La bruja de Lezeaga: entre el mito y la realidad

Lezeaga —Lesiaga en dicción popular actual— es un conocido paraje del municipio de Laudio. Pero Lezeaga es también conocido entre nosotros por ser, según la tradición local, el territorio dominado por una legendaria bruja. Esa bruja es, asimismo, el personaje icónico de los carnavales actuales.

Pero en todo ello hay tal mezcla de conceptos, tal revoltijo de verdades y de falsedades, que se hacen necesarias unas líneas para ordenar un poco los datos.

PERSONAJE DE CARNAVAL. Si buscamos en Internet informaciones sobre la bruja de Lezeaga, encontraremos infinidad de referencias que hablan de una tradición ancestral del carnaval, cuyo origen se pierde en los tiempos y según la cual el pueblo de Laudio ajusticia ese personaje, descargando las iras sobre él y quemándolo como rito de purificación pagano. Basta con visitar la sacrosanta Wikipedia para encontrar referencias de este calado: «El Carnaval de Llodio tiene caracteres de carnaval urbano, aunque ha conservado alguna tradición del pasado rural de la localidad. Es el caso del personaje de la Bruja de Leziaga (sic), que recuerda la leyenda de la mujer que habitaba en la cueva de Letziaga (sic), se mesaba los cabellos con peines de oro y atraía con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva».

Es algo rotundamente falso pero que, una vez en la red, se copia y difunde como se inflama un reguero de pólvora. Sin embargo, curiosamente no encontraremos en ella ni una sola reseña a su realidad histórica. Y, a falta de otras referencias, también se está transmitiendo erróneamente en nuestros centros de enseñanza. Así es que, como hemos adelantado, vamos a esbozar unas líneas que pongan un poco de orden en ello, aunque quizá ya el daño sea irreparable.

Contrariamente a esas referencias de la Wikipedia y la infinidad de páginas de carnavales rurales, tradiciones vascas, etc. no tenía nada que ver el dichoso personaje con el carnaval, ni es ninguna «tradición del pasado rural de la localidad» ni existe ninguna referencia a que atrajese «con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva«. Es un invento moderno quizá para describirlo de un modo más idealizado. Pero nada de ello es realidad.

El origen. Al final del franquismo, bullían mil proyectos en la sociedad y los jóvenes que en ello participábamos, intentábamos recuperar todo aquello que sentíamos como muy nuestro y que, por su connotación de vasco, había prohibido el franquismo décadas atrás. También los Carnavales, inicialmente vetados en plena contienda, en 1937 y ratificada su prohibición en forma de ley en 1940, hace ahora 60 años. Eran tiempos en los que tocaba reconstruir lo arruinado por el dictador y su genocidio cultural.

Cuando muchos de nosotros, ilusionados, intentábamos recuperar «nuestra identidad» hicimos varias reuniones para ver cómo plantear los nuevos carnavales. Yo contaba con 16 años y nos reuníamos en el instituto, donde estudiaba. Por mi juventud, participé en alguna de las reuniones si bien el peso lo llevaban los que eran algo más mayores. Se acordó que había que hacer un carnaval como en los pueblos más referenciales y recrear un personaje icónico al que ajusticiar como acto de purificación del mal acumulado y así dar paso a una nueva época de prosperidad y felicidad. Se trataba de copiar o imitar lo mejor que se conocía en Euskal Herria.

Esa figura del mal se encarnaba ya de modo tradicional en los carnavales populares de Laudio y todo el Alto Nervión con la figura de un gallo que se paseaba en una cesta por todas las casas mientras los jóvenes pedían para hacer una merienda. Al final era ajusticiado y muerto. Pero por aquel entonces la costumbre local nos parecía muy desvalida, pusilánime, y necesitábamos algo más potente y emblemático: lo de fuera siempre era mejor que lo nuestro.

J. C. Navarro. En aquellas reuniones, como representante municipal y secretario —la implicación municipal en este tipo de iniciativas era muy grande, con el novedoso gobierno de Herri Batasuna, liderado por el alcalde Pablo Gorostiaga— actuaba el funcionario Juan Carlos Navarro Ullés que, a su vez, era y es un reputado historiador local. Entre tanta divagación desnortada, él mismo, que tenía voz pero no voto, sugirió que por lo que escuchaba y por lo que parecía que se buscaba, tan solo existía un ser de leyenda con el mínimo renombre para poder adecuarse y convertirse en personaje identitario. Y, tras las oportunas explicaciones, convenció a todos, más que nada porque no se vislumbraba otra opción posible. Es más, la comisión le encargó a él mismo que se hiciese cargo de la elaboración física del personaje. Algo de calidad porque iba a salir año tras año y había que quedar a la altura que las circunstancias merecían.

Era el año 1981 y para el año siguiente, 1982, ya salió por primera vez la bruja de Lezeaga como personaje carnavalesco de Laudio. Por cierto, unos carnavales que, siguiendo la tradición, tenían su día fuerte en el martes y no en el sábado previo actual. Como hemos adelantado, fue el mismo J. C. Navarro el responsable de encargar una máscara que, en el instante previo a ser quemada, se sustituía rápidamente por una más basta y sin calidad. La figura la realizó un artesano apodado Txekun que formaba parte del grupo de teatro de calle Akelarre, de Bilbao, con sede y taller en el muelle de Marzana, tal y como en su día me refirió el mismo Navarro.

Imagen de la primera bruja de Lezeaga que desfiló los años 1982 y 1983. Foto cedida por Patxo Santamaría

Pero en 1984 algún gamberro quemó la máscara original y hubo que construir otra, con menos pretensiones por si sucedía lo mismo y tirando de jóvenes artesanos locales: Fontso Isasi, Javi Ramírez y César Fombellida. A partir de ahí, todo es rodar en el tiempo hasta este año que nuestro personaje ha desfilado en 2020 por trigésimo novena (39ª) vez.

Imagen de la figura actual del personaje de carnaval, la Bruja de Lezeaga

EL MITO. Son bastantes las referencias populares de brujas —en euskera sorgin— en Laudio pero es cierto que existe una cuyo renombre alcanza a todo el pueblo: el de la bruja de Lezeaga.

En teoría, según creencias aún bien conocidas entre los de más edad, habitaba en la parte baja del barranco de Iñarrondo —pegante a Lezeaga— y por allí hacía sus fechorías, aunque se la recuerda siempre como un personaje no maligno. E, insistimos, nada de «engatusar a los pastores» como en tantas referencias de Internet encontramos.

Las únicas y exiguas referencias que disponemos hablan de una bruja que hace el papel similar al de las lamias, a tenor de lo escuchado en cierta ocasión por J. C. Navarro (el que dio la idea del personaje para nuestro carnaval) a Eugenio Perea quien, acompañando de niño a su padre, se estremecía al pensar que debía pasar junto a las rocas del barranco de Iñarrondo donde, según se decía, solía peinarse la conocida bruja. Aunque él nunca la llegó a ver, aseguraba haber presenciado púas de peine y cabellos en el lugar.

Santuario de Santa María del Yermo enclavado en plena montaña, lugar de antiguas leyendas populares

También al hacer el Marqués de Urquijo las obras para la primera conducción de aguas potables al municipio en 1879, las muchas de averías y fugas iniciales fueron atribuidas en los ámbitos populares a la bruja de Lezeaga, que al parecer no estaba muy conforme con que perturbasen su territorio y tomaba la venganza a su manera, rompiendo y desajustando las tuberías. No sería de extrañar que fueran actos de sabotaje, pues la toma de esas «aguas de todos» para uso del nuevo palacio del marqués, fue muy contestada popularmente. No conocemos más testimonios que aporten novedades: tan solo reseñas que no hacen más que dar más difusión y amplificar la leyenda.

Que conozcamos, la primera referencia documental de nuestras brujas la da Becerro de Bengoa en su libro Descripciones de Álava (1880) en donde, al describir las canteras de los montes que rodean el municipio de Laudio, dice: «…y las de Leshéaga (sitio de las cuevas) con sus tradiciones sobre las brujas». No conocemos nada anterior. Pero nos habla de brujas y no de una concreta como hoy nos es incuestionable.

REVISIÓN HISTÓRICA. Es llamativo que alguien tan versado en el tema como lo fue José Miguel de Barandiaran, al estudiar e intercambiar muchas informaciones sobre ese lugar a principios de XX, nos hablase de que, sobre el santuario en la zona superior de Lezeaga, «es tradición en Santa María del Yermo que antiguamente aparecían lamias peinando sus cabellos«. Lamias pero nada de «la bruja».

Al igual que cuando nos habló de una muchacha que, por encantamiento de las brujas que habitaban en la cavidad de Sorginzulo en Lezeaga, se convirtió en una de ellas por conseguir un puente. Recogió el sacerdote de Ataun en sus notas manuscritas que «a la cueva donde se metieron, la teme la gente, pues dicen que suele presentarse en ella la chica convertida en bruja» tal y como lo publicamos en su día: La maldición de Lezeaga. Sin embargo no llegó a publicar en sus trabajos esta leyenda que le habían referido. Era consciente de que era una fábula clonada en infinidad de lugares y debió detectar que era algo de novedosa creación.

Y es que, en la actualidad, se está dando una visión revisionista a lo que conocemos como mitología vasca. Y sabemos que infinidad, muchísimas de esas leyendas, fueron creadas a fines del XIX como fábulas propias del ambiente de romanticismo de la época. Hay que hilar fino por tanto para discernir entre lo tradicional y popular y lo modrrno y cultista.

Yo, a la vista de los datos, creo que nuestra Bruja de Lezeaga, la que hoy nos parece tan irrefutable, es un personaje recreado en aquellas épocas por vía culta y no popular, para añadir una atmósfera misteriosa al entorno. Lo mismo y de la misma época que esa otra creencia tan extendida que atribuye la edificación del santuario del Yermo a los templarios.

No sería de extrañar que esas leyendas, y en especial la de «la bruja de Lezeaga», presentada como un personaje único, surgiesen del entorno del palacio del primer marqués de Urquijo apoyándose en la verdadera tradición popular de la presencia de lamias en el entorno. En una época en la que era habitual hacerlo. Quizá hasta con el fin práctico de disipar o desviar la atención popular sobre aquellas «sobrenaturales rupturas de tuberías» —probablemente sabotajes— en su conducción de aguas.

O de mano de aquellas afamadas romerías que muchachos de Bilbao organizaban en ese entorno en las décadas a caballo entre el XIX y el XX, quizá para añadir más encanto a aquellos urbanitas que acudían sedientos de cultura rural.

Que alguien tan versado en mitología y leyendas vascas como José Miguel Barandiaran no recoja nada de nuestro personaje concreto e incluso desprecie lo más próximo a ello es una prueba, a mi entender, irrefutable. Nada menos que en fechas tan tardías como 1935.

Eso sí, en todas nuestras encuestas etnográficas los mayores nos han hablado de la archiconocida «bruja de Lezeaga«. Pero todos esos informantes son hijos ya de muy avanzado el siglo veinte, varias décadas después del nacimiento del mito. Al parecer, todo es cuestión de tiempos. Que la bruja de Lezeaga me perdone. Y el mismo pueblo de Laudio, porque soy consciente de que no va a gustar: el mito siempre es más cómodo que la realidad.

Sobre nuestras TOSTADAS

Nos encontramos en fechas de culminar los encuentros familiares con tostadas, sin duda el postre emblemático de nuestro Carnaval. Pero en lo tocante a nuestro entorno cultural, poco –o más bien nada– se ha hurgado en ello. Así es que vayamos directos al postre.

Desde luego que no vamos a atribuirnos los vascos la creación del postre tal y como, en una cortedad de miras, algunos intentan creer. Al contrario, es un postre ya conocido desde hace dos milenios, gracias a Marcus Gavius Apicius, un gastrónomo romano del siglo I d. C., al que se le atribuye la obra “De re coquinaria”, una de las principales fuentes para conocer la gastronomía en el mundo romano. En su versión más actual, nos llega a fines de la Edad Media vía Francia, según lo comúnmente aceptado.

Pero lo que sí es vasco, en lo que a especificidades se refiere, es en el nombre que las denomina, “tostadas”, (también en Cantabria) pero radicalmente diferente a Castilla, etc., en donde se conocen como “torrijas”.

Tostadas de crema

EN CARNAVAL Y NO EN CUARESMA. También hay otra especificidad propia vasca. A pesar de encontrarnos con un postre de origen común para todos, en lo general, se trata de un dulce típico de la Cuaresma, para hacer frente con un mínimo placer a las estrecheces de la impuesta penitencia eclesiástica. Pero, no sé si por llevar la contraria o porque somos unos vivalavirgen, en Euskal Herria es un postre típico del Carnaval, período en el que el exceso y desorden alimenticio campan a sus anchas, justo lo opuesto a las costumbres que nos rodean.

En la zona en donde nací, respiro y siento –Laudio, Aiaraldea, zona a caballo entre Bizkaia y Álava–, se consumían casi inexcusablemente el domingo y, sobre todo, el martes de Carnaval, el día grande por excelencia. Sin embargo, como sucede hoy en día, es un postre que no desentona en un período más amplio, en el del carnaval entendido como aquel de purificación y despertar de la naturaleza y que arranca desde más atrás. Así, se da como pistoletazo de salida a la temporada de tostadas en la mesa a partir del 2 de febrero, día de Candelaria. Tengamos en cuenta que el período apto puede ser muy largo o corto dependiendo de los años, ya que el martes de Carnaval –último día para comer tostadas– fluctúa entre el 3 de febrero y el 9 de marzo.

TXARRIPATAS. Una disposición de fechas idéntica las tienen las orejas y, sobre todo, las patas de cerdo, también identificadas con el carnaval y, hasta no hace tanto, cena obligada en la noche del martes, el día de Aratuste propiamente dicho y que daba inicio a la dura travesía de la Cuaresma. Y algo creo que tienen que ver aquellas patas y nuestras tostadas.

Las carnavalescas patas y orejas –éstas cada vez menos– se consumen hoy mayoritariamente en salsa vizcaína. Pero es, a pesar de las apariencias, algo moderno y que escasamente supera el siglo. Previamente las patas se consumían rebozadas en harina y huevo tras haberlas tenido a remojo en leche y a las que, al servirlas, se le añadía abundante azúcar. Es una costumbre que aún se mantiene en muchos pueblos de Navarra y, creo, en algunos de Gipuzkoa. No parece por tanto descabellado que la receta de nuestras tostadas y el hecho de que los vascos las gocemos en Carnaval –y no en Cuaresma, como hacen el resto de pueblos vecinos– tengan algo que ver con ello, con la identificación a las txarripatak.

También hay quien justifica su presencia en estas fechas primaverales a la costumbre de hacer una ofrenda con un pan o torta especial en las sepulturas, el día de Candelaria. Unas tortas o panes característicos que se compartían después entre todos los niños y que tenían un carácter festivo. Sin ir más lejos, tanto mi padre como mi madre, baserritarras castellanohablantes de Laudio, lo conocían como “pan jaiko”, sin duda ‘pan de fiesta, festivo’. Hablaremos en otra ocasión de él.

LA RECETA. Hay dos mundos irreconciliables a la hora de decantarse por los tipos principales de tostadas, atendiendo a su receta. Por una parte están las elaboradas con pan, denominadas en euskera “fotezkoak” [de «fot(a)», una especie de pan de bollo] y que, sin duda, son más antiguas y se asemejan a la receta original aquella de hace dos milenios. Por otra disponemos de las de crema, seguramente fruto del ingenio de alguna buena repostera y que se conocen en euskera como “ahiezkoak”, proveniente del término “ahi(a)”, ‘papilla de harina y leche’. Las de este tipo son las que más hemos degustado en casa, porque se tenían por más dignas, distinguidas y excelsas que las de pan. Pero, en lo que a sabores se refiere, no creo que haya mejor o peor.

MANTECA DE GALLINA. También he escuchado en mi entorno cómo la mayor exquisitez se lograba friéndolas con manteca de gallina y era algo que se intentaba guardar para este fin. Aunque la mayoría de las veces se hacía con manteca de cerdo, mucho más estable para su conservación. Hoy, se fríen con aceite y, cosas de la vida, dicen, a ser posible de girasol. Tiempos modernos…

PARTURIENTAS. Como curiosidades o extrañezas podemos añadir que, fuera de nuestro territorio, la torrija –tal y como la llaman– era un alimento que se ofrecía a las recién paridas, a modo de reconstituyente. Incluso era costumbre normalizada aportar la leche de sus pechos para la elaboración, ya que se tenía como la más adecuada y saludable para su estado convaleciente. También, pensando en la pronta recuperación de la parturienta, las tostadas se ofrecían con vino.

VINO. Algo similar sucedía en los caseríos vascos. No había nada más característico de la última noche de Carnaval, la del martes precedente al Miércoles de Ceniza, que la cena a base de patas y orejas, culminada con una buena fuente de sabrosas tostadas, todo ello bien regado con ansiado vino, uno de los pocos días del año en los que, por lo exiguo de las economías familiares, se podía consumir. Con qué poco se sentían inmensamente plenos…

Cuándo aprenderemos que la felicidad de la persona la otorga la conformidad con lo poco, porque el exceso no acarrea más que insatisfacción y ansiedad… Sed felices.

A mi amigo Andoni del Río (Arrankudiaga), en el día de su cumpleaños, pues fue él quien me pidió que publicase unas notas sobre las tostadas. Por los “txirlis, mirlis y zorroklonkos” compartidos y por la fuerte amistad que nos une. Que sea por muchos años más.

El parto de la Vijanera

Cuando en un tema de investigación no tenemos datos lo suficientemente sólidos como para salir de la más peregrina especulación, lo ideal es contrastar el fenómeno que nos interesa con otros similares y así, por simple comparación, dilucidar algunas carencias del primero o proponer algunas nuevas interpretaciones.

Con esa intención, la de enriquecer el conocimiento de los carnavales y ritos de invierno de nuestra geografía vasca, viajé hasta Silió (Cantabria, entre Torrelavega y Reinosa) a visitar la Vijanera, una sobrecogedora mascarada rural que pasa por ser uno de los más madrugadores carnavales —el primer domingo de enero— de los que se celebran en Europa.

Por medio de diversos personajes y actos, los vecinos del lugar escenifican la eliminación de lo nocivo del año saliente y se preparan, tras purificar el entorno, para recibir al nuevo año que nace allí mismo en forma de animal, símbolo de prosperidad y bonanza. Son prácticas que se remontan a los orígenes de nuestras culturas, con varios siglos de antigüedad. Por ello sentí al escuchar aquellos atronadores cencerros que estaba conectando con algo muy íntimo y sensible de mi existencia y antepasados, con unas emociones que habían permanecido hasta entonces ocultas para mí. A ver si os gusta.

No había justificación posible. Salir a la carretera en plena alerta amarilla por vientos y lluvias, desoyendo todos los avisos e inmerso en unos aguaceros que arreciaban sin cesar era una imprudencia de manual, se mirase como se mirase. Por no hablar del feo imperdonable hecho a la familia a quien planté en el encuentro propio de la fecha. Ganando puntos… Pero a estas alturas me da ya igual acabar en el infierno cuando me llegue la hora. Porque no podía pasar un año más sin vivir y sentir la Vijanera, aquel carnaval rudo y tempranero con el que tanto había soñado.

Así, en la jornada de Reyes, a media mañana y aún relamiendo el roscón del desayuno, me eché a la carretera para hacer los 165 km que me separaban de la rural población de Silió, en el municipio cántabro de Molledo, en donde se había de producir el ritual de la Vijanera un año más.

Y allí estaba yo, con la única compañía de mi soledad, deambulando la tarde y noche anterior a la fiesta por entre aquellas casas humeantes, con la incesante nieve que ya caía sin compasión. Porque para sentir estas cosas, para que te conmuevan y zarandeen las entrañas, hay que vivirlas así.

Algún mayor del lugar me susurró que los jóvenes de la Vijanera estarían toda la noche de fiesta y que podría unirme a ellos. Pero no buscaba bullicio sino clausura emocional. Dejaría para ellos su vigilia, para que ayudasen a romper al amanecer del nuevo día, el de la fiesta, siempre el domingo siguiente al día de Año Nuevo.

Sea como fuere, ya a las seis de la mañana retumbó el primer cañonazo de pólvora que, en una noche negra como pocas y con unos aguaceros incesantes, sonó esperanzador pues daba a entender que ya comenzaba un nuevo día: el esperado. Me encontraba en la más estremecedora soledad, en una autocaravana, en las afueras del pueblo, en medio de la nada. Otro bombazo y otros más hasta que la tenue luz rompió el día. Y más… se intuía que la jornada iba a ser alocada.

Por más que había intentado informarme en el pueblo la tarde anterior, nadie era capaz de precisar nada de la mascarada, porque ni los mismos organizadores deben saber a ciencia cierta cuál será el recorrido exacto de los primeros personajes ni los horarios. Todo se improvisa. Así es que poco a poco fuimos los visitantes y locales apostándonos por diversos puestos desde los que, con un poco de suerte, poder inmortalizar la fiesta con nuestras cámaras.

La Vijanera es un carnaval rural de gran raigambre y que, a pesar de celebrarse antiguamente en otros pueblos de la comarca, hoy pervive tan sólo en Silió.

Se recuperó tras un lapsus impuesto por la prohibición expresa del franquismo. Para rememorar aquel carnaval previo al dictador, quizá la mejor referencia sea la ofrecida hace más de un siglo por Hermilo Alcalde del Río (Las pinturas y grabados de las cavernas prehistóricas de la provincia de Santander, 1904). Dice así:

«El último día del año [como vemos la primitiva coincidía más rigurosamente con el inicio de año] se celebra en determinadas aldeas una fiesta llamada de la vijanera o viejanera, que consiste en ciertas danzas que pudiéramos denominar salvajes. Al romper el día, los individuos que toman parte activa en el festival y que suelen ser los dedicados al pastoreo principalmente, se lanzan a la calle cubiertos de pies a cabeza con pieles de animales y llevando colgados a la cintura innumerables cencerros de cobre. Enmascarados con tan original y salvaje disfraz, corren, saltan y se agitan como poseídos de furiosa locura, produciendo a su paso un ruido atronador e insoportable. Entregados a este violentísimo ejercicio pasan el día, y entre ellos será el héroe de la fiesta quien haya derrochado mayor energía y agilidad en sus movimientos y sea el último en rendirse al cansancio. Al caer la tarde se congregan en el límite fronterizo a la aldea vecina, sin traspasar los linderos que las separan, y allí esperan a los danzantes de ésta, si en ella se ha celebrado igual festejo. Cuando se encuentran de frente ambos bandos, se preguntan en alta voz: ‘¿Qué queréis, la paz o la guerra?’ Si los interrogados responden ‘la paz’, avanzan unos y otros, se confunden en fraternal abrazo y dan principio seguidamente a la danza final. Si, por el contrario, la respuesta es ‘la guerra’, lánzanse los unos contra los otros y se muelen a golpes hasta que sus cuerpos, ya rendidos y quebrantados por el ejercicio del día, dan por tierra tan bien asendereados y maltrechos, que es precisa la intervención de los vecinos pacíficos para irles transportando a sus hogares. Y así es como termina esta fiesta que, hoy, ya sólo en muy contadas aldeas se celebra».

En su desaparición debieron tener su influencia las críticas por parte de las autoridades clericales y las civiles, que no veían con buenos ojos la actuación de aquellos pastores asilvestrados. En la cercana población de Arenas de Iguña [donde se perdió para siempre la Vijanera] se recoge su prohibición en las ordenanzas locales de principio del XX: «…se prohíbe terminantemente lo que en los pueblos de este distrito se llama Viejenera con pellejos y campanos, por parecer impropio de un país culto y los perjuicios que se ocasionan al vecindario y en mayor escala a los transeúntes. Los contraventores incurrirán en la multa de una a dos pesetas, sin perjuicio de lo que proceda por la inobediencia».

Sin embargo, tan sólo medio siglo atrás, no parecía en absoluto turbar a las autoridades: «Se dio a los mozos de La Vijanera diez y siete reales por media cantara de vino blanco» (acuerdo del concejo de La Serna de Iguña, 1853). La Iglesia, por el contrario, siempre fue beligerante con esta costumbre: «…unos feos mascarones semejantes y aún más ridículos bichos que los que se visten de disfraces por Carnestolendas […] Los bichos más ridículos que los que se visten de disfraces por Carnestolendas deben corresponder a los del 1 de enero cuya tradición se mantuvo viva durante la Edad Media, según acabamos de ver…» dictaminó nada menos que la Inquisición en 1786.

En la actualidad es una celebración con fuerza, bien organizada y que atrae anualmente a infinidad de curiosos. El otro día tomaron parte unos 170 participantes que adoptan las formas de diversos, innumerables y complejos personajes, cada uno con su función. Todas las figuras —también las femeninas— están reservadas a los hombres que no dudarán en ataviarse para parecer lo más femeninos posible. Esta característica no debe interpretarse como fruto de una supremacía social masculina sino algo más profundo ya que, por lo general, en todo ritual de fecundidad, de incitación a la activación de la naturaleza, etc. corresponde a lo masculino, por considerarse la naturaleza, con su flora y fauna, femenina.

En este mismo diario Deia, hemos leído interpretaciones diferentes al respecto (Juan Antonio Urbeltz: Carnaval de langostas), respetables, pero que, ante la presencia de ciertos elementos nos invitan a pensar en la interpretación clásica del despertar de la naturaleza.

Antiguamente la Vijanera se celebraba el último o primer día del año. Con ello entroncamos con aquellas costumbres que ya se amonestaban así: «No se permite hacer el becerro ni el ciervo el día 1 de enero, ni celebrar costumbres diabólicas».

También me parecieron a mí diabólicas las dos interminables horas de espera apostado junto a una alambrada. Pero, por fin, irrumpieron montaña abajo unos extraños personajes que simulaban ser animales, árboles… No dudaron en pelearse y revolcarse entre los prados totalmente encharcados, frente a nuestra atónita mirada. En teoría se escenifica el apresamiento del oso, la representación de la maldad. La irrupción del temido plantígrado da inicio a la fiesta y, tras pasear encadenado por todos los escenarios de la mascarada popular, será ejecutado. Es este violento hecho el que pone punto y final a los actos de la Vijanera, por entenderse que el bien ha subyugado y vencido al mal.

Todos los personajes parecían agitados y enardecidos por el rítmico e incesante sonido de los zarramacos , los personajes más notables de la fiesta, provistos de grandes zumbas (‘campanos’) bien sujetas a sus espalderas de piel de oveja. También las pocas horas de sueño –si las hubiese– ayudarían a hacer volar a ese personaje, lejos de la persona que lo porta, como si se tratase de un desdoblamiento de personalidad.

Estremece el pensar que restos fosilizados de estos carnavales existen por toda Europa, guardando grandes similitudes entre sí, lo que nos habla de su arcaísmo. O referencias tan antiquísimas como las de San Agustín (354 – 430) sobre las fiestas de inicio del año y que nos asoman a la vertiginosa negrura de los tiempos: «¿Hay locura mayor que la de cambiar, con un vestido deshonroso, el sexo viril para adoptar la figura de una mujer? […] ¿Mayor que vestirse con una piel de animal, semejarse a la cabra o al ciervo, de forma que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se parezca al demonio?».

Al margen de estos personajes que descienden de las montañas, otros flanqueados por sus correspondientes zarramacos hacen enloquecer mientras tanto el casco urbano, esperando juntarse con aquellos que poco a poco descienden de las empinadas laderas, para fundirse en un solo grupo hasta el final de la fiesta.

Una vez reunidos, todo se transmuta en locura y nada tiene sentido aparente. Como imbuidos por el infernal sonido de los cencerros, los zarramacos parecen entrar en una especie de trance en el que se mezclan la agitación convulsiva de sus cuerpos con la extenuación física, lo diabólico con lo humano. La lluvia incesante añadía más vistosidad al acto, empapados y con chorros de agua que limpiaban su negra tez según se deslizaban por el rostro.

Corren todos a “la raya”, el límite de Silió con el pueblo vecino para reclamar la territorialidad al desafiante grito de «¿Queréis, la paz o la guerra?» un límite que a través de la historia se ha ido pugnando con diferentes poblaciones.

Hoy, sin enemigos que hagan frente a la comitiva, todo es alborozo al sentirse vencedores. Atronan entonces los cencerrones quizá para olvidar que en situaciones similares se daban antaño grandes heridos e incluso muertos en estas contiendas.

Acto seguido se regresa al centro del pueblo, todo ello inmerso en un ambiente de hilaridad desatada y de cierto punto grosería para con el visitante, al que pueden llegar a empujar o dar algunos golpes con un palo o con piezas empapadas en agua: una generalidad más de todos los carnavales.

En un lugar determinado, se da lectura a las coplas preparadas para la ocasión y que cantan varios personajes. Hacen afiladas críticas a gobernantes, sociedad, violadores, actuaciones políticas, laborales… que son aplaudidas con gran entusiasmo por medio de los enloquecedores cencerros. Así se pone fin a lo malo del año anterior y se prepara todo para el parto del año nuevo, simbolizado por un grotesco personaje que, atendido por los médicos, da a luz a un animal, como símbolo de prosperidad para el año entrante. Se trata del «parto de la Preñá«. En esta ocasión un lechón de cerdo –muerto– apareció de entre las entrañas de aquella simulada parturienta de piernas varoniles enegrecidas de vello. No había nada que temer ya al nuevo año…

Con los cuerpos cada vez más exaltados por el alcohol ingerido, bajo la románica iglesia de San Facundo y San Primitivo se da muerte al oso que, en el caso del otro día, no dudó en yacer sobre los charcos y bajo una incesante lluvia. Para colmo de males, los niños apaleaban a esa figura que representa el mal, sin recordar que dentro de esas pieles había una persona de verdad…

En el cercano bar, unas muchachas cantaban piezas que, al son del pandero, hacían perder el juicio a los zarramacos, ya totalmente entregados al desfase, al exceso y al desfallecimiento.

Y en ese preciso instante me percaté de que, finalizado todo el ritual de la muerte del año anterior y el nacimiento del nuevo, nada pintaba allí y que debía regresar a la carretera. A pesar de que el que había hecho de médico en el parto me insistía con un «¡No me jodas, boinista! [en referencia a la txapela que cubría mi cabeza] ¡Quédate que ahora llega lo mejor! ¡No marches y vas a ver qué fiesta nos montamos!». Pero no era aquel mi lugar y sí el suyo

Por eso decidí dejar atrás a los sobrecogedores personajes de la madama, el mancebo, el marquesito, los trapajones o naturales, los traperos, el oso y su amo, el pasiego y la pasiega, el caballero, la Pepa o Pepona, el médico, la preñá, el húngaro y las gorilonas, el viejo y la vieja, los danzarines blancos y negros, el caballero, la giralda, las gilonas, la zorra, el zorrocloco, el ojáncanu, los guardias, los guapos, el afilador, la pitonisa, la bruja, el diablo… que me habían hecho compañía todo el día.

Con el alivio de descalzarme por fin las botas de goma y tras picar algo, ya en el crepúsculo del día, acometí el recorrido de los fatigosos 165 kilómetros de regreso hasta casa.

Pero fue algo más. Una sensación de emerger de un mundo onírico e irreal, de la profunda sima del tiempo de nuestra historia.

Ya en casa, dormí muy agitado, con apariciones constantes de personajes vijaneros en mis pesadillas, con zarramacos que no dejaban de ensordecerme y con extraños y recurrentes sueños eróticos, como si de una llamada a la fertilización fuesen.

Todo acabó con el sonido del despertador. Conduciendo hacia el trabajo en este día de regreso a la normalidad tras las vacaciones navideñas no daba crédito a lo vivido, en una perturbadora amalgama entre la realidad y lo soñado que de la que aún no he conseguido desligarme.

Eso sí, cada vez soy más consciente de que en ciertos momentos hay que entregarse a los insensato, a lo temerario, a la locura… como el ir a conocer la Vijanera en pleno temporal y vivirla desde dentro solo…

Dedicado a la memoria de Martín Mugurutza Mendiguren, tío, sangre de mi sangre, que nos dejó para siempre el 31 de diciembre. Como en la Vijanera, apartó lo funesto de la vida vieja y se adentró en un nuevo estado de eternidad y descanso. Por la sabiduría que me aportaste. Por llorar juntos las ausencias de seres queridos. Por las raíces. Por ti…

Basaratuste: el carnaval del bosque

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En nuestra cultura popular vasca existe una curiosa ceremonia de invierno sobre la que no se ha reparado a pesar de lo excepcional de la misma. Se trata del Basaratuste o Kanporamartxo, en notable retroceso y limitado hoy en día a unos pueblos de Bizkaia. En lo que a la puesta en escena se refiere, queda reducido a un almuerzo en el monte, sin referencia alguna a su historia y su razón de ser. Es decir, nos encontramos frente a una fiesta a la que traicioneramente se le hurtó el alma, la esencia y su razón de ser.

Pongámonos en escena… Las fechas tradicionales de los carnavales son libres y variadas dependiendo de la localidad, si bien lo corriente es que se celebren en los tres días previos al Miércoles de Ceniza, es decir, domingo, lunes y martes, que dan paso a la Cuaresma. Insistimos una vez más, que debemos habituarnos a mirar más allá de esas fechas y ceremonias siempre enmascaradas por el cristianismo. Y es que los carnavales son mucho más, algo salvaje, atávico, montaraz… unas fiestas que nos hacen escuchar los latidos de esa tierra que cada día besamos con nuestros pies.

La puerta a aquellos genuinos carnavales,  los auténticos, la abría en algunos lugares el jueves gordo o “de lardero” o, en otros, el Basaratuste. Era esta última una celebración que se hacía –y se hace– en el domingo previo al de carnaval. Hoy en día se conoce como «basaratiste», «basatoste», «basatuste»… y basta con citar su nombre para que la sonrisa y el brillo en los ojos afloren en los rostros de muchos de los ancianos a los que preguntamos. Porque recuerdan con nostalgia aquella tradición que, no pudiendo explicar cómo, dejaron perder para siempre. Eso sí: en contraprestación ahora no hay pueblo que no tenga su insustancial desfile y concurso de disfraces para que vanidosamente nos miremos al espejo y comprobemos lo geniales y auténticos que somos al ir a la calle disfrazados de gallinas o bucaneros.

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Pero lo nuestro es otra cosa… es el quedarnos con las nueces y dejar el ruido para otros. Porque aquí hablan nuestros antepasados: gritan y aclaman rogando que nos esforcemos por no olvidar aquellas ideas y formas de interpretar la vida suyas, aquellas con las que nos edificaron durante tantos siglos. Nada de fiestas estridentes y vocingleras… lo nuestro es el Basaratuste, cuyo precioso nombre, por cierto, se compone de «baso» y «aratuste», es decir, ‘el carnaval del bosque’. ¿Hay quien dé más?

En los pueblos en los que aún lo practican se acude a unos lugares específicos, fuera de las zonas habitadas. Unos enclaves que se repiten año tras año y que «pertenecen» a la comunidad humana de un municipio, barrio o parroquia que se identifica en torno a él.

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Allí se asan productos del cerdo, nuestro gran animal totémico, cuasidivino en los ritos invernales. Se cocinan pinchados en un palo llamado «txitxi-burruntzi» o “txitxi-burduntzi”. Son celebraciones que, a pesar de ser minoritarias, suelen gozar de buena aceptación por lo salvaje y puro de las mismas.

Pero pocos o nadie parecen percibir que se trata de la reminiscencia de una antiquísima ofrenda de alimentos que se le hacía al gran bosque, de nuevo para que despertase y cogiese fuerzas para producir todo aquello que necesitaban los humanos. Con un ritual fuego purificador, omnipresente, y valiéndonos de esas ramitas que el mismo bosque nos facilita. Con un simbólico sacrificio animal incluido: el del cerdo.

Algunos historiadores retrotraen todo este tipo de ofrendas a antiguos sacrificios humanos ofrecidos a la tierra madre y que posteriormente fueron sustituidos por muertes de animales. Existen diferentes referencias similares a nuestro Basaratuste por todo el mundo, lo que invita a pensar en un origen común prehistórico para todas ellas.

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Se dice asimismo que, ante la dureza del invierno, resultaba muy complicado alimentar a los animales para mantenerlos vivos, por lo que se iban sacrificando paulatinamente. Así, además de eliminar una obligación ganadera, se conseguía alimentar a los humanos y a las divinidades en una época en la que la naturaleza no ofrecía alimentos. Porque el invierno de nuestros antepasados era básicamente oscuridad, hambre y frío.

Y de allí, miles de años después, recogemos hoy nuestro ignorado e inadvertido Basaratuste, nuestro Kanporamartxo… Curioso también que se haya mantenido en los pueblos en donde no se perdió el euskera, constatando una vez más que creencias, costumbres y lengua fueron siempre de la mano.

En los pueblos de la comarca en donde yo vivo (Arrankudiaga, Ugao, Arrigorriga, Zaratamo, Arakaldo, Orozko…) tan extraordinaria fiesta es conocida como «kanporamartxo», nombre algo chocante y que no cuenta con interpretaciones etimológicas conocidas. Por mi parte sí me gustaría apuntar que, en sitios como Orozko, en las últimas reliquias de su euskera, se llama «martxo» al domingo de carnaval, probablemente relacionado con el nombre del mes de «marzo». De ahí que en lo personal opine que probablemente «kanporamartxo» sea ‘el domingo carnavalesco que está fuera [del carnaval puramente dicho]’. Por aportar algo…

Otras denominaciones con las que se nombra a este curioso ritual es el de sasimartxo, ‘el carnaval del jaro’ (Zamudio, Derio…) o basokoipetxu (Otxandio). En realidad este último caso sería «baso-koipetsu«, ‘la fritanga o asado del bosque’. En realidad, «koipetsu» significa ‘pringoso, grasoso’ pero, en pueblos como el mío, Laudio, se usa para denominar por antonomasia al tocino asado al «txitxi-burduntzi«.

Pero, sin duda, la denominación que más me encanta es la de basaratuste, la del «carnaval del bosque». Qué pureza, qué raigambre en lo más íntimo de nuestra cultura… pero además, nunca algo tan arcaico ha ofrecido mayor potencial para el futuro, ahora que se educa a los pequeños en la sostenibilidad y el respeto al medio ambiente. ¡Qué manera más bonita para mostrar honores y gratitud al bosque que esta fiesta anual de su carnaval! Y pedirle que despierte y que un año más nos haga dichosos con su existencia… ¿o preferimos limitarnos sólo a los disfraces de vampiro y otras memeces similares?

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Kanporamartxo… Basaratuste… Recordemos para finalizar que, en el occidente vasco, el carnaval ha sido conocido como Aratuste, término a recuperar y defender como elemento patrimonial que es. Hoy, desdichadamente y al igual que nos sucede con la reducción del complejo carnaval a un simple disfraz, nos arrastra una empobrecedora globalización cultural, aun cuando esta sea vasca. Y en los reinos del Aratuste impera ahora el extraño Inauteriak, haciendo agonizar al primero.

Yo estoy ansioso ya porque llegue el día. Como recogió en su manuscrito (1567) Joan Pérez de Lazarraga, el segundo escritor en euskera, «…alegere baxe sekula triste, nik diot egun dala aratixte«, ‘alegre pero jamás triste, porque digo yo que hoy es Aratuste’. El bosque nos espera…

Programa sobre el Kanporamartxo o Basaratuste grabado con ETB2 en primavera de 2017.

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