografía vasca de Kanbo, del final de un sinsentido que entonces ya nadie entenderá y que nos ha tenido enredados sin solución más de medio siglo. Y de cómo, gracias a aquellos perplejos vecinos del norte, empezamos a construir el mejor de los tejados para nuestra casa. Kanbo, Kanbo y Kanbo.
PS: como todos sabemos, posteriormente, a partir del XIX, fueron mayormente asturianos nuestros tejeros ya que, a pesar de los grandes esfuerzos institucionales realizados (Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, diputaciones…), siempre nos negamos a ensuciar nuestras manos con el barro. Pero esa de los asturianos… esa es otra historia.