Mercado de Santo Tomás y tres de Laudio

Al igual que en otros muchos pueblos de Bizkaia (no es un lapsus), también en Laudio era costumbre abonar la renta anual del caserío el 21 de diciembre, festividad de Santo Tomás. Para ello, aquellos baserritarras inquilinos, solían bajar a Bilbao pues era allí donde normalmente vivían las acaudaladas familias, propietarias de muchas de esas edificaciones. Llevaban capones y/u otros productos del caserío para complementar el aporte monetario.

Y, aprovechando aquella incursión en la ciudad, llevaban otros productos a modo de vendeja.

A la bonita estampa hay que sumar que, en las décadas a caballo entre el XIX y el XX se daba en Bilbao un pintoresco mestizaje entre la cultura urbana, moderna y floreciente de la belle époque bilbaína y el vistoso mundo rural, muy condicionado por la tradición y el inmovilismo promulgado desde las esferas ideológicas y políticas.

Mercado de Santo Tomás en la plaza Vieja, junto a San Antón. Cinco años después se comenzaría a celebrar en la Plaza Nueva

Y ahí es cuando aparecen tres personajes, amigos entre sí, que compartieron sus vidas entre Bilbao y Laudio. Siendo como soy oriundo de este municipio, barro para casa a la hora de ubicar a estos tres populares artistas.

FELIX GARCI-ARCELLUZ (1869-1920). Se trata de un polifacético personaje bilbaíno que, durante muchos años, vivió en Laudio, en una casona que ya no existe, frente a la iglesia, en uno de los lugares más relevantes de la población.

A él debemos, entre otros muchos más méritos (en especial los relatos costumbristas de Klin-Klon), que el mercado de Santo Tomás se celebre desde 1915 en la Plaza Nueva, de un modo más organizado, funcional e higiénico. El anterior, más improvisado y popular, se llevaba a cabo en la Plaza Vieja, en las proximidades del puente de San Antón.

JOSÉ ARRUE (1885-1977). Ya para el año siguiente, el sagaz pintor abandotarra José Arrue había hecho un cuadro reflejando el mercado organizado por su íntimo amigo Félix. Años más tarde (1952), lo reeditaría para ser una de las láminas promocionales de los célebres calendarios encargados por el empresario Arcadio Corcuera. Posteriormente hizo más dibujos con la temática de este pintoresco mercado navideño. También José Arrue, nacido en Abando, pasó la mayor parte de su vida en Laudio, donde falleció, está enterrado y es un personaje muy querido.

Baserritarras, supestamente de Orozko, cogiendo el tren en Areta (Laudio) para acudir a Bilbao con los productos del mercado. Estación de Areta, de José Arrue.

RUPERTO URQUIJO (1885-1977). Ruperto recorrió el camino contrario a los anteriores ya que, siendo nacido y oriundo de Laudio, ya de muy joven fue a Bilbao a trabajar como ebanista y allí vivió hasta que regresó definitivamente a Laudio en 1925, es decir, cuando contaba con 50 años. Es conocido sobre todo por el zortziko Lusiano y Clara (1915) que, posteriormente, Luis Aranburu lo haría famoso convertido en la canción «En el monte Gorbea».

Allí, en los círculos de la cultura bilbaínos, conoció a Felix Garci-Arcellus y a José Arrue por lo que es normal que, en muchas ocasiones, veamos canciones, dibujos o relatos de uno y otro entrelazadas entre sí. A los tres les apasionaba lo mismo: reflejar aquel mundo rural idílico, tan identitario como país, y que desgraciadamente se desvanecía frente a los tiempos modernos.

Regreso del mercado. Día de Santo Tomás de José Arrue





el UCHALABETE bilbaíno

Hacía ya varios siglos que la Justicia había abandonado a los habitantes humildes de aquellas callejuelas bilbaínas. Los había dejado huérfanos de ley, desamparados sin ecuanimidad social alguna para sobrellevar sus angustiosas existencias. Los tribunales civiles no podían atenderlos por estar demasiado ocupados en cubrir todos los desmanes que los ricachones cometían, un día sí y otro también, para enriquecerse sin escrúpulos. Y la divina… qué decir de la justicia divina en un siglo como aquel, el XIX, en el que un clero gordinflón alentaba bajo palio constantes guerras con las que desheredó de toda esperanza a sus más humildes súbditos. Dios, una vez más, paseaba despistado mirando más al cielo que a la tierra

¿QUÉ ERA EL UCHALABETE?
Es ahí cuando el pueblo llano atrapa a la justicia por sus más nobles partes y crea el uchalabete, una fórmula propia para resolver los problemas más cotidianos y domésticos de la gente humilde, lejos de avarientos leguleyos que no podían costearse. Un método que, al parecer, hizo furor en aquel Bilbao de hace siglo y medio.

En realidad consiste en un «sorteo que consistía en ocultar en una mano un objeto pequeño cualquiera, dejando vacía la otra y presentárselas ambas al compañero para que acertara cuál era la llena» tal y como lo describiera en su Lexicón bilbaíno (1896) Emiliano Arriaga.

Así, cuando una discusión o elección entre dos opciones no tenía solución equitativa posible, se recurría a esa suerte, consistente en provocar una situación en la que la mera casualidad determinase la resolución del conflicto y que, precisamente por ser casualidad, era aceptada como resultado justo por ambas partes.

Podría ser algo similar a dirimir las disputas con un cara o ceca aragonés o con un cara o cruz castellano. Pero para estos últimos era necesaria una moneda, un tesoro no conocido en aquellos bolsillos agujereados por las hambrunas y la miseria. Pero para el uchalabete servía cualquier piedrecilla del suelo o pequeño objeto. Por ello, como toda buena bilbaínada que se precie, el uchalabete era el mejor, más popular y polivalente que aquellas fórmulas de suerte al azar.

En el fondo el resultado no era tan casual, ya que podía jugarse con cierta picaresca, ahuecando la mano para engañar al contrario, sin saber el de enfrente si ello se debía al objeto encerrado en la palma o a una maniobra de despiste. Por eso era tan sugerente y divertido aquel uchalabete que recogen varios diccionarios del momento…

¿ANGELICAL O DEMONÍACO?
Era un método tan perfecto que recurrían a él hasta los seres de las dimensiones no humanas. El mismísimo Miguel de Unamuno nos relata que «un día apostaron a quién saltaba más, se fueron a la entrada de Los Caños, echaron a uchalabete quién saltaría el primero. Le tocó al diablo, saltó y dejó en el suelo, en una losa, la huella de su pie deforme, huella como de coz de borrico. Saltó después el ángel y...» (El Nervión de 9 de abril de 1891)

Así era cómo la tradición popular había interpretado la creación de unas oquedades en la roca, visibles desde el concurrido paseo de Los Caños y que la gente atribuía a las archiconocidas pisadas del ángel y del diablo.

Aunque… hoy en día ya no puedan verse porque las enterró el cemento. Como hizo desaparecer luego la esencia y gracia de lo bilbaíno.

Algo similar sucedió con nuestro uchalabete, ahogado en la modernidad y hoy totalmente en desuso y que, de tener alguna discusión, lo resolveríamos con ese castellano travestido en estética vasca, tan en uso en el Bilbao actual: bien podría ser un karaokruz.  Porque en los bolsillos bilbaínos no faltan hoy abundantes monedas (¿o no?), vil metal que aun así no sirve para recuperar aquella idiosincrasia orgullosa de lo castizamente bilbaíno (¿o no?).

Y es en ese tan tortuoso camino del tiempo como perdimos no sólo la dichosa palabra sino la misma justicia popular que conllevaba. Así es que, desaparecido el uchalabete, tan sólo nos quedan la justicia civil y la celestial, esas que siempre amparan al poderoso y aplastan al pobre. Porque, os desvelo el secreto mejor guardado de la historia, la palabra uchalabete no era sino el eusquérico “huts ala bete”, ‘[mano] llena o vacía’, reflejo también de nuestro tan lamentable estado social actual: unos con tanto y otros sin nada. Huts ala bete…

 

Los chicos de la aldea

 

En Laudio somos gente de aldea. Por mucho que nos empeñemos en autoengañarnos con el espejismo de los últimos cien años de industrialización, pesan mucho más en nuestro carácter los siglos y siglos que hemos pasado recogiendo castañas, viendo orgullosos crecer las txahalas o colocando a cada txarrikuma en la teta correspondiente de la makera. Sin duda, somos de aldea…

Eso conlleva también que seamos algo resentidos y que, cuando nos hacen alguna faena, aguardemos a la espera de un momento dulce para ejercer la venganza: lo que más nos va. Y ese estado de acecho lo podemos apuntalar hasta cuando haga falta: de generación en generación, de familia a familia y por los siglos de los siglos… amén.

Por eso creo que hoy es el día para resarcirnos de una afrenta que les hicieron a nuestros colegas hace nada menos que cien años algunos tuercebotas uniformados de Bilbao. Fue el 10 de febrero de 1918 y multaron y / o metieron al calabozo a unos muchachos que sólo querían cantar. Vayamos al relato de los hechos…

Ya desde 1912 llevaba una cuadrilla de chavalotes del barrio de Gardea (Laudio) construyendo unas carrozas carnavaleras. Sobre ellas cantaban e interpretaban unas obrillas teatrales musicales que llevaban de un lado para otro, tiradas por una yunta de bueyes.

En diversas ocasiones bajaron incluso hasta Bilbao, buscando un público más numeroso y agradecido que el local, que no percibía en aquellas muestras de arte aldeano nada más allá de la gracia o la trastada juvenil, ya que sus letras eran en ocasiones y como corresponde al carnaval, reivindicativas y satíricas.

Se autodenominaban la Comparsa de Llodio y tenía su precedente en otro grupo anterior, la Charanga de Llodio, fundada en 1903.

Los carnavales de aquel entonces se limitaban al domingo, lunes y martes. Este último era el día grande, el más íntimo, y lo aprovechaban para recorrer los caseríos cantando, acompañados de un gallo y pidiendo la voluntad de puerta en puerta para hacer luego una merienda.

El domingo, también festividad grande, era sin embargo el día más apropiado para bajar a Bilbao porque en la villa, lejos de la percepción de la aldea, se aplicaba ya lo del fin de semana ocioso.

Corría por tanto el año 1918. 10 de febrero. Porque hemos dicho que fue exactamente hace un siglo.

Aquel domingo de carnaval había amanecido cálido, con un viento sur que animó más que nunca a los bilbaínos a salir a ver el desfile de carrozas que, por la situación convulsa del momento, sólo contó con dos carrozas que previamente habían tramitado el permiso para desfilar: el coro bilbaíno de Caballeros de los Campos y la docena de laudioarras que se presentaron como Los chicos de la aldea, que era lo que mejor les definía, porque eso es lo que eran y un siglo después es lo que somos.

E hicieron las delicias del respetable como nadie y la expectación y acogida fueron extraordinarias. No en vano, se daban todos los ingredientes para cosechar aquel éxito.

El primero, que en aquella época se da una exaltación y añoranza en Bilbao de aquel país rural que ven cómo se va desvaneciendo. Se frecuentan más que nunca los chacolís de Begoña y Abando y surgen obras musicales de imitación a lo baserritarra, algo que también sucede en la literatura y pintura. Y la obra y escenificación de aquella carroza reflejaban como nunca aquel gusto por lo aldeano.

Por otra parte, tenemos la composición musical de Ruperto Urquijo Maruri (1875-1970) –que por aquel entonces vivía en Bilbao– cuya letra se recogía en un folleto encabezado con un dibujo de su amigo José Arrue Valle (1885-1977), el artista de moda en aquellas épocas, retratista del mundo rural añorado.

Aquellas coplas se vendieron, siguiendo la costumbre de la época, para que la gente pudiese seguir la obra —al no haber megafonía éste era el método habitual— y de paso para sacar algún real con el que tomarse luego algunos cuartillos de vino.

Y esa fue la causa de su tragedia, el no tener en cuenta que los edictos municipales recogían bien claro que no se podía vender nada: «Queda prohibida la circulación de comparsas y estudiantinas por la vía pública, exceptuando las que lleguen de fuera de la provincia […] sin que puedan postular ni vender coplas en la vía pública ni en los cafés y otros establecimientos». Más claro, imposible.

Eran años tensos por motines, huelgas, etc. y no se dejaba que ningún detalle escapase del control policial. Hasta se había pensado en suspender aquellos carnavales por el riesgo que suponían… Pero todo aquello sonaba a chino a los chicos de la aldea y, creyéndose intocables, no hicieron ni caso. Y se armó la marimorena.

A pesar de alegar ante las autoridades que tan sólo habían pedido la voluntad por los libretos –que por cierto, también quedaba prohibido– los numerosos testimonios dejaron patentes que sí los habían vendido. Y todo acabó en un pequeño alboroto y, dicen algunos y las canciones posteriores que hacen referencia al suceso, que dieron con sus huesos en el calabozo o perrera: «En Bilbao al perrera no nos han de meter, cansiones de quimera que no nos gusta haser. Además, verdaderos bilbaínos los que son, tienen para los aldianos abierto el corasón».

Ellos sospechaban que alguien afín al Marqués de Urquijo, había dado el chivatazo de que eran gente «polémica» pero nunca se pudo probar. El marqués era una isla liberal dentro del océano carlista de Laudio y la hostilidad frente a aquel ricachón era una realidad patente en ciertos ambientes populares. Pero nos extraña que fuese así porque era el mismo marqués quien cubría los gastos de la elaboración de aquellas carrozas con forma de caserío, unas carrozas que luego quedaban en los jardines de su palacio, como un elemento pintoresco más.

En opinión de otros testimonios, a pesar de que así lo contaron y cantaron —y cantamos en la actualidad— no acabaron en ningún calabozo y todo se redujo a una reprimenda y una vejatoria y cuantiosa multa.

Y es así como aquel día de gloria acabó en desastre. Con la humillación además de quien se siente ofendido y vapuleado. Por ello es aún una anécdota muy sonada, comentada y celebrada en Laudio y alrededores, porque la tradición oral se ha encargado de mantenerla viva.

De aquella cuadrilla surgiría años después el glorioso club Rakatapla (1931 aprox.) y, décadas más tarde y con un Ruperto Urquijo ya anciano, Los Arlotes (1950 aprox.). Un grupo éste cuya canción más identitaria, titulada Carnavales, grita a los cuatro viento que «Que digan lo que digan ya estamos aquí, nos traen los Carnavales…» y, por si acaso, pone en aviso a los oyentes de que todo aquello fue un error: «…no pedimos nada a nadie porque eso está prohibido pero si echan a la calle será muy bien recibido«. Con terquedad se defiende aún que no se vendieron, buscando un resarcimiento cara a la historia.

Yo soy miembro de este coro, arlote por tanto y chico de aldea a partes iguales, y a mí no se me despistan estas fechas. Por eso sé que ha pasado un siglo exacto… y aquí ando dándole vueltas sin saber cómo poner fin a aquella necesidad de venganza que nos transmitieron nuestros predecesores, que hemos mantenida encendida durante diez décadas y que no podemos cerrar en vacío. Porque las eternidades son muy tediosas.

Se me ocurre el echar el guante a la asociación bilbaína que lo desee o al mismo ayuntamiento y que nos invite a bajar a las Siete Calles a compartir unos potes y a llenar de música y color el ambiente bilbaíno, como sucedió hace ya cien años. Porque preferimos solucionarlo de una vez por todas y vivir lo que nos quede en paz. Que tan de aldea no somos ya…

ANEXO CON LOS DOCUMENTOS ORIGINALES (ARCHIVO MUNICIPAL DE BILBAO). Tienes una visión normal de los documentos. Pero si pinchas en los enlaces podrás además acceder a los documentos con gran resolución, para poder descargarlos e imprimirlos con calidad.

Bando municipal con las prohibiciones para aquellos carnavales:

[Expediente tramitado por el Ayuntamiento de Bilbao en virtud de instancias presentadas por varias comparsas y estudiantinas, solicitando permiso para desfilar por la vía pública durante el Carnaval de 1918, y de la moción del concejal Facundo Perezagua proponiendo la supresión de dicha fiesta por considerarla inoportuna ante de la situación de crisis que se atraviesa. INCLUYE: Programa de la comparsa Los Chicos de la Aldea para las fiestas de Carnaval de 1918 que incluye un dibujo firmado por José Arrúe. Impreso por la Imprenta Sucesores de Aldama en Bilbao. Bando promulgado por el Ayuntamiento de Bilbao haciendo saber al vecindario las disposiciones adoptadas para la celebración del Carnaval los días diez, once y doce de febrero de 1918]
Solicitud que junto al libreto presentó al ayuntamiento de Bilbao el laudioarra Juan Etxebarri, en representación de Los chicos de la aldea:

Detalle del encabezado del libreto, precioso dibujo de José Arrue:

Anverso del libreto con la obra a interpretar:

Reverso del mismo:

 

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Poco bilbaíno hay que ser

 

Poco bilbaíno hay que ser, poco amar tu tierra y tu pueblo, para poner en inglés el nombre a un premio con unas connotaciones tan bocheras: «Txirene of the year 2017» (‘El chirene [gracioso, revoltoso…] del año 2017′). Exclusivamente en inglés… Y no pretendo hacer ninguna crítica a ninguna asociación en concreto (menos a una tan digna como es en este caso) pero sí a una estúpida moda que nos está embadurnando hasta la ropa interior. No estoy en contra del uso del inglés pero sí de su abuso innecesario. Y voy a ser políticamente incorrecto.

Sin duda, hemos perdido el orgullo de lo que somos. No tiene ni nombre ni límites ni justificación alguna la bajeza que supone ser tan servil con el extraño a base de repudiar lo propio. Tanto mostrar en un inglés exquisito todo y, sin embargo, no poner cariño alguno con, por ejemplo, el euskera. Porque, dicho sea de paso, euskera no es escribir «txipirones a la plantxa«, «txuletón» o «bakalao a la bizkaína«. Es algo más…

¿No os dais cuenta de que lo que más le va a apasionar a un inglés visitante es encontrarse con «lo vasco» y que por ello ha venido hasta aquí? ¿No veis que para encontrar un mundo escrito en inglés se quedaría allí, en su tierra? ¿Realmente creéis que es necesario denominar ese galardón solamente en inglés? ¿Es ineludible para garantizar su existencia, repercusión o éxito? ¿Hasta ahí y no más allá llega ese bilbainismo con el que tanto se pontifica y predica al resto del mundo en los medios?

Es una corriente, una moda, esa de poner todo en inglés que algunos la percibimos como una gran humillación. No limitada a Bilbao. Ahí tenemos el Bilbao Exhibition Centre, el Urdaibai Bird Center en Gautegiz-Arteaga o, en una muestra más del «si no hago lo que en Bilbao veo, me meo», el donostiarra Basque Culinary Centre. No podían ser denominaciones bilingües o trilingües… no: tenían que ser monolingües y exclusivamente en inglés. Para que el mundo compruebe qué baratas hacemos aquí las bufonadas y hasta dónde somos capaces de arrastrarnos.

Porque, se quiera o no, actuar así no sólo es una herramienta para la internacionalización. Porque lleva implícito además un toque de ofensa a lo más íntimo, algo que subliminalmente nos condiciona para pensar que nuestros idiomas «no están a la altura», que no sirven para la modernidad. Que somos de segunda, vamos: nada que ver con el balsámico Athletic que todo lo sana. Y luego nos extrañamos porque nuestros no hablan en euskera al salir del cole.

Encima en un premio a un txistulari de esa talla. ¿Tratáis en inglés con él? ¿Toca acaso en su virtuosismo piezas musicales inglesas? ¡Qué dolor!

Hay gente que sería capaz de traicionar a sus padres por conseguir una mejora laboral. O por un coche con 50 CV más. Yo, afortunadamente, no. Porque para mí hay valores intrínsecos que no son negociables ni con dinero ni con nada. Porque es la identidad propia y esa nunca ha de ponerse en venta. Porque ahí no pueden admitirse rebajas de… ¡Black Friday!.

Yo soy nacido en Laudio y vivo ahora en Luiaondo. Durante siglos ambos pueblos se han roto la espalda dando servicio al comercio que iba a Bilbao. Y por Bilbao hemos prosperado y somos lo felices que hoy somos. Al igual que Bilbao se engrandeció y floreció en gran medida gracias al trabajo de la gente de aquí y de toda la cuenca del Nervión. Por eso sentimos como algo nuestro el suelo de esas siete calles cada vez que lo pisamos. Y lo amamos y adoramos. Y lo recorremos de puntillas y con toda la admiración y reverencia del mundo. Por eso nos duelen estas torpezas tanto o más que a los locales.

No seamos los «Majaderos of the century» y queramos la villa y su idiosincrasia un poco más. También a sus idiomas y sobre todo a nuestro euskera. Hay que ser menos chulos y más orgullosos. Y siempre yendo a tope de dignidad…

Porque poco bilbaíno hay que ser para tratar tan mal lo que más quieres.  Maite zaitugu, Bilbo!

 

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El vino nos une

Este miércoles, como cada 11 de octubre de los últimos años, se celebra la Fiesta de los Txikiteros en Bilbao, especialmente en sus Siete Calles. A pesar de que… salvo honrosas excepciones, es uno de los entornos más hostiles para la noble afición, en donde menos se cuida el ofrecer vino de calidad mínimamente aceptable para el txikitero de a pie. Misión imposible.

De hecho, en cualquier barrio periférico de Bilbo o pueblo de Bizkaia las opciones para echar unos potes y no desguazar el estómago y la cabeza en el intento, son mucho más generosas.

No sé por qué en el entorno de “Bilbo zona cero” han renunciado al servir un buen caldo con tan solo tener que exclamar»¡un vino!». Insisto, hay buenas excepciones, pero ello obliga a tener que conocer los lugares de antemano. Quizá suceda porque sus negocios estén basados en gran medida en el «ave de paso» y el «todo vale» y no en esa «única clientela» cuya fidelidad hay que mimar a diario.

La calidad tan escasa se ve acompañada a menudo de unos precios elevados, quizá como corresponda a la city. Pero, sea como fuere, con dicha fórmula no cabe otro resultado que el de la práctica extinción del txikiteo, aquel acto de socialización que, dicen, nos caracterizaba como pueblo.

Curiosamente los medios de información y las oficinas de turismo se empeñan una y otra vez en vendernos lo contrario, en que es algo vivo y actual que vamos a encontrar por nuestros cantones. Pero es más una añoranza que una realidad.

Y para hacer que nos lo creamos sacan en los medios de comunicación algunos txikiteros de atrezzo, de postín, actores ahuecados y puestos para la ocasión que poco o nada tienen que ver con aquellas grandes cuadrillas de obligada mancha en la camisa y de afonía nocturna por no poder cantar y reír ya más.

Laudioko Los Arlotes taldea, duela urte batzuetako Txikiteroen Jaian

Quizá por ello, por ser conscientes de que tras la carroza no hay sino una calabaza, la asociación Txikiteroen Artean anda en lucha rebelde los últimos años, intentando dar la vuelta a la situación, haciendo que el txikiteo sea una seña de identidad como lo fue y no un engañoso anuncio de reclamo turístico. Supongo que no buscan la reactivación de aquellas cuadrillas de penitentes alcoholizados, sino una reinvención y actualización del acto social en sí, en el que el exceso diario sea tan sólo el de pasarlo bien.

¿Y por qué un 11 de octubre? Pues porque es la fiesta de la Virgen de Begoña a la que consideran su patrona. Y es que además, en esos recorridos de bar a bar, hay un conocido enclave desde donde la amatxu vigila los traspiés y excesos de sus hijos/as.

Aprovechando el tirón digo yo que, siendo quien es ella, ya podría obrar en algún milagro para forzar a mejorar la calidad de lo que se bebe, para engatusar a esos taberneros que, como son de Bilbao y cuidan tanto las handikerias se hacen llamar «empresarios hosteleros». Ruega por nosotras/os, Madre de Bizkaia… y recuerda cómo también tu hijo logró ensalzar el buen vino hasta los altares.

¿Pero no es la virgen de Begoña el 15 de agosto? Sí, pero tiene doble celebración. Aquí todo se ve doble si no te agarra bien la alpargata al frenar.

Cachondeos aparte, en realidad es porque un 11 de octubre, pero de hace 117 años (1903) el papa Pío X declaró a la virgen de Begoña patrona de Bilbao y de toda Bizkaia. Y es aquel acuerdo lo que se celebra mañana.

Curiosamente, en aquel 1903, Begoña no era aún Bilbao ya que era una anteiglesia independiente con tres barrios: el de Begoña propiamente dicho, Bolueta y Santutxu. No fue hasta 1925 cuando se incorporaron al Bilbao que hoy conocemos… Ni 100 años. Pero no se los digáis a los que allí viven [y menos a mi suegra y cuñados, «de Santutxu-Bilbao de toda la vida»], ahora más bilbaínos que nadie, más papistas que el mismo Pío X.

Fuera de bromas, esa añoranza «bilbainista» tiene su razón de ser: la medieval villa de Bilbao se fundó (1300) sobre unas tierras que eran de la primitiva Begoña, una especie de expropiación forzada.

Begoña era por aquellos años de la canonización (1903), el lugar de expansión que necesitaba la villa de Bilbao, angustiada en aquellos limitadísimos terrenos junto a la ría. Begoña era el lugar de lo rural (baserri) frente a lo urbano (kalea), el solaz al que acudían en masa los bilbaínos, a beber fresco txakolin en las bodegas/merendero de nombre igual al del producto que en jarritas de medio cuartillo servían; allí iban a cantar y a encontrarse con “lo auténtico” que abajo no existía. Entorno en donde aún se hablaba aquel euskera que tan castizo y hasta gracioso parecía a los “kalekumes”. Son esas las tardes que idealiza Arrue en sus cuadros… Ay, Arrue…

Pues sin más divagaciones, que todo nos vaya bien en la fiesta y que recuperemos un poco la esencia de lo que somos. Nada de actores y sí más de interiorización de lo popular y del acto social que supone el txikiteo.

Por mi parte sólo dos favores a los organizadores, la asociación Txikitero Artean, a la que tanto tenemos que agradecer: uno, que eliminen ese extraño “festa” de la denominación del evento en euskera, porque además de ser horrible no nos es propio en los entornos bilbaínos. Txikiteroen jaia sin duda agradaría más a la amatxu de Begoña y a los libadores de taninos que en algo sientan su tierra.

Y, por otra parte, que luchen en cuerpo y alma para que la calidad del vino de poteo sea algo que pueda consumirse sin morir en el intento, sin que sea una actividad de riesgo: predicad en esos grises tugurios que no es sólo cuestión de palear al cliente sino de ofrecerle un vino con el que vaya a casa alegre, sintiéndose dichoso por los inmejorables momentos que ha pasado allí con sus amigos de siempre. Porque el vino nos une. Y si es bueno… mucho más.

¡Venga, saca otra vuelta! ¡La última!