La bruja de Lezeaga: entre el mito y la realidad

Lezeaga —Lesiaga en dicción popular actual— es un conocido paraje del municipio de Laudio. Pero Lezeaga es también conocido entre nosotros por ser, según la tradición local, el territorio dominado por una legendaria bruja. Esa bruja es, asimismo, el personaje icónico de los carnavales actuales.

Pero en todo ello hay tal mezcla de conceptos, tal revoltijo de verdades y de falsedades, que se hacen necesarias unas líneas para ordenar un poco los datos.

PERSONAJE DE CARNAVAL. Si buscamos en Internet informaciones sobre la bruja de Lezeaga, encontraremos infinidad de referencias que hablan de una tradición ancestral del carnaval, cuyo origen se pierde en los tiempos y según la cual el pueblo de Laudio ajusticia ese personaje, descargando las iras sobre él y quemándolo como rito de purificación pagano. Basta con visitar la sacrosanta Wikipedia para encontrar referencias de este calado: «El Carnaval de Llodio tiene caracteres de carnaval urbano, aunque ha conservado alguna tradición del pasado rural de la localidad. Es el caso del personaje de la Bruja de Leziaga (sic), que recuerda la leyenda de la mujer que habitaba en la cueva de Letziaga (sic), se mesaba los cabellos con peines de oro y atraía con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva».

Es algo rotundamente falso pero que, una vez en la red, se copia y difunde como se inflama un reguero de pólvora. Sin embargo, curiosamente no encontraremos en ella ni una sola reseña a su realidad histórica. Y, a falta de otras referencias, también se está transmitiendo erróneamente en nuestros centros de enseñanza. Así es que, como hemos adelantado, vamos a esbozar unas líneas que pongan un poco de orden en ello, aunque quizá ya el daño sea irreparable.

Contrariamente a esas referencias de la Wikipedia y la infinidad de páginas de carnavales rurales, tradiciones vascas, etc. no tenía nada que ver el dichoso personaje con el carnaval, ni es ninguna «tradición del pasado rural de la localidad» ni existe ninguna referencia a que atrajese «con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva«. Es un invento moderno quizá para describirlo de un modo más idealizado. Pero nada de ello es realidad.

El origen. Al final del franquismo, bullían mil proyectos en la sociedad y los jóvenes que en ello participábamos, intentábamos recuperar todo aquello que sentíamos como muy nuestro y que, por su connotación de vasco, había prohibido el franquismo décadas atrás. También los Carnavales, inicialmente vetados en plena contienda, en 1937 y ratificada su prohibición en forma de ley en 1940, hace ahora 60 años. Eran tiempos en los que tocaba reconstruir lo arruinado por el dictador y su genocidio cultural.

Cuando muchos de nosotros, ilusionados, intentábamos recuperar «nuestra identidad» hicimos varias reuniones para ver cómo plantear los nuevos carnavales. Yo contaba con 16 años y nos reuníamos en el instituto, donde estudiaba. Por mi juventud, participé en alguna de las reuniones si bien el peso lo llevaban los que eran algo más mayores. Se acordó que había que hacer un carnaval como en los pueblos más referenciales y recrear un personaje icónico al que ajusticiar como acto de purificación del mal acumulado y así dar paso a una nueva época de prosperidad y felicidad. Se trataba de copiar o imitar lo mejor que se conocía en Euskal Herria.

Esa figura del mal se encarnaba ya de modo tradicional en los carnavales populares de Laudio y todo el Alto Nervión con la figura de un gallo que se paseaba en una cesta por todas las casas mientras los jóvenes pedían para hacer una merienda. Al final era ajusticiado y muerto. Pero por aquel entonces la costumbre local nos parecía muy desvalida, pusilánime, y necesitábamos algo más potente y emblemático: lo de fuera siempre era mejor que lo nuestro.

J. C. Navarro. En aquellas reuniones, como representante municipal y secretario —la implicación municipal en este tipo de iniciativas era muy grande, con el novedoso gobierno de Herri Batasuna, liderado por el alcalde Pablo Gorostiaga— actuaba el funcionario Juan Carlos Navarro Ullés que, a su vez, era y es un reputado historiador local. Entre tanta divagación desnortada, él mismo, que tenía voz pero no voto, sugirió que por lo que escuchaba y por lo que parecía que se buscaba, tan solo existía un ser de leyenda con el mínimo renombre para poder adecuarse y convertirse en personaje identitario. Y, tras las oportunas explicaciones, convenció a todos, más que nada porque no se vislumbraba otra opción posible. Es más, la comisión le encargó a él mismo que se hiciese cargo de la elaboración física del personaje. Algo de calidad porque iba a salir año tras año y había que quedar a la altura que las circunstancias merecían.

Era el año 1981 y para el año siguiente, 1982, ya salió por primera vez la bruja de Lezeaga como personaje carnavalesco de Laudio. Por cierto, unos carnavales que, siguiendo la tradición, tenían su día fuerte en el martes y no en el sábado previo actual. Como hemos adelantado, fue el mismo J. C. Navarro el responsable de encargar una máscara que, en el instante previo a ser quemada, se sustituía rápidamente por una más basta y sin calidad. La figura la realizó un artesano apodado Txekun que formaba parte del grupo de teatro de calle Akelarre, de Bilbao, con sede y taller en el muelle de Marzana, tal y como en su día me refirió el mismo Navarro.

Imagen de la primera bruja de Lezeaga que desfiló los años 1982 y 1983. Foto cedida por Patxo Santamaría

Pero en 1984 algún gamberro quemó la máscara original y hubo que construir otra, con menos pretensiones por si sucedía lo mismo y tirando de jóvenes artesanos locales: Fontso Isasi, Javi Ramírez y César Fombellida. A partir de ahí, todo es rodar en el tiempo hasta este año que nuestro personaje ha desfilado en 2020 por trigésimo novena (39ª) vez.

Imagen de la figura actual del personaje de carnaval, la Bruja de Lezeaga

EL MITO. Son bastantes las referencias populares de brujas —en euskera sorgin— en Laudio pero es cierto que existe una cuyo renombre alcanza a todo el pueblo: el de la bruja de Lezeaga.

En teoría, según creencias aún bien conocidas entre los de más edad, habitaba en la parte baja del barranco de Iñarrondo —pegante a Lezeaga— y por allí hacía sus fechorías, aunque se la recuerda siempre como un personaje no maligno. E, insistimos, nada de «engatusar a los pastores» como en tantas referencias de Internet encontramos.

Las únicas y exiguas referencias que disponemos hablan de una bruja que hace el papel similar al de las lamias, a tenor de lo escuchado en cierta ocasión por J. C. Navarro (el que dio la idea del personaje para nuestro carnaval) a Eugenio Perea quien, acompañando de niño a su padre, se estremecía al pensar que debía pasar junto a las rocas del barranco de Iñarrondo donde, según se decía, solía peinarse la conocida bruja. Aunque él nunca la llegó a ver, aseguraba haber presenciado púas de peine y cabellos en el lugar.

Santuario de Santa María del Yermo enclavado en plena montaña, lugar de antiguas leyendas populares

También al hacer el Marqués de Urquijo las obras para la primera conducción de aguas potables al municipio en 1879, las muchas de averías y fugas iniciales fueron atribuidas en los ámbitos populares a la bruja de Lezeaga, que al parecer no estaba muy conforme con que perturbasen su territorio y tomaba la venganza a su manera, rompiendo y desajustando las tuberías. No sería de extrañar que fueran actos de sabotaje, pues la toma de esas «aguas de todos» para uso del nuevo palacio del marqués, fue muy contestada popularmente. No conocemos más testimonios que aporten novedades: tan solo reseñas que no hacen más que dar más difusión y amplificar la leyenda.

Que conozcamos, la primera referencia documental de nuestras brujas la da Becerro de Bengoa en su libro Descripciones de Álava (1880) en donde, al describir las canteras de los montes que rodean el municipio de Laudio, dice: «…y las de Leshéaga (sitio de las cuevas) con sus tradiciones sobre las brujas». No conocemos nada anterior. Pero nos habla de brujas y no de una concreta como hoy nos es incuestionable.

REVISIÓN HISTÓRICA. Es llamativo que alguien tan versado en el tema como lo fue José Miguel de Barandiaran, al estudiar e intercambiar muchas informaciones sobre ese lugar a principios de XX, nos hablase de que, sobre el santuario en la zona superior de Lezeaga, «es tradición en Santa María del Yermo que antiguamente aparecían lamias peinando sus cabellos«. Lamias pero nada de «la bruja».

Al igual que cuando nos habló de una muchacha que, por encantamiento de las brujas que habitaban en la cavidad de Sorginzulo en Lezeaga, se convirtió en una de ellas por conseguir un puente. Recogió el sacerdote de Ataun en sus notas manuscritas que «a la cueva donde se metieron, la teme la gente, pues dicen que suele presentarse en ella la chica convertida en bruja» tal y como lo publicamos en su día: La maldición de Lezeaga. Sin embargo no llegó a publicar en sus trabajos esta leyenda que le habían referido. Era consciente de que era una fábula clonada en infinidad de lugares y debió detectar que era algo de novedosa creación.

Y es que, en la actualidad, se está dando una visión revisionista a lo que conocemos como mitología vasca. Y sabemos que infinidad, muchísimas de esas leyendas, fueron creadas a fines del XIX como fábulas propias del ambiente de romanticismo de la época. Hay que hilar fino por tanto para discernir entre lo tradicional y popular y lo modrrno y cultista.

Yo, a la vista de los datos, creo que nuestra Bruja de Lezeaga, la que hoy nos parece tan irrefutable, es un personaje recreado en aquellas épocas por vía culta y no popular, para añadir una atmósfera misteriosa al entorno. Lo mismo y de la misma época que esa otra creencia tan extendida que atribuye la edificación del santuario del Yermo a los templarios.

No sería de extrañar que esas leyendas, y en especial la de «la bruja de Lezeaga», presentada como un personaje único, surgiesen del entorno del palacio del primer marqués de Urquijo apoyándose en la verdadera tradición popular de la presencia de lamias en el entorno. En una época en la que era habitual hacerlo. Quizá hasta con el fin práctico de disipar o desviar la atención popular sobre aquellas «sobrenaturales rupturas de tuberías» —probablemente sabotajes— en su conducción de aguas.

O de mano de aquellas afamadas romerías que muchachos de Bilbao organizaban en ese entorno en las décadas a caballo entre el XIX y el XX, quizá para añadir más encanto a aquellos urbanitas que acudían sedientos de cultura rural.

Que alguien tan versado en mitología y leyendas vascas como José Miguel Barandiaran no recoja nada de nuestro personaje concreto e incluso desprecie lo más próximo a ello es una prueba, a mi entender, irrefutable. Nada menos que en fechas tan tardías como 1935.

Eso sí, en todas nuestras encuestas etnográficas los mayores nos han hablado de la archiconocida «bruja de Lezeaga«. Pero todos esos informantes son hijos ya de muy avanzado el siglo veinte, varias décadas después del nacimiento del mito. Al parecer, todo es cuestión de tiempos. Que la bruja de Lezeaga me perdone. Y el mismo pueblo de Laudio, porque soy consciente de que no va a gustar: el mito siempre es más cómodo que la realidad.

Marzas de Fresnedo: la piedra angular

En estos momentos se estará repitiendo un año más en Fresnedo —localidad rural del municipio de Soba, Cantabria— el ritual de las «marzas». La fiesta consiste en una cuadrilla de muchachos que desde la mañana hasta el anochecer, recorre los pueblos y aldeas del entorno cantando unas coplas y pidiendo ese donativo que luego usarán para hacer una merienda.

Es, en resumen, otro más de nuestros carnavales rurales. Pero en nuestro caso, sin ningún turista, en su más esencial expresión, con más pureza que adorno, más espontaneidad que diseño previo… Porque no lo necesitan.

Irrupción de los marceros, a la carrera, en el entorno de Casatablas

Allí estuve el año pasado, acompañándoles para interiorizar la fiesta y fotografiarla. Y desde aquel entonces, todo se zarandeó en mi interior porque creo que allí encontré la piedra angular necesaria para enlazar la interpretación de varias fiestas de invierno. De hecho, para eso fui hasta allí, guiándome por lo que había escuchado, a un ritual que, al margen de los que lo organizan o toman parte, poca información conseguiremos en internet o en el mismo ayuntamiento. De ahí su pureza, su estado virginal: mi cámara fue la única que les acompañó durante todo el recorrido de la tarde: magia en estado puro.

MARZAS. Las marzas, como recogemos de la wikipedia, son las «el nombre que reciben los cantos con los que se recibe al mes de marzo, conmemorando así la llegada de la primavera. Se cantan el último día de febrero o el primero de marzo en numerosas localidades ubicadas en la zona norte de España, como en Burgos León, Palencia y, especialmente, en Cantabria«. También, por proximidad, se dan en Bizkaia, en municipios como Karrantza o Lanestosa (pincha para ver vídeo) y, creo que en la actualidad desaparecidos, en Turtzios y Artzentales. Y nuestros estudios etnográficos los han pasado de puntillas porque quizá no encajaban con la idea preconcebida que teníamos de la cultura de nuestro país, cuando en realidad son una joya de valor patrimonial incalculable.

En la imagen superior, una marza, ataviados con palos decorados y madreñas. Foto: Wikipedia. Es indudable la semejanza con los coros de Santa ´Águeda en Bizkaia, como el que se muestra en la fotografía inferior. Revista Estampa, 1931.
OLYMPUS DIGITAL CAMERA

A pesar de lo aparentemente antiguo de esta celebración, su nombre no se documenta hasta 1910 (Diccionario Enciclopédico Hispano Americano) y ya en su definición nos da pistas de no ser tan estricto en las fechas como en la actualidad sino que se trata de un ritual de invierno, otra muestra más del carnaval rural. Dice así: «Copla que en la Nochebuena, en el Año Nuevo y en la misa de los Santos Reyes van cantando por las casas de las aldeas, por lo común en la corralada, unos cuantos mozos solteros«. También añade como segunda acepción que se conoce con el nombre de marza también al «obsequio de manteca, morcilla, etc. que se da en la casa a los marzantes para cantar o para rezar«.

De su amplitud de las fechas nos habla el Cancionero popular de la provincia de Santander (Córdoba y Oña, 1955) y que recoge también Antonio Montesino en su obra —imprescindible— Las marzas (1991): «los tiempos de celebración de esta modalidad de canto petitorio […] eran los meses de diciembre (Navidad y Nochebuena), enero (Año Nuevo y Reyes), febrero (última noche) y marzo (primer día o viernes del mes)«. Pero cita que se repiten rituales idénticos —algunos denominados asimismo como marzas— «en carnaval«, etc. Y eso, particularmente, me encanta que sea así por las puertas que nos abre.

Cantando las marzas en Fresnedo

EL NEXO. Lo que yo viví en Fresnedo el año pasado, en su estructura, planteamiento, participación y esencia no se diferencia mucho de los coros de Santa Águeda, tan típicos del occidente vasco, como luego veremos. Con una sola diferencia: las pieles de oveja a la espalda y los grandes cencerros —campanos— que hacen sonar en su espalda. Y es ahí en donde las marzas de Fresnedo se muestran como elemento patrimonial extraordinario, único, ya que nos muestras a las claras el nexo entre los carnavales de invierno y los coros de Santa Águeda.

Grupo de marceros en Fresnedo, con mozas locales en el balcón

RITUALES MASCULINOS. Tanto las marzas como los coros de Santa Águeda se han compuesto de jóvenes muchachos, siempre varones, recién pasados de la infancia a la juventud y es eso precisamente lo que se celebra, porque no deja de ser un ritual de paso, propio de la masculinidad, el acceso a la sexualidad, a la posibilidad de procrear, de generar nueva vida. Al igual que los carnavales rurales, siempre limitados a los muchachos que, a menudo, usan la metamorfosis que le facilitan la máscara y el disfraz, para representar lo femenino, la fertilidad y prosperidad.

Esos coros o rondas juveniles, representan esa época en la que los muchachos abandonan los juegos, comienzan a vestir pantalón largo, ocupan espacios para adultos dentro de las iglesias, comienzan a participar en labores sociales como auzolanes o veredas, en trabajos de casa propios de adultos. O, en su proyección social, toman a su cargo la organización de las principales fiestas y bailes del pueblo. En euskera se conoce ese tránsito como «mutiletan sartu» y como «la mocería» en castellano.

De ahí que, por coincidencia en la edad, ese rito de paso a la juventud como son los coros de Santa Águeda sea mezclado en muchas poblaciones con los quintos, aquellos muchachos que debían acudir al servicio militar, obligatorio en las provincias vascas a partir de la Constitución de 1876 —y su desarrollo especifico por Ley de 1878—, a los que se despedía con una fiesta realizada con lo recogido, ya que se alejaban en muchas ocasiones para varios años, a pasar serias penurias. Precisamente eran llamados a filas en la edad que ya se consideraban no niños sino principio de adultos. Todos hemos escuchado aquello de que de la mili se regresaba hecho un hombre.

El grupo de marceros recorre la práctica totalidad de las aldeas del entorno, para «cantar o rezar» y recoger los obsequios de los lugareños.

PRIMERA COMUNIÓN. Tampoco es ajena la Iglesia a este ritual del paso de la infancia a la edad adulta y que lo encubre y enmascara a través de una celebración creada ad hoc, como lo es la Primera Comunión. Recordemos asimismo que a esa fiesta cristiana accedían los muchachos jóvenes, de 12-14 años, y a los que se remarcaba al finalizar la ceremonia que «Orain, gizon egin zara«, ‘ahora te has hecho hombre’, algo clarificador para lo que intentamos mostrar den este artículo.

Es más, cuando en 1909 el papa Pío X ordenó rebajar la edad del ritual sacramental a los siete años aproximadamente, el pueblo no lo asumió bien porque aquello ya no representaba un paso de jóvenes a la edad adulta. De ahí que en muchas localidades vascas documentemos en esas décadas una duplicidad de dicha celebración: la «komunio txikia» y la «komunio handia» (‘comunión pequeña y comunión grande’), es decir, lo impuesto desde Roma frente a lo interiorizado en la población.

Tampoco es casualidad que la Iglesia celebre el sacramento de la Primera Comunión en primavera, el período pascual, renacimiento de la naturaleza per se, como lo es la juventud o la pubertad.

Las marzas de Fresnedo han guardado su pureza por el aislamiento y su desconocimiento general: al contrario que en la mayoría de carnavales rurales, aquí no hay ni un solo turista o visitante.

SANTA ÁGUEDA VASCA. No sabemos cuál es el motivo por el que aquellas fiestas de invierno en las que se los muchachos recientemente llegados a la edad adulta —el período de «mocería» finalizaba al casarse o al tener edad para ello— se celebraron en el occidente vasco en torno a la figura de Santa Águeda. Quizá por honrar a aquella primera mártir femenina del cristianismo, por el hecho de ser mujer y de haberle cortado los pechos, símbolo por excelencia de la fecundidad y la generación de vida. También acaso por su fecha a principio de febrero, propia para integrar y reconducir en ella los carnavales rurales que tanto incomodaban a la Iglesia.

Por otra parte, las «mocerías» tan propias de Álava y Navarra (Atlas etnográfico de Vasconia, Ritos de nacimiento al matrimonio, 1998) tienen como fiestas propias de los muchachos varones las de Carnavales y la de Santa Águeda, cuyas fiestas organizan por tenerla como su patrona. Algo muy propio por tanto.

Marceros. Unos con pieles, otros con camisa blanca y pañuelo rojo. El torreneru, con el cuévano para recoger los regalos.

LOS COROS. Los coros de las marzas de Fresnedo, que tanto me emocionaron hace un año por su extrema pureza, coinciden en muchos aspectos con las descripciones de los coros de Santa Águeda que disponemos. En tantos detalles que es inevitable el plantear que se trata de una misma celebración, con dos manifestaciones folclóricas posteriores que las diferencian en lo estético. Me valgo para esta ocasión del artículo periodístico «Los coros de Santa Águeda» de Víctor R. Añíbarro en la revista Estampa, nº 161, de 1931.

Habla este artículo de que en todos los coros hay un «gizonzarra, un hombre maduro» que es el que ordena y gobierna el grupo, el que se encarga de transmitir la tradición a los más jóvenes. Esta figura ya desdibujada en Fresnedo, también es habitual en las cuadrillas de mozos de la Vasconia meridional, conocida como «mozo mayor«.

También relata Añibarro cómo «los cantores detiénense ante los caseríos y uno de ellos hace la pregunta de ritual «Abestu edo errezau?» (¿cantamos o rezamos?). Porque en el caserío puede haber algún enfermo o sus habitantes están aún sumidos en el dolor de una desgracia reciente. Se atiende siempre a la respuesta«. Me quedé petrificado cuando, tras haber conducido hasta una vivienda lejana en las montañas de Fresnedo, se mandó no cantar porque alguien de la casa estaba enfermo en la cama.

También se tiene en común que cada participante se acompañe de un gran palo, adornado —no recuerdo haberlo visto el año pasado en Fresnedo— con cintas de colores que, por cierto, recuerdan a esas danzas tradicionales de un mástil y largas cintas que representan a los árboles o a los mismos árboles rituales llamados mayos, mayas o maiatzak.

Coinciden también en que se cante en corro, una canción repetitiva con alusiones en la letra de las marzas a la mujer, algo que recuerda al «si en la vivienda hay una joven, una neskatilla (sic), no hace falta tampoco en la canción la correspondiente alusión galante» del artículo vasco.

Y sobre todo, coinciden con la descripción de Añibarro en que «En todos los sitios son acogidos con cariño y, en la aldea sobre todo, tienen el valor de una emoción muy querida que subsiste en el alma aldeana con toda su fuerza primitiva«.

Las marzas tienen un gran valor como aglutinante social ya que muchas veces supone el encuentro entre buenos amigos

LAS MARZAS. Pero centrémonos en las marzas de Fresnedo de Soba, en todo su lujo de detalle. Para ello prefiero citar directamente las palabras de Ángel Rodríguez en su librillo Los dulzaineros de Fresnedo de Soba (2015) ya que lo resume perfectamente y con más certeza que lo que yo podría ofrecer: «El grupo de marceros lo forman exclusivamente los mozos, excluyendo al género femenino. Se reúnen en algún lugar sin ser vistos, donde se disfrazan y caracterizan convenientemente. Lo componen varios personajes, que se diferencian por sus vestimentas, encargados además de funciones diferentes. Los marceros, conocidos en Soba como «ramasqueros» por el ramo que porta uno de sus personajes, van ataviados con pieles de oveja colocadas en su espalda a modo de capa. A la cintura se ajustan las colleras, portando un buen número de campanos y campanillas que han sido retirados de sus animales para la ocasión. Llevan también un palo con el que andan y saltan al modo pasiego. A los encargados de cantar las marzas se les denomina «cantadores» visten de blanco luciendo una banda colorada. Otro componente que compone la mascarada es el «torreneru» que, cuévano a la espalda, es el encargado de recoger el aguinaldo (chorizos, huevos, castañas, quesos…). Por último está el «ramasquero» que porta el ramo, generalmente de acebo, decorado para la ocasión. Este es el personaje más peculiar. Cubre su rostro con una careta de piel de oveja y lleva un atuendo formado por elementos carnavalescos y prendas femeninas, en ocasiones llevando una pandereta. Todos los personajes cubren su cabeza con un capirote adornado con cintas de colores.

Una vez terminada la caracterización, los ramasqueros se dirigen a las casas de los vecinos. Resuenan los campanos, agitados por los mozos que los portan, hasta que llegan a la vivienda donde los cantadores hacen la pregunta de rigor: «¿Cantamos o rezamos?». Si en la casa se guarda luto, se rehúsa al cantar y se reza si así se solicita. Si se pide del canto, pronto los mozos cantadores comienzan a entonar las marzas. Rara es la vez que se cantan al completo, pues enseguida los ramasqueros comienzan a agitar sus campanos entre gritos y relinchos. Y es que, como dice la canción «…dénoslo señora, si nos lo han de dar, sin cortos los días y hay mucho que andar». El torreneru se encarga de recoger el aguinaldo y se dirigen a una nueva casa. Este proceso se repite en todas y cada una de las casas del pueblo, así como en los pueblos vecinos. Con los obsequios obtenidos, se reúnen todos los participantes para celebrar la parranda«.

Sobran las palabras ante tal cúmulo de símbolos tan virginales y desconocidos fuera de Fresnedo. Pero es fácil enlazarlo no sólo con nuestros coros de Santa Águeda sino con carnavales mucho más alejados, como los de Ituren y Zubieta, u otros similares o rituales en torno al árbol, conocidos entre nosotros como basaratuste ‘carnaval del bosque’ o kanporamartxo y etxeramartxo— cuyo segundo componente del término, martxo, al menos en apariencia, no dista nada del nombre «marza«.

LAS LÁGRIMAS DE GELÍN. Por nada del mundo habría de imaginarme yo que, cuando buscaba algún enlace para participar como observador en las marzas de Fresnedo, la familia más memorable del mismo iba a ser la de los Pérez, saga de dulzaineros locales. Y es que allá por el año 2000 estuve en casa de Terio, al que fotografié junto a su esposa. Terio era un afamado dulzainero y motor de las marzas, ya fallecido, e hijo del legendario Ángel Pérez— gracias a uno de sus nietos, Mikel, del que por aquel entonces era yo profesor y ahora amigo. Hijo de Terio y nieto de Ángel es otro Ángel —padre de Mikel— que, por diferenciarlo del abuelo, se conoce en este entorno como «Gelín» (de Angelín, claro está), al que también conozco.

Fotografía del archivo familiar, con el legendario dulzainero y motor de las marzas Ángel Pérez. Junto a él, sus nietos Gelín (Angelín) y Jesús.
Fotografía que en el año 2000 hice a Terín, hijo de Ángel, padre de Gelín y abuelo de Alberto, Mikel y Adrián.
La tradición reverdece cada principio de marzo en la familia Pérez. Sin participar, Ángel, Gelín, junto a su hijo Mikel, sobrino Adrián e hijo Alberto.
Instantánea tras el encuentro en el restaurante Casatablas, centro neurálgico del valle.

Con él coincidí en el bar Casatablas, el punto de encuentro referente del valle —y por cierto con muy buena y económica comida— mientras esperábamos a que apareciesen los marceros en su recorrido. Un problema en una pierna le impedía participar este año, supongo que por primera vez en su vida. Pronto irrumpieron los atronadores campanos y en una carrera por la carretera aparecieron de la nada los sudorosos marceros. Allí, dentro del grupo, estaban sus hijos Alberto y Mikel. Y Adrián, el hijo de su hermana Delfina. En ese momento, cuando vimos aparecer en la lejanía al grupo, mientras charlábamos con sendos vasos de vino en la mano, vi cómo se le humedecían a Gelín los ojos por la emoción. No dije nada y respeté su silencio. Porque en ese mágico momento necesitaba todo el universo para él: le estaban hablando sus genes, sus raíces ancestrales. Allí estaba, con la mirada perdida, ausente, inmerso en la silenciosa soledad que había edificado para aislarse del tronar de los campanos. Y sus vivencias personales propias, las de sus antepasados y las de su descendencia se encontraron allí, junto a la húmeda tierra de aquel encajado valle en donde nos encontrábamos. Entonces comprendí lo que eran las marzas de Fresnedo para aquella gente que, dicho sea de paso, tan bien me acogió: historia, pureza y, sobre todo, emoción. Benditas aquellas lágrimas de Gelín, que regaron el renacer primaveral de la historia…

2 de febrero: más que bendecir velas

Acabo de regresar de bendecir unas velas porque hoy, 2 de febrero, es su día: Día de Candelas o Candelaria. Y no unas velas cualquiera sino unas expresamente compradas para la ocasión en la cerería Donezar de Iruñea, el último establecimiento artesanal que se dedica a aquella labor gremial que conoció mayores glorias que hoy. Porque en días especiales como hoy todo capricho parece poco.

Las velas bendecidas en esta fecha tan señalada adquirían un poder mágico, sobrenatural y se usaban –junto al agua bendita– como desesperado último auxilio frente a aquellas situaciones que superaban lo humanamente alcanzable y que, por ello, necesitaban de la intercesión divina.

Velas artesanas de Donezar, en plena actuación milagrosa contra la tormenta de viento y granizo que hemos vivido en el mismo día de ser bendecidas

Encender una vela que se había bendecido un 2 de febrero era la mejor de las soluciones para hacer que una tormenta se aplacase, para que no descargasen su temible fuerza los rayos, para retornar al cauce habitual un desbordado río o aminorar la fuerza del mar que amenazaba a los marineros, para ayudar a los moribundos agonizantes a poner fin a su existencia corporal, para orientar a las almas de nuestros difuntos a la hora de regresar a casa en fechas como Todos los Santos o Navidad u otras que andaban penando, errantes en cruces y rincones, por no haber cumplido una promesa en vida o cualesquiera otra razón. Igual que para ahuyentar brujas y otros seres maléficos cuando crujía el caserío, temblaban las tejas o se mostraba especialmente inquieto el ganado. Porque las velas y la cera en sí estaban consideradas como el más apropiado vínculo material para enlazar lo humano con lo divino, lo terrenal con lo celestial.

Bendición de las velas en la parroquia de San Pedro de Lamuza, Laudio, con José Mª García

RITOS PREVIOS. Pero en el fondo, como siempre suele suceder con nuestros ritos y creencias, bajo esta fiesta cristiana –que por otra parte conmemora la presentación de Jesús en el templo tras cumplir los 40 preceptivos días de purificación tras el parto– subyacen otros símbolos de creencias más arcaicas, ancestrales si se quiere, previas a la cristianización y que nos transportan a lo más intenso, puro y esencial de nuestra cultura y existencia. Vamos a repasarlas aunque sea someramente.

Realmente las velas que algunos madrugadores hemos bendecido hoy representan la victoria de la luz frente a las tinieblas, de lo humano frente a lo no humano y mitológico, de la primavera frente al invierno, del bien frente al mal o, por simplificarlo, de la vida frente a la muerte.

No es casualidad que el 2 de febrero coincida en una concatenación de días rebosantes de rituales con los que buscamos una vida mejor o la misma la supervivencia: Candelaria,  San Blas, Santa Águeda, carnavales rurales, basaratuste (ofrendas al bosque)… Sin duda estamos en el epicentro del calendario de nuestra simbología tradicional, en ese punto de inflexión en el que hay que dar paso a la vida frente al mal y la oscuridad, la fiesta que marca el centro el invierno.

También subyacen bajo esta fecha los cultos previos que se rendía en diferentes épocas de la historia de la Humanidad, a las divinidades Demeter griega y su posterior Ceres romana, con sus precedentes y más lejanas Isis egipcia o Astarté fenicia. Todas ellas, concatenadas en la historia, celebran el despertar de la naturaleza tras el letargo invernal por medio de esas diosas, siempre femeninas, que son guía de la agricultura, alimento de la tierra joven y fértil y artífices de que se repita con éxito cada cada año ese ciclo vivificador entre la muerte y la vida.

EL OSO. En toda Europa existe la creencia popular de que el día de hoy es la fecha en la que el oso abandona su hibernación para salir de la madriguera (la marmota en las Américas).

Nuestros antepasados, sin duda, lo percibirían como la reaparición del mal, no solo por los daños que como alimaña les causaba, sino porque surgía de las cavernas, de las entrañas de la tierra, de la oscuridad en donde reina el mal y los seres mitológicos no humanos. Hay por ello quien apunta que quizá muchos de nuestros gentiles o basajaun avistados en los bosques serían en realidad osos, interpretados por aquellos atemorizados personajes que les tocó vivir tan duras condiciones.

Tampoco es casualidad que la misma doctrina cristiana ubicase el infierno, el diablo… en un idealizado interior de la tierra, readecuando para su beneficio las antiguas creencias previas. El mal, por ello, reaparecía estos días desde los avernos de nuestro mundo.

Apresamiento del oso en carnaval rural de Ituren, carnaval 2019

CARNAVALES. De ahí que las representaciones populares de los carnavales rurales, los de verdad, culminen en muchas ocasiones con el apresamiento y muerte del oso, tras una purificación del entorno con el sagrado sonido de los grandes cencerros: Vijanera, joaldunak de Ituren y Zubieta, Markina… Simbolizan así la victoria del bien sobre el mal, de lo humano y divino sobre lo diabólico… de la vida sobre la muerte. Así es que disfrutad de esta fecha que nos transporta mucho más allá de la bendición de unas simples velas: es el fin del invierno y a partir de estas fechas renace una vez más la naturaleza que nos mece en nuestra existencia. No es pequeño motivo para una celebración

Los chicos de la aldea

 

En Laudio somos gente de aldea. Por mucho que nos empeñemos en autoengañarnos con el espejismo de los últimos cien años de industrialización, pesan mucho más en nuestro carácter los siglos y siglos que hemos pasado recogiendo castañas, viendo orgullosos crecer las txahalas o colocando a cada txarrikuma en la teta correspondiente de la makera. Sin duda, somos de aldea…

Eso conlleva también que seamos algo resentidos y que, cuando nos hacen alguna faena, aguardemos a la espera de un momento dulce para ejercer la venganza: lo que más nos va. Y ese estado de acecho lo podemos apuntalar hasta cuando haga falta: de generación en generación, de familia a familia y por los siglos de los siglos… amén.

Por eso creo que hoy es el día para resarcirnos de una afrenta que les hicieron a nuestros colegas hace nada menos que cien años algunos tuercebotas uniformados de Bilbao. Fue el 10 de febrero de 1918 y multaron y / o metieron al calabozo a unos muchachos que sólo querían cantar. Vayamos al relato de los hechos…

Ya desde 1912 llevaba una cuadrilla de chavalotes del barrio de Gardea (Laudio) construyendo unas carrozas carnavaleras. Sobre ellas cantaban e interpretaban unas obrillas teatrales musicales que llevaban de un lado para otro, tiradas por una yunta de bueyes.

En diversas ocasiones bajaron incluso hasta Bilbao, buscando un público más numeroso y agradecido que el local, que no percibía en aquellas muestras de arte aldeano nada más allá de la gracia o la trastada juvenil, ya que sus letras eran en ocasiones y como corresponde al carnaval, reivindicativas y satíricas.

Se autodenominaban la Comparsa de Llodio y tenía su precedente en otro grupo anterior, la Charanga de Llodio, fundada en 1903.

Los carnavales de aquel entonces se limitaban al domingo, lunes y martes. Este último era el día grande, el más íntimo, y lo aprovechaban para recorrer los caseríos cantando, acompañados de un gallo y pidiendo la voluntad de puerta en puerta para hacer luego una merienda.

El domingo, también festividad grande, era sin embargo el día más apropiado para bajar a Bilbao porque en la villa, lejos de la percepción de la aldea, se aplicaba ya lo del fin de semana ocioso.

Corría por tanto el año 1918. 10 de febrero. Porque hemos dicho que fue exactamente hace un siglo.

Aquel domingo de carnaval había amanecido cálido, con un viento sur que animó más que nunca a los bilbaínos a salir a ver el desfile de carrozas que, por la situación convulsa del momento, sólo contó con dos carrozas que previamente habían tramitado el permiso para desfilar: el coro bilbaíno de Caballeros de los Campos y la docena de laudioarras que se presentaron como Los chicos de la aldea, que era lo que mejor les definía, porque eso es lo que eran y un siglo después es lo que somos.

E hicieron las delicias del respetable como nadie y la expectación y acogida fueron extraordinarias. No en vano, se daban todos los ingredientes para cosechar aquel éxito.

El primero, que en aquella época se da una exaltación y añoranza en Bilbao de aquel país rural que ven cómo se va desvaneciendo. Se frecuentan más que nunca los chacolís de Begoña y Abando y surgen obras musicales de imitación a lo baserritarra, algo que también sucede en la literatura y pintura. Y la obra y escenificación de aquella carroza reflejaban como nunca aquel gusto por lo aldeano.

Por otra parte, tenemos la composición musical de Ruperto Urquijo Maruri (1875-1970) –que por aquel entonces vivía en Bilbao– cuya letra se recogía en un folleto encabezado con un dibujo de su amigo José Arrue Valle (1885-1977), el artista de moda en aquellas épocas, retratista del mundo rural añorado.

Aquellas coplas se vendieron, siguiendo la costumbre de la época, para que la gente pudiese seguir la obra —al no haber megafonía éste era el método habitual— y de paso para sacar algún real con el que tomarse luego algunos cuartillos de vino.

Y esa fue la causa de su tragedia, el no tener en cuenta que los edictos municipales recogían bien claro que no se podía vender nada: «Queda prohibida la circulación de comparsas y estudiantinas por la vía pública, exceptuando las que lleguen de fuera de la provincia […] sin que puedan postular ni vender coplas en la vía pública ni en los cafés y otros establecimientos». Más claro, imposible.

Eran años tensos por motines, huelgas, etc. y no se dejaba que ningún detalle escapase del control policial. Hasta se había pensado en suspender aquellos carnavales por el riesgo que suponían… Pero todo aquello sonaba a chino a los chicos de la aldea y, creyéndose intocables, no hicieron ni caso. Y se armó la marimorena.

A pesar de alegar ante las autoridades que tan sólo habían pedido la voluntad por los libretos –que por cierto, también quedaba prohibido– los numerosos testimonios dejaron patentes que sí los habían vendido. Y todo acabó en un pequeño alboroto y, dicen algunos y las canciones posteriores que hacen referencia al suceso, que dieron con sus huesos en el calabozo o perrera: «En Bilbao al perrera no nos han de meter, cansiones de quimera que no nos gusta haser. Además, verdaderos bilbaínos los que son, tienen para los aldianos abierto el corasón».

Ellos sospechaban que alguien afín al Marqués de Urquijo, había dado el chivatazo de que eran gente «polémica» pero nunca se pudo probar. El marqués era una isla liberal dentro del océano carlista de Laudio y la hostilidad frente a aquel ricachón era una realidad patente en ciertos ambientes populares. Pero nos extraña que fuese así porque era el mismo marqués quien cubría los gastos de la elaboración de aquellas carrozas con forma de caserío, unas carrozas que luego quedaban en los jardines de su palacio, como un elemento pintoresco más.

En opinión de otros testimonios, a pesar de que así lo contaron y cantaron —y cantamos en la actualidad— no acabaron en ningún calabozo y todo se redujo a una reprimenda y una vejatoria y cuantiosa multa.

Y es así como aquel día de gloria acabó en desastre. Con la humillación además de quien se siente ofendido y vapuleado. Por ello es aún una anécdota muy sonada, comentada y celebrada en Laudio y alrededores, porque la tradición oral se ha encargado de mantenerla viva.

De aquella cuadrilla surgiría años después el glorioso club Rakatapla (1931 aprox.) y, décadas más tarde y con un Ruperto Urquijo ya anciano, Los Arlotes (1950 aprox.). Un grupo éste cuya canción más identitaria, titulada Carnavales, grita a los cuatro viento que «Que digan lo que digan ya estamos aquí, nos traen los Carnavales…» y, por si acaso, pone en aviso a los oyentes de que todo aquello fue un error: «…no pedimos nada a nadie porque eso está prohibido pero si echan a la calle será muy bien recibido«. Con terquedad se defiende aún que no se vendieron, buscando un resarcimiento cara a la historia.

Yo soy miembro de este coro, arlote por tanto y chico de aldea a partes iguales, y a mí no se me despistan estas fechas. Por eso sé que ha pasado un siglo exacto… y aquí ando dándole vueltas sin saber cómo poner fin a aquella necesidad de venganza que nos transmitieron nuestros predecesores, que hemos mantenida encendida durante diez décadas y que no podemos cerrar en vacío. Porque las eternidades son muy tediosas.

Se me ocurre el echar el guante a la asociación bilbaína que lo desee o al mismo ayuntamiento y que nos invite a bajar a las Siete Calles a compartir unos potes y a llenar de música y color el ambiente bilbaíno, como sucedió hace ya cien años. Porque preferimos solucionarlo de una vez por todas y vivir lo que nos quede en paz. Que tan de aldea no somos ya…

ANEXO CON LOS DOCUMENTOS ORIGINALES (ARCHIVO MUNICIPAL DE BILBAO). Tienes una visión normal de los documentos. Pero si pinchas en los enlaces podrás además acceder a los documentos con gran resolución, para poder descargarlos e imprimirlos con calidad.

Bando municipal con las prohibiciones para aquellos carnavales:

[Expediente tramitado por el Ayuntamiento de Bilbao en virtud de instancias presentadas por varias comparsas y estudiantinas, solicitando permiso para desfilar por la vía pública durante el Carnaval de 1918, y de la moción del concejal Facundo Perezagua proponiendo la supresión de dicha fiesta por considerarla inoportuna ante de la situación de crisis que se atraviesa. INCLUYE: Programa de la comparsa Los Chicos de la Aldea para las fiestas de Carnaval de 1918 que incluye un dibujo firmado por José Arrúe. Impreso por la Imprenta Sucesores de Aldama en Bilbao. Bando promulgado por el Ayuntamiento de Bilbao haciendo saber al vecindario las disposiciones adoptadas para la celebración del Carnaval los días diez, once y doce de febrero de 1918]
Solicitud que junto al libreto presentó al ayuntamiento de Bilbao el laudioarra Juan Etxebarri, en representación de Los chicos de la aldea:

Detalle del encabezado del libreto, precioso dibujo de José Arrue:

Anverso del libreto con la obra a interpretar:

Reverso del mismo:

 

====================================
Si te ha gustado y crees que puede interesarle a más gente, COMPÁRTELO. Y si quieres recibir más notas de este estilo, no dudes en darle al “AGREGAR A AMIGOS” a mi perfil de facebook («felixmugurutza»): me voy a esmerar por no defraudarte ni aquí ni en la realidad exterior.


====================================

Artikulu guztiak / Todos los artículos

El parto de la Vijanera

Cuando en un tema de investigación no tenemos datos lo suficientemente sólidos como para salir de la más peregrina especulación, lo ideal es contrastar el fenómeno que nos interesa con otros similares y así, por simple comparación, dilucidar algunas carencias del primero o proponer algunas nuevas interpretaciones.

Con esa intención, la de enriquecer el conocimiento de los carnavales y ritos de invierno de nuestra geografía vasca, viajé hasta Silió (Cantabria, entre Torrelavega y Reinosa) a visitar la Vijanera, una sobrecogedora mascarada rural que pasa por ser uno de los más madrugadores carnavales —el primer domingo de enero— de los que se celebran en Europa.

Por medio de diversos personajes y actos, los vecinos del lugar escenifican la eliminación de lo nocivo del año saliente y se preparan, tras purificar el entorno, para recibir al nuevo año que nace allí mismo en forma de animal, símbolo de prosperidad y bonanza. Son prácticas que se remontan a los orígenes de nuestras culturas, con varios siglos de antigüedad. Por ello sentí al escuchar aquellos atronadores cencerros que estaba conectando con algo muy íntimo y sensible de mi existencia y antepasados, con unas emociones que habían permanecido hasta entonces ocultas para mí. A ver si os gusta.

No había justificación posible. Salir a la carretera en plena alerta amarilla por vientos y lluvias, desoyendo todos los avisos e inmerso en unos aguaceros que arreciaban sin cesar era una imprudencia de manual, se mirase como se mirase. Por no hablar del feo imperdonable hecho a la familia a quien planté en el encuentro propio de la fecha. Ganando puntos… Pero a estas alturas me da ya igual acabar en el infierno cuando me llegue la hora. Porque no podía pasar un año más sin vivir y sentir la Vijanera, aquel carnaval rudo y tempranero con el que tanto había soñado.

Así, en la jornada de Reyes, a media mañana y aún relamiendo el roscón del desayuno, me eché a la carretera para hacer los 165 km que me separaban de la rural población de Silió, en el municipio cántabro de Molledo, en donde se había de producir el ritual de la Vijanera un año más.

Y allí estaba yo, con la única compañía de mi soledad, deambulando la tarde y noche anterior a la fiesta por entre aquellas casas humeantes, con la incesante nieve que ya caía sin compasión. Porque para sentir estas cosas, para que te conmuevan y zarandeen las entrañas, hay que vivirlas así.

Algún mayor del lugar me susurró que los jóvenes de la Vijanera estarían toda la noche de fiesta y que podría unirme a ellos. Pero no buscaba bullicio sino clausura emocional. Dejaría para ellos su vigilia, para que ayudasen a romper al amanecer del nuevo día, el de la fiesta, siempre el domingo siguiente al día de Año Nuevo.

Sea como fuere, ya a las seis de la mañana retumbó el primer cañonazo de pólvora que, en una noche negra como pocas y con unos aguaceros incesantes, sonó esperanzador pues daba a entender que ya comenzaba un nuevo día: el esperado. Me encontraba en la más estremecedora soledad, en una autocaravana, en las afueras del pueblo, en medio de la nada. Otro bombazo y otros más hasta que la tenue luz rompió el día. Y más… se intuía que la jornada iba a ser alocada.

Por más que había intentado informarme en el pueblo la tarde anterior, nadie era capaz de precisar nada de la mascarada, porque ni los mismos organizadores deben saber a ciencia cierta cuál será el recorrido exacto de los primeros personajes ni los horarios. Todo se improvisa. Así es que poco a poco fuimos los visitantes y locales apostándonos por diversos puestos desde los que, con un poco de suerte, poder inmortalizar la fiesta con nuestras cámaras.

La Vijanera es un carnaval rural de gran raigambre y que, a pesar de celebrarse antiguamente en otros pueblos de la comarca, hoy pervive tan sólo en Silió.

Se recuperó tras un lapsus impuesto por la prohibición expresa del franquismo. Para rememorar aquel carnaval previo al dictador, quizá la mejor referencia sea la ofrecida hace más de un siglo por Hermilo Alcalde del Río (Las pinturas y grabados de las cavernas prehistóricas de la provincia de Santander, 1904). Dice así:

«El último día del año [como vemos la primitiva coincidía más rigurosamente con el inicio de año] se celebra en determinadas aldeas una fiesta llamada de la vijanera o viejanera, que consiste en ciertas danzas que pudiéramos denominar salvajes. Al romper el día, los individuos que toman parte activa en el festival y que suelen ser los dedicados al pastoreo principalmente, se lanzan a la calle cubiertos de pies a cabeza con pieles de animales y llevando colgados a la cintura innumerables cencerros de cobre. Enmascarados con tan original y salvaje disfraz, corren, saltan y se agitan como poseídos de furiosa locura, produciendo a su paso un ruido atronador e insoportable. Entregados a este violentísimo ejercicio pasan el día, y entre ellos será el héroe de la fiesta quien haya derrochado mayor energía y agilidad en sus movimientos y sea el último en rendirse al cansancio. Al caer la tarde se congregan en el límite fronterizo a la aldea vecina, sin traspasar los linderos que las separan, y allí esperan a los danzantes de ésta, si en ella se ha celebrado igual festejo. Cuando se encuentran de frente ambos bandos, se preguntan en alta voz: ‘¿Qué queréis, la paz o la guerra?’ Si los interrogados responden ‘la paz’, avanzan unos y otros, se confunden en fraternal abrazo y dan principio seguidamente a la danza final. Si, por el contrario, la respuesta es ‘la guerra’, lánzanse los unos contra los otros y se muelen a golpes hasta que sus cuerpos, ya rendidos y quebrantados por el ejercicio del día, dan por tierra tan bien asendereados y maltrechos, que es precisa la intervención de los vecinos pacíficos para irles transportando a sus hogares. Y así es como termina esta fiesta que, hoy, ya sólo en muy contadas aldeas se celebra».

En su desaparición debieron tener su influencia las críticas por parte de las autoridades clericales y las civiles, que no veían con buenos ojos la actuación de aquellos pastores asilvestrados. En la cercana población de Arenas de Iguña [donde se perdió para siempre la Vijanera] se recoge su prohibición en las ordenanzas locales de principio del XX: «…se prohíbe terminantemente lo que en los pueblos de este distrito se llama Viejenera con pellejos y campanos, por parecer impropio de un país culto y los perjuicios que se ocasionan al vecindario y en mayor escala a los transeúntes. Los contraventores incurrirán en la multa de una a dos pesetas, sin perjuicio de lo que proceda por la inobediencia».

Sin embargo, tan sólo medio siglo atrás, no parecía en absoluto turbar a las autoridades: «Se dio a los mozos de La Vijanera diez y siete reales por media cantara de vino blanco» (acuerdo del concejo de La Serna de Iguña, 1853). La Iglesia, por el contrario, siempre fue beligerante con esta costumbre: «…unos feos mascarones semejantes y aún más ridículos bichos que los que se visten de disfraces por Carnestolendas […] Los bichos más ridículos que los que se visten de disfraces por Carnestolendas deben corresponder a los del 1 de enero cuya tradición se mantuvo viva durante la Edad Media, según acabamos de ver…» dictaminó nada menos que la Inquisición en 1786.

En la actualidad es una celebración con fuerza, bien organizada y que atrae anualmente a infinidad de curiosos. El otro día tomaron parte unos 170 participantes que adoptan las formas de diversos, innumerables y complejos personajes, cada uno con su función. Todas las figuras —también las femeninas— están reservadas a los hombres que no dudarán en ataviarse para parecer lo más femeninos posible. Esta característica no debe interpretarse como fruto de una supremacía social masculina sino algo más profundo ya que, por lo general, en todo ritual de fecundidad, de incitación a la activación de la naturaleza, etc. corresponde a lo masculino, por considerarse la naturaleza, con su flora y fauna, femenina.

En este mismo diario Deia, hemos leído interpretaciones diferentes al respecto (Juan Antonio Urbeltz: Carnaval de langostas), respetables, pero que, ante la presencia de ciertos elementos nos invitan a pensar en la interpretación clásica del despertar de la naturaleza.

Antiguamente la Vijanera se celebraba el último o primer día del año. Con ello entroncamos con aquellas costumbres que ya se amonestaban así: «No se permite hacer el becerro ni el ciervo el día 1 de enero, ni celebrar costumbres diabólicas».

También me parecieron a mí diabólicas las dos interminables horas de espera apostado junto a una alambrada. Pero, por fin, irrumpieron montaña abajo unos extraños personajes que simulaban ser animales, árboles… No dudaron en pelearse y revolcarse entre los prados totalmente encharcados, frente a nuestra atónita mirada. En teoría se escenifica el apresamiento del oso, la representación de la maldad. La irrupción del temido plantígrado da inicio a la fiesta y, tras pasear encadenado por todos los escenarios de la mascarada popular, será ejecutado. Es este violento hecho el que pone punto y final a los actos de la Vijanera, por entenderse que el bien ha subyugado y vencido al mal.

Todos los personajes parecían agitados y enardecidos por el rítmico e incesante sonido de los zarramacos , los personajes más notables de la fiesta, provistos de grandes zumbas (‘campanos’) bien sujetas a sus espalderas de piel de oveja. También las pocas horas de sueño –si las hubiese– ayudarían a hacer volar a ese personaje, lejos de la persona que lo porta, como si se tratase de un desdoblamiento de personalidad.

Estremece el pensar que restos fosilizados de estos carnavales existen por toda Europa, guardando grandes similitudes entre sí, lo que nos habla de su arcaísmo. O referencias tan antiquísimas como las de San Agustín (354 – 430) sobre las fiestas de inicio del año y que nos asoman a la vertiginosa negrura de los tiempos: «¿Hay locura mayor que la de cambiar, con un vestido deshonroso, el sexo viril para adoptar la figura de una mujer? […] ¿Mayor que vestirse con una piel de animal, semejarse a la cabra o al ciervo, de forma que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se parezca al demonio?».

Al margen de estos personajes que descienden de las montañas, otros flanqueados por sus correspondientes zarramacos hacen enloquecer mientras tanto el casco urbano, esperando juntarse con aquellos que poco a poco descienden de las empinadas laderas, para fundirse en un solo grupo hasta el final de la fiesta.

Una vez reunidos, todo se transmuta en locura y nada tiene sentido aparente. Como imbuidos por el infernal sonido de los cencerros, los zarramacos parecen entrar en una especie de trance en el que se mezclan la agitación convulsiva de sus cuerpos con la extenuación física, lo diabólico con lo humano. La lluvia incesante añadía más vistosidad al acto, empapados y con chorros de agua que limpiaban su negra tez según se deslizaban por el rostro.

Corren todos a “la raya”, el límite de Silió con el pueblo vecino para reclamar la territorialidad al desafiante grito de «¿Queréis, la paz o la guerra?» un límite que a través de la historia se ha ido pugnando con diferentes poblaciones.

Hoy, sin enemigos que hagan frente a la comitiva, todo es alborozo al sentirse vencedores. Atronan entonces los cencerrones quizá para olvidar que en situaciones similares se daban antaño grandes heridos e incluso muertos en estas contiendas.

Acto seguido se regresa al centro del pueblo, todo ello inmerso en un ambiente de hilaridad desatada y de cierto punto grosería para con el visitante, al que pueden llegar a empujar o dar algunos golpes con un palo o con piezas empapadas en agua: una generalidad más de todos los carnavales.

En un lugar determinado, se da lectura a las coplas preparadas para la ocasión y que cantan varios personajes. Hacen afiladas críticas a gobernantes, sociedad, violadores, actuaciones políticas, laborales… que son aplaudidas con gran entusiasmo por medio de los enloquecedores cencerros. Así se pone fin a lo malo del año anterior y se prepara todo para el parto del año nuevo, simbolizado por un grotesco personaje que, atendido por los médicos, da a luz a un animal, como símbolo de prosperidad para el año entrante. Se trata del «parto de la Preñá«. En esta ocasión un lechón de cerdo –muerto– apareció de entre las entrañas de aquella simulada parturienta de piernas varoniles enegrecidas de vello. No había nada que temer ya al nuevo año…

Con los cuerpos cada vez más exaltados por el alcohol ingerido, bajo la románica iglesia de San Facundo y San Primitivo se da muerte al oso que, en el caso del otro día, no dudó en yacer sobre los charcos y bajo una incesante lluvia. Para colmo de males, los niños apaleaban a esa figura que representa el mal, sin recordar que dentro de esas pieles había una persona de verdad…

En el cercano bar, unas muchachas cantaban piezas que, al son del pandero, hacían perder el juicio a los zarramacos, ya totalmente entregados al desfase, al exceso y al desfallecimiento.

Y en ese preciso instante me percaté de que, finalizado todo el ritual de la muerte del año anterior y el nacimiento del nuevo, nada pintaba allí y que debía regresar a la carretera. A pesar de que el que había hecho de médico en el parto me insistía con un «¡No me jodas, boinista! [en referencia a la txapela que cubría mi cabeza] ¡Quédate que ahora llega lo mejor! ¡No marches y vas a ver qué fiesta nos montamos!». Pero no era aquel mi lugar y sí el suyo

Por eso decidí dejar atrás a los sobrecogedores personajes de la madama, el mancebo, el marquesito, los trapajones o naturales, los traperos, el oso y su amo, el pasiego y la pasiega, el caballero, la Pepa o Pepona, el médico, la preñá, el húngaro y las gorilonas, el viejo y la vieja, los danzarines blancos y negros, el caballero, la giralda, las gilonas, la zorra, el zorrocloco, el ojáncanu, los guardias, los guapos, el afilador, la pitonisa, la bruja, el diablo… que me habían hecho compañía todo el día.

Con el alivio de descalzarme por fin las botas de goma y tras picar algo, ya en el crepúsculo del día, acometí el recorrido de los fatigosos 165 kilómetros de regreso hasta casa.

Pero fue algo más. Una sensación de emerger de un mundo onírico e irreal, de la profunda sima del tiempo de nuestra historia.

Ya en casa, dormí muy agitado, con apariciones constantes de personajes vijaneros en mis pesadillas, con zarramacos que no dejaban de ensordecerme y con extraños y recurrentes sueños eróticos, como si de una llamada a la fertilización fuesen.

Todo acabó con el sonido del despertador. Conduciendo hacia el trabajo en este día de regreso a la normalidad tras las vacaciones navideñas no daba crédito a lo vivido, en una perturbadora amalgama entre la realidad y lo soñado que de la que aún no he conseguido desligarme.

Eso sí, cada vez soy más consciente de que en ciertos momentos hay que entregarse a los insensato, a lo temerario, a la locura… como el ir a conocer la Vijanera en pleno temporal y vivirla desde dentro solo…

Dedicado a la memoria de Martín Mugurutza Mendiguren, tío, sangre de mi sangre, que nos dejó para siempre el 31 de diciembre. Como en la Vijanera, apartó lo funesto de la vida vieja y se adentró en un nuevo estado de eternidad y descanso. Por la sabiduría que me aportaste. Por llorar juntos las ausencias de seres queridos. Por las raíces. Por ti…

Neguari, argi eske

Gizakia gizaki denetik, beldurra izan dio neguari. Horregatik, gure arbaso urrunen helburu nagusia zen urtaro latz hori ahalik eta azkarren igarotzea… ahalik eta ondoen… bizirik, azken finean.  Horretarako, ez zuen konfiantza nahikorik berarengan edo bere tribuaren indarretan eta, desesperazio ezindu hartan, mesedea eskatu behar zien bestaldeko indarrei, kosmosari edo dibinitateei , esan bezala, nola edo hala, argi urriko egun haiek zeharkatzeko.

Zer esanik ez, itxuraldaturik iritsi zaizkigu behinolako erritu haiek. Baina hor ditugu, eskuartean, ehunka edo milaka urte dituzten ohitura batzuen azken testigantzak, betiko galdu aurretiko azken uneotan.

Horra doazkizue nire eskarmentu pertsonaletik erauzitako ohar hauek, bizirik ditudan aita eta amari sutondoan, bazkalosteetan, presarik gabeko arratsalde euritsuetan entzundakoak, haiek nik ez bezala, barru-barrutik sentitu eta praktikatu dituztelako herri-ohitura horiek, negu bat bestearen atzetik garaitzeko.

Gaur egun, nahikoa da etengailu bat aktibatzea ezkutuko iluntasunari, hau da, gaizkiaren mendeetako bizitoki kontrolaezinari diogun beldurra uxatzeko. Alabaina, ez da horrela izan herri gisa egin dugun bidearen zati handienean. Duela gutxi arte, negua iristeak, hotza, gabezia eta pobrezia ez ezik, indar txarren ahalduntzea ere bazekarren, «beste aldekoena», oso argi ordu gutxi izanik inoiz baino gehiago hedatzen baitziren. Ziurgabetasuna eta beldurra, azken finean.

Hainbestekoa zen, ezen bizirik irautea ere zalantzan jartzen baitzen. Edozelan ere, garai hori gainditu beharra zegoen; gutxienez, kukuaren kantua entzun arte: urte bateko iraupena bermatzen zuen dudarik gabeko ikurra. Eta hobe zen entzutean poltsikoan dirua izatea, ordutik aurrera gabeziarik gabe bizitzearen sinboloa baitzen.

Gure herrian, gure aitita-amamek hainbat erritu praktikatzen zuten: belaunaldiz belaunaldi errepikatu dira ohiturak, zeruen, jainkoen edo, urrunago joan gabe, patuaren faborea bilatzeko helburuarekin.

Bada, Laudion XX. mendearen hasiera arte basotik oso enbor handia hartzen zuten sua egiteko, urte osoan etxeetan piztuta mantendu behar zena. Haren errautsek kortak, zelaiak, ibai zabalak eta abar bedeinkatzeko balio zuten; baita etxebizitzak piztiengandik eta ekaitzetatik babesteko ere. Ez da zaila zuhaitz magiko hori antzeko erritu batzuekin lotzea. Esaterako, Kataluniako «Tió nadal», Aragoiko Gabonetako «tronca» edo «toza», Europa iparraldeko Eguberrietako zuhaitza… denak ere kristautasuna zabaldu aurrekoak, dudarik gabe. Ezta «Olentzero», Kantabriako «Esteru», Galiziako «Apalpador» eta abarrekin lotzea ere.

Gabonetako enbor magiko horri «Olentzero-enborra» esaten zitzaion hainbat herritan. Neguan irauteko zuhaitz oparoa, emankorra eta elikagaiduna; egun, hainbat opari, jostailu eta abar bilakatua.

Halaber, ezin genezake ahantz mantelaren azpian Gabon gauean moztutako lehen ogi zatia gordetzeko tradizioa; batzuek badugu ohitura hori oraindik. Urte osoan amorrua sendatzeko balio zuen, etxea babesteko… baita beste helburu batzuetarako ere, egun ahaztuak dauden arren; gainezka egitear zeuden uholdeak beheratzeko, adibidez.

Honetaz, zerbait dugu idatzia «el arca de no se» blogean:

http://blogs.deia.eus/arca-de-no-se/2016/12/23/pan-magia-y-rituales-en-nochebuena/

Baina ez zen ogia magikoa zen bakarra, Gabon gaueko afari osoa baizik. Hainbestekoa zen haren garrantzia, ezen animaliekin ere konpartitzen baitzen haren onura. Hala, duela urte gutxi arte, baserrietan gau horretan hobeto ematen zitzaien jaten txakurrei, ardiei, untxiei, oiloei eta abarrei. Beti bukatzen zuten astoarekin, baserriaren ekonomiaren aliatu handiarekin, nahiz eta traturik okerrena eta umiliagarriena hark hartzen zuen.

Eguberria pasatutakoan, oroigarri txikiak trukatzeko erritua iristen zen: komunitatearen babesa sinbolizatzen zuten, zorigaizto indibidualen aurrean. «Agilando» gabonsaria zen, gerora «aguinaldo» bihurtuko zena. Mutilek neskei Urteberri eguneko arratsaldean egiten zieten oparia. Neskek mutilei, berriz, Errege edo Epifania egunean egiten zizkieten.

SAN ANTON
Gabonak igarota, laster iristen zen kristautasunaren lehen eremitatzat hartua den santuaren jaia: San Antonio Abad, «San Anton» ere esaten zaiona. Etengabe erritu jakin batzuk egiten zituzten, egun goibel horietan zortea alde edukitzeko. «San Antón, huevos a montón» esaten
da, argia ordu erdiz luzatzea nahikoa baitzen oilo erruleak aktibatzeko. Beste ohitura bat santu horren estanpa kortetan jartzea zen, ondasunik handienaren babesle zelakoan: etxeko abereen babesle. Egun hotz horiek egokiak ziren beste txerriren bat sakrifikatzeko; horra hor, gaztainekin batera, neguko goseari aurre egiteko miraría.

Jada gogoratzen ez den arren, ohitura zen errituetan sua piztea ere, eta animaliei jaiko tratua ematea. Egun horietan mandazainen mandoek ez zuten lanik egiten; normalean ukuiluratuta egoten ziren animaliei euren kasara paseatzen eta bazkatzen uzten zieten eta abar.

KANDELERIO
Egun bat geroago iristen zen Kandelaria edo Kandelerio eguna, otsailaren 2an, urteko erritu gehien pilatzen duen garaiari hasiera emanez. Hala, elizako kandelak bedeinkatzen ziren. Bolada labur batean piztuta egon behar zuten kandelek tenpluan, botere osoa eskura zezaten. Horren ostean, ekaitzen kontra erabil zitezkeen, haiek uzta arriskuan jar baitzezaketen. Gatz pixka bat botatzen zitzaien pizten zirenean, eta suari ereinotz bedeinkatua gehitzen zitzaion. Hori gutxi balitz bezala, aizkora bat jartzen zen etxetik urrun, alde zorrotza gora zuela; eliza eta ermitetako kanpaiak jotzen ziren, edo apaiz batek hodeien kontra botatzen zuen bere zapatetako bat, ekaitzak hartu behar zuen norabidea adierazteko.

Kandelen egunak Jesus jaio zenetik 40 egun igaro zirela adierazten du, erditzear zen edozein emakumerentzako beharrezko purifikazio ezarritako epea. Haatik, Laudioko emakumeek ezin zuten ez elizara ez etxetik kanpo atera 40 egunetan. Badira oraindik ondo gogoratzen duten bizilagun edadetuak.

SAN BLAS
Kandelen egunaren hurrengoa San Blas da, gizaki eta animaliei jaten ematekoa, elikagaien beste bedeinkapen batekin –berriz ere etxeetako patuaren parte izanez–, era horretan osasuna bermatzeko. Haria bedeinkatzea ere ohitura zen, eta da orain ere, eztarria urte osoan babesteko. Tokian-tokian aldatzen bada ere, Laudion hauxe da ohitura errotuena: soinean eramatea, harik eta Aratusteetako astearte gauean, Hausterre egunaren bezperan, sutan erretzen den arte. Nola data horiek aldakorrak diren, urte batzuetan haría aste askoan eraman behar izaten dira lepoan, eta beste batzuetan, berriz, aurten bezala, aste batean baino ez.

SANTA AGATA BEZPERA
Atseden egun baten ondoren, beste gau magiko bat dator: Santa Agata bezpera, ugalkortasunaren aktibazioa, kristautasunak ezarria bularrak — gure lehen bizi-iturria— moztu zizkioten santu baten omenez.

Izan ere, gure nagusien esanetan, egun horietatik aurrera hasten da belarra hazten, lehen kimuak azaltzen, hegaztiak ugaltzen… Bizitza hasten da, esnatzen da… Lokartutako lurra estimulatzeko ez dago ezer hoberik lurra erritmo etengabean makilekin jo eta koru batekin laguntzea baino.

Duela mende bat, abesbatza hamalau lagunekoa izaten zen, eta zenbait multzo egiten zituzten, baserriak banatzeko. «Kantau edo errezau” esaldi erritualarekin hasten zen dena, lutoren bat errespetatu beharko balitz aukera izateko.

Inprobisatutako kopla sortek, koruak errepikatutako leloekin, etxeko neska ezkongaia aipatzen zuten, edo senargaiengandik espero ziren opariak. Txanpon batzuk izan ohi ziren, edo, are opari hobea, bazkariren bat, hurrengo eguneko askarian bukatzen zena, erremediorik gabe…

Euskarazko kopla horien ohitura gaztelerazko beste abesti batekin desagertu zen («Esta noche, día cuatro víspera Santa Águeda y mañana día cinco será su festividad…») eta, gero, Evaristo Bustintza «Kirikiño» (1866-1929) Mañariako idazle ezagunaren Aintzaldu etorri zen.

Aipatutako eguna pasatutakoan, aldakorra zen epe batek osatzen zuen Aratusteekiko (inauterietako) zubia. Aldakorra, zeren Aratusteak Aste Santuaren arabera ezartzen baitira, eta Aste santua Pazko egunak markatzen baitu: udaberriko lehen ilbetearen ondorengo igandeak.

ARATUSTEAK
Laudion aratusteak igandean, astelehenean, eta,bereziki, asteartean izaten ziren. Ez du zerikusirik larunbatarekin, azken hamarkadetan txertatu da eta.

Eta aurreko igandean, basoari eginiko eskaintza, Basaratuste (baso-aratuste) edo Kanporamartxo deitua: komunitate osoa baso bazter batera joaten zen eta joaten da txitxi-burruntzian prestatutako txerrikia jateko bertan.

Aratusteetan ohikoa zen oilar batekin eskean ateratzea: oilarra, arazte erritu batean txarkeria guztien erruduntzat jo, eta akabatu egiten zuten. Tostadak eta txerri hankak ez ziren mahaietan falta. Kontrolik gabeko egun horietan ez ziren gutxi elizaren bueltan ikus zitezkeen mozorro irrigarri eta iraingarriengatik apaizek jarritako kexak.

GARIZUMA
Baina dena zen oparotasunaren irudi faltsua, haragirik, sexurik, alkoholik, dibertsiorik gabeko epe baten aurreko fasea, Aste Santura arte iraungo zuena. Izan ere, ordurako indartua zeuden eguzkia eta argia, eta inork ez zuen bere bizitza kolokan ikusten. Kukua entzuna zuten, eta hori bazen nahikoa nire herrian, euskaldunon herrian, bizitza beste urte batez bermatzeko…