La bruja de Lezeaga: entre el mito y la realidad

Lezeaga —Lesiaga en dicción popular actual— es un conocido paraje del municipio de Laudio. Pero Lezeaga es también conocido entre nosotros por ser, según la tradición local, el territorio dominado por una legendaria bruja. Esa bruja es, asimismo, el personaje icónico de los carnavales actuales.

Pero en todo ello hay tal mezcla de conceptos, tal revoltijo de verdades y de falsedades, que se hacen necesarias unas líneas para ordenar un poco los datos.

PERSONAJE DE CARNAVAL. Si buscamos en Internet informaciones sobre la bruja de Lezeaga, encontraremos infinidad de referencias que hablan de una tradición ancestral del carnaval, cuyo origen se pierde en los tiempos y según la cual el pueblo de Laudio ajusticia ese personaje, descargando las iras sobre él y quemándolo como rito de purificación pagano. Basta con visitar la sacrosanta Wikipedia para encontrar referencias de este calado: «El Carnaval de Llodio tiene caracteres de carnaval urbano, aunque ha conservado alguna tradición del pasado rural de la localidad. Es el caso del personaje de la Bruja de Leziaga (sic), que recuerda la leyenda de la mujer que habitaba en la cueva de Letziaga (sic), se mesaba los cabellos con peines de oro y atraía con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva».

Es algo rotundamente falso pero que, una vez en la red, se copia y difunde como se inflama un reguero de pólvora. Sin embargo, curiosamente no encontraremos en ella ni una sola reseña a su realidad histórica. Y, a falta de otras referencias, también se está transmitiendo erróneamente en nuestros centros de enseñanza. Así es que, como hemos adelantado, vamos a esbozar unas líneas que pongan un poco de orden en ello, aunque quizá ya el daño sea irreparable.

Contrariamente a esas referencias de la Wikipedia y la infinidad de páginas de carnavales rurales, tradiciones vascas, etc. no tenía nada que ver el dichoso personaje con el carnaval, ni es ninguna «tradición del pasado rural de la localidad» ni existe ninguna referencia a que atrajese «con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva«. Es un invento moderno quizá para describirlo de un modo más idealizado. Pero nada de ello es realidad.

El origen. Al final del franquismo, bullían mil proyectos en la sociedad y los jóvenes que en ello participábamos, intentábamos recuperar todo aquello que sentíamos como muy nuestro y que, por su connotación de vasco, había prohibido el franquismo décadas atrás. También los Carnavales, inicialmente vetados en plena contienda, en 1937 y ratificada su prohibición en forma de ley en 1940, hace ahora 60 años. Eran tiempos en los que tocaba reconstruir lo arruinado por el dictador y su genocidio cultural.

Cuando muchos de nosotros, ilusionados, intentábamos recuperar «nuestra identidad» hicimos varias reuniones para ver cómo plantear los nuevos carnavales. Yo contaba con 16 años y nos reuníamos en el instituto, donde estudiaba. Por mi juventud, participé en alguna de las reuniones si bien el peso lo llevaban los que eran algo más mayores. Se acordó que había que hacer un carnaval como en los pueblos más referenciales y recrear un personaje icónico al que ajusticiar como acto de purificación del mal acumulado y así dar paso a una nueva época de prosperidad y felicidad. Se trataba de copiar o imitar lo mejor que se conocía en Euskal Herria.

Esa figura del mal se encarnaba ya de modo tradicional en los carnavales populares de Laudio y todo el Alto Nervión con la figura de un gallo que se paseaba en una cesta por todas las casas mientras los jóvenes pedían para hacer una merienda. Al final era ajusticiado y muerto. Pero por aquel entonces la costumbre local nos parecía muy desvalida, pusilánime, y necesitábamos algo más potente y emblemático: lo de fuera siempre era mejor que lo nuestro.

J. C. Navarro. En aquellas reuniones, como representante municipal y secretario —la implicación municipal en este tipo de iniciativas era muy grande, con el novedoso gobierno de Herri Batasuna, liderado por el alcalde Pablo Gorostiaga— actuaba el funcionario Juan Carlos Navarro Ullés que, a su vez, era y es un reputado historiador local. Entre tanta divagación desnortada, él mismo, que tenía voz pero no voto, sugirió que por lo que escuchaba y por lo que parecía que se buscaba, tan solo existía un ser de leyenda con el mínimo renombre para poder adecuarse y convertirse en personaje identitario. Y, tras las oportunas explicaciones, convenció a todos, más que nada porque no se vislumbraba otra opción posible. Es más, la comisión le encargó a él mismo que se hiciese cargo de la elaboración física del personaje. Algo de calidad porque iba a salir año tras año y había que quedar a la altura que las circunstancias merecían.

Era el año 1981 y para el año siguiente, 1982, ya salió por primera vez la bruja de Lezeaga como personaje carnavalesco de Laudio. Por cierto, unos carnavales que, siguiendo la tradición, tenían su día fuerte en el martes y no en el sábado previo actual. Como hemos adelantado, fue el mismo J. C. Navarro el responsable de encargar una máscara que, en el instante previo a ser quemada, se sustituía rápidamente por una más basta y sin calidad. La figura la realizó un artesano apodado Txekun que formaba parte del grupo de teatro de calle Akelarre, de Bilbao, con sede y taller en el muelle de Marzana, tal y como en su día me refirió el mismo Navarro.

Imagen de la primera bruja de Lezeaga que desfiló los años 1982 y 1983. Foto cedida por Patxo Santamaría

Pero en 1984 algún gamberro quemó la máscara original y hubo que construir otra, con menos pretensiones por si sucedía lo mismo y tirando de jóvenes artesanos locales: Fontso Isasi, Javi Ramírez y César Fombellida. A partir de ahí, todo es rodar en el tiempo hasta este año que nuestro personaje ha desfilado en 2020 por trigésimo novena (39ª) vez.

Imagen de la figura actual del personaje de carnaval, la Bruja de Lezeaga

EL MITO. Son bastantes las referencias populares de brujas —en euskera sorgin— en Laudio pero es cierto que existe una cuyo renombre alcanza a todo el pueblo: el de la bruja de Lezeaga.

En teoría, según creencias aún bien conocidas entre los de más edad, habitaba en la parte baja del barranco de Iñarrondo —pegante a Lezeaga— y por allí hacía sus fechorías, aunque se la recuerda siempre como un personaje no maligno. E, insistimos, nada de «engatusar a los pastores» como en tantas referencias de Internet encontramos.

Las únicas y exiguas referencias que disponemos hablan de una bruja que hace el papel similar al de las lamias, a tenor de lo escuchado en cierta ocasión por J. C. Navarro (el que dio la idea del personaje para nuestro carnaval) a Eugenio Perea quien, acompañando de niño a su padre, se estremecía al pensar que debía pasar junto a las rocas del barranco de Iñarrondo donde, según se decía, solía peinarse la conocida bruja. Aunque él nunca la llegó a ver, aseguraba haber presenciado púas de peine y cabellos en el lugar.

Santuario de Santa María del Yermo enclavado en plena montaña, lugar de antiguas leyendas populares

También al hacer el Marqués de Urquijo las obras para la primera conducción de aguas potables al municipio en 1879, las muchas de averías y fugas iniciales fueron atribuidas en los ámbitos populares a la bruja de Lezeaga, que al parecer no estaba muy conforme con que perturbasen su territorio y tomaba la venganza a su manera, rompiendo y desajustando las tuberías. No sería de extrañar que fueran actos de sabotaje, pues la toma de esas «aguas de todos» para uso del nuevo palacio del marqués, fue muy contestada popularmente. No conocemos más testimonios que aporten novedades: tan solo reseñas que no hacen más que dar más difusión y amplificar la leyenda.

Que conozcamos, la primera referencia documental de nuestras brujas la da Becerro de Bengoa en su libro Descripciones de Álava (1880) en donde, al describir las canteras de los montes que rodean el municipio de Laudio, dice: «…y las de Leshéaga (sitio de las cuevas) con sus tradiciones sobre las brujas». No conocemos nada anterior. Pero nos habla de brujas y no de una concreta como hoy nos es incuestionable.

REVISIÓN HISTÓRICA. Es llamativo que alguien tan versado en el tema como lo fue José Miguel de Barandiaran, al estudiar e intercambiar muchas informaciones sobre ese lugar a principios de XX, nos hablase de que, sobre el santuario en la zona superior de Lezeaga, «es tradición en Santa María del Yermo que antiguamente aparecían lamias peinando sus cabellos«. Lamias pero nada de «la bruja».

Al igual que cuando nos habló de una muchacha que, por encantamiento de las brujas que habitaban en la cavidad de Sorginzulo en Lezeaga, se convirtió en una de ellas por conseguir un puente. Recogió el sacerdote de Ataun en sus notas manuscritas que «a la cueva donde se metieron, la teme la gente, pues dicen que suele presentarse en ella la chica convertida en bruja» tal y como lo publicamos en su día: La maldición de Lezeaga. Sin embargo no llegó a publicar en sus trabajos esta leyenda que le habían referido. Era consciente de que era una fábula clonada en infinidad de lugares y debió detectar que era algo de novedosa creación.

Y es que, en la actualidad, se está dando una visión revisionista a lo que conocemos como mitología vasca. Y sabemos que infinidad, muchísimas de esas leyendas, fueron creadas a fines del XIX como fábulas propias del ambiente de romanticismo de la época. Hay que hilar fino por tanto para discernir entre lo tradicional y popular y lo modrrno y cultista.

Yo, a la vista de los datos, creo que nuestra Bruja de Lezeaga, la que hoy nos parece tan irrefutable, es un personaje recreado en aquellas épocas por vía culta y no popular, para añadir una atmósfera misteriosa al entorno. Lo mismo y de la misma época que esa otra creencia tan extendida que atribuye la edificación del santuario del Yermo a los templarios.

No sería de extrañar que esas leyendas, y en especial la de «la bruja de Lezeaga», presentada como un personaje único, surgiesen del entorno del palacio del primer marqués de Urquijo apoyándose en la verdadera tradición popular de la presencia de lamias en el entorno. En una época en la que era habitual hacerlo. Quizá hasta con el fin práctico de disipar o desviar la atención popular sobre aquellas «sobrenaturales rupturas de tuberías» —probablemente sabotajes— en su conducción de aguas.

O de mano de aquellas afamadas romerías que muchachos de Bilbao organizaban en ese entorno en las décadas a caballo entre el XIX y el XX, quizá para añadir más encanto a aquellos urbanitas que acudían sedientos de cultura rural.

Que alguien tan versado en mitología y leyendas vascas como José Miguel Barandiaran no recoja nada de nuestro personaje concreto e incluso desprecie lo más próximo a ello es una prueba, a mi entender, irrefutable. Nada menos que en fechas tan tardías como 1935.

Eso sí, en todas nuestras encuestas etnográficas los mayores nos han hablado de la archiconocida «bruja de Lezeaga«. Pero todos esos informantes son hijos ya de muy avanzado el siglo veinte, varias décadas después del nacimiento del mito. Al parecer, todo es cuestión de tiempos. Que la bruja de Lezeaga me perdone. Y el mismo pueblo de Laudio, porque soy consciente de que no va a gustar: el mito siempre es más cómodo que la realidad.

Marzas de Fresnedo: la piedra angular

En estos momentos se estará repitiendo un año más en Fresnedo —localidad rural del municipio de Soba, Cantabria— el ritual de las «marzas». La fiesta consiste en una cuadrilla de muchachos que desde la mañana hasta el anochecer, recorre los pueblos y aldeas del entorno cantando unas coplas y pidiendo ese donativo que luego usarán para hacer una merienda.

Es, en resumen, otro más de nuestros carnavales rurales. Pero en nuestro caso, sin ningún turista, en su más esencial expresión, con más pureza que adorno, más espontaneidad que diseño previo… Porque no lo necesitan.

Irrupción de los marceros, a la carrera, en el entorno de Casatablas

Allí estuve el año pasado, acompañándoles para interiorizar la fiesta y fotografiarla. Y desde aquel entonces, todo se zarandeó en mi interior porque creo que allí encontré la piedra angular necesaria para enlazar la interpretación de varias fiestas de invierno. De hecho, para eso fui hasta allí, guiándome por lo que había escuchado, a un ritual que, al margen de los que lo organizan o toman parte, poca información conseguiremos en internet o en el mismo ayuntamiento. De ahí su pureza, su estado virginal: mi cámara fue la única que les acompañó durante todo el recorrido de la tarde: magia en estado puro.

MARZAS. Las marzas, como recogemos de la wikipedia, son las «el nombre que reciben los cantos con los que se recibe al mes de marzo, conmemorando así la llegada de la primavera. Se cantan el último día de febrero o el primero de marzo en numerosas localidades ubicadas en la zona norte de España, como en Burgos León, Palencia y, especialmente, en Cantabria«. También, por proximidad, se dan en Bizkaia, en municipios como Karrantza o Lanestosa (pincha para ver vídeo) y, creo que en la actualidad desaparecidos, en Turtzios y Artzentales. Y nuestros estudios etnográficos los han pasado de puntillas porque quizá no encajaban con la idea preconcebida que teníamos de la cultura de nuestro país, cuando en realidad son una joya de valor patrimonial incalculable.

En la imagen superior, una marza, ataviados con palos decorados y madreñas. Foto: Wikipedia. Es indudable la semejanza con los coros de Santa ´Águeda en Bizkaia, como el que se muestra en la fotografía inferior. Revista Estampa, 1931.
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A pesar de lo aparentemente antiguo de esta celebración, su nombre no se documenta hasta 1910 (Diccionario Enciclopédico Hispano Americano) y ya en su definición nos da pistas de no ser tan estricto en las fechas como en la actualidad sino que se trata de un ritual de invierno, otra muestra más del carnaval rural. Dice así: «Copla que en la Nochebuena, en el Año Nuevo y en la misa de los Santos Reyes van cantando por las casas de las aldeas, por lo común en la corralada, unos cuantos mozos solteros«. También añade como segunda acepción que se conoce con el nombre de marza también al «obsequio de manteca, morcilla, etc. que se da en la casa a los marzantes para cantar o para rezar«.

De su amplitud de las fechas nos habla el Cancionero popular de la provincia de Santander (Córdoba y Oña, 1955) y que recoge también Antonio Montesino en su obra —imprescindible— Las marzas (1991): «los tiempos de celebración de esta modalidad de canto petitorio […] eran los meses de diciembre (Navidad y Nochebuena), enero (Año Nuevo y Reyes), febrero (última noche) y marzo (primer día o viernes del mes)«. Pero cita que se repiten rituales idénticos —algunos denominados asimismo como marzas— «en carnaval«, etc. Y eso, particularmente, me encanta que sea así por las puertas que nos abre.

Cantando las marzas en Fresnedo

EL NEXO. Lo que yo viví en Fresnedo el año pasado, en su estructura, planteamiento, participación y esencia no se diferencia mucho de los coros de Santa Águeda, tan típicos del occidente vasco, como luego veremos. Con una sola diferencia: las pieles de oveja a la espalda y los grandes cencerros —campanos— que hacen sonar en su espalda. Y es ahí en donde las marzas de Fresnedo se muestran como elemento patrimonial extraordinario, único, ya que nos muestras a las claras el nexo entre los carnavales de invierno y los coros de Santa Águeda.

Grupo de marceros en Fresnedo, con mozas locales en el balcón

RITUALES MASCULINOS. Tanto las marzas como los coros de Santa Águeda se han compuesto de jóvenes muchachos, siempre varones, recién pasados de la infancia a la juventud y es eso precisamente lo que se celebra, porque no deja de ser un ritual de paso, propio de la masculinidad, el acceso a la sexualidad, a la posibilidad de procrear, de generar nueva vida. Al igual que los carnavales rurales, siempre limitados a los muchachos que, a menudo, usan la metamorfosis que le facilitan la máscara y el disfraz, para representar lo femenino, la fertilidad y prosperidad.

Esos coros o rondas juveniles, representan esa época en la que los muchachos abandonan los juegos, comienzan a vestir pantalón largo, ocupan espacios para adultos dentro de las iglesias, comienzan a participar en labores sociales como auzolanes o veredas, en trabajos de casa propios de adultos. O, en su proyección social, toman a su cargo la organización de las principales fiestas y bailes del pueblo. En euskera se conoce ese tránsito como «mutiletan sartu» y como «la mocería» en castellano.

De ahí que, por coincidencia en la edad, ese rito de paso a la juventud como son los coros de Santa Águeda sea mezclado en muchas poblaciones con los quintos, aquellos muchachos que debían acudir al servicio militar, obligatorio en las provincias vascas a partir de la Constitución de 1876 —y su desarrollo especifico por Ley de 1878—, a los que se despedía con una fiesta realizada con lo recogido, ya que se alejaban en muchas ocasiones para varios años, a pasar serias penurias. Precisamente eran llamados a filas en la edad que ya se consideraban no niños sino principio de adultos. Todos hemos escuchado aquello de que de la mili se regresaba hecho un hombre.

El grupo de marceros recorre la práctica totalidad de las aldeas del entorno, para «cantar o rezar» y recoger los obsequios de los lugareños.

PRIMERA COMUNIÓN. Tampoco es ajena la Iglesia a este ritual del paso de la infancia a la edad adulta y que lo encubre y enmascara a través de una celebración creada ad hoc, como lo es la Primera Comunión. Recordemos asimismo que a esa fiesta cristiana accedían los muchachos jóvenes, de 12-14 años, y a los que se remarcaba al finalizar la ceremonia que «Orain, gizon egin zara«, ‘ahora te has hecho hombre’, algo clarificador para lo que intentamos mostrar den este artículo.

Es más, cuando en 1909 el papa Pío X ordenó rebajar la edad del ritual sacramental a los siete años aproximadamente, el pueblo no lo asumió bien porque aquello ya no representaba un paso de jóvenes a la edad adulta. De ahí que en muchas localidades vascas documentemos en esas décadas una duplicidad de dicha celebración: la «komunio txikia» y la «komunio handia» (‘comunión pequeña y comunión grande’), es decir, lo impuesto desde Roma frente a lo interiorizado en la población.

Tampoco es casualidad que la Iglesia celebre el sacramento de la Primera Comunión en primavera, el período pascual, renacimiento de la naturaleza per se, como lo es la juventud o la pubertad.

Las marzas de Fresnedo han guardado su pureza por el aislamiento y su desconocimiento general: al contrario que en la mayoría de carnavales rurales, aquí no hay ni un solo turista o visitante.

SANTA ÁGUEDA VASCA. No sabemos cuál es el motivo por el que aquellas fiestas de invierno en las que se los muchachos recientemente llegados a la edad adulta —el período de «mocería» finalizaba al casarse o al tener edad para ello— se celebraron en el occidente vasco en torno a la figura de Santa Águeda. Quizá por honrar a aquella primera mártir femenina del cristianismo, por el hecho de ser mujer y de haberle cortado los pechos, símbolo por excelencia de la fecundidad y la generación de vida. También acaso por su fecha a principio de febrero, propia para integrar y reconducir en ella los carnavales rurales que tanto incomodaban a la Iglesia.

Por otra parte, las «mocerías» tan propias de Álava y Navarra (Atlas etnográfico de Vasconia, Ritos de nacimiento al matrimonio, 1998) tienen como fiestas propias de los muchachos varones las de Carnavales y la de Santa Águeda, cuyas fiestas organizan por tenerla como su patrona. Algo muy propio por tanto.

Marceros. Unos con pieles, otros con camisa blanca y pañuelo rojo. El torreneru, con el cuévano para recoger los regalos.

LOS COROS. Los coros de las marzas de Fresnedo, que tanto me emocionaron hace un año por su extrema pureza, coinciden en muchos aspectos con las descripciones de los coros de Santa Águeda que disponemos. En tantos detalles que es inevitable el plantear que se trata de una misma celebración, con dos manifestaciones folclóricas posteriores que las diferencian en lo estético. Me valgo para esta ocasión del artículo periodístico «Los coros de Santa Águeda» de Víctor R. Añíbarro en la revista Estampa, nº 161, de 1931.

Habla este artículo de que en todos los coros hay un «gizonzarra, un hombre maduro» que es el que ordena y gobierna el grupo, el que se encarga de transmitir la tradición a los más jóvenes. Esta figura ya desdibujada en Fresnedo, también es habitual en las cuadrillas de mozos de la Vasconia meridional, conocida como «mozo mayor«.

También relata Añibarro cómo «los cantores detiénense ante los caseríos y uno de ellos hace la pregunta de ritual «Abestu edo errezau?» (¿cantamos o rezamos?). Porque en el caserío puede haber algún enfermo o sus habitantes están aún sumidos en el dolor de una desgracia reciente. Se atiende siempre a la respuesta«. Me quedé petrificado cuando, tras haber conducido hasta una vivienda lejana en las montañas de Fresnedo, se mandó no cantar porque alguien de la casa estaba enfermo en la cama.

También se tiene en común que cada participante se acompañe de un gran palo, adornado —no recuerdo haberlo visto el año pasado en Fresnedo— con cintas de colores que, por cierto, recuerdan a esas danzas tradicionales de un mástil y largas cintas que representan a los árboles o a los mismos árboles rituales llamados mayos, mayas o maiatzak.

Coinciden también en que se cante en corro, una canción repetitiva con alusiones en la letra de las marzas a la mujer, algo que recuerda al «si en la vivienda hay una joven, una neskatilla (sic), no hace falta tampoco en la canción la correspondiente alusión galante» del artículo vasco.

Y sobre todo, coinciden con la descripción de Añibarro en que «En todos los sitios son acogidos con cariño y, en la aldea sobre todo, tienen el valor de una emoción muy querida que subsiste en el alma aldeana con toda su fuerza primitiva«.

Las marzas tienen un gran valor como aglutinante social ya que muchas veces supone el encuentro entre buenos amigos

LAS MARZAS. Pero centrémonos en las marzas de Fresnedo de Soba, en todo su lujo de detalle. Para ello prefiero citar directamente las palabras de Ángel Rodríguez en su librillo Los dulzaineros de Fresnedo de Soba (2015) ya que lo resume perfectamente y con más certeza que lo que yo podría ofrecer: «El grupo de marceros lo forman exclusivamente los mozos, excluyendo al género femenino. Se reúnen en algún lugar sin ser vistos, donde se disfrazan y caracterizan convenientemente. Lo componen varios personajes, que se diferencian por sus vestimentas, encargados además de funciones diferentes. Los marceros, conocidos en Soba como «ramasqueros» por el ramo que porta uno de sus personajes, van ataviados con pieles de oveja colocadas en su espalda a modo de capa. A la cintura se ajustan las colleras, portando un buen número de campanos y campanillas que han sido retirados de sus animales para la ocasión. Llevan también un palo con el que andan y saltan al modo pasiego. A los encargados de cantar las marzas se les denomina «cantadores» visten de blanco luciendo una banda colorada. Otro componente que compone la mascarada es el «torreneru» que, cuévano a la espalda, es el encargado de recoger el aguinaldo (chorizos, huevos, castañas, quesos…). Por último está el «ramasquero» que porta el ramo, generalmente de acebo, decorado para la ocasión. Este es el personaje más peculiar. Cubre su rostro con una careta de piel de oveja y lleva un atuendo formado por elementos carnavalescos y prendas femeninas, en ocasiones llevando una pandereta. Todos los personajes cubren su cabeza con un capirote adornado con cintas de colores.

Una vez terminada la caracterización, los ramasqueros se dirigen a las casas de los vecinos. Resuenan los campanos, agitados por los mozos que los portan, hasta que llegan a la vivienda donde los cantadores hacen la pregunta de rigor: «¿Cantamos o rezamos?». Si en la casa se guarda luto, se rehúsa al cantar y se reza si así se solicita. Si se pide del canto, pronto los mozos cantadores comienzan a entonar las marzas. Rara es la vez que se cantan al completo, pues enseguida los ramasqueros comienzan a agitar sus campanos entre gritos y relinchos. Y es que, como dice la canción «…dénoslo señora, si nos lo han de dar, sin cortos los días y hay mucho que andar». El torreneru se encarga de recoger el aguinaldo y se dirigen a una nueva casa. Este proceso se repite en todas y cada una de las casas del pueblo, así como en los pueblos vecinos. Con los obsequios obtenidos, se reúnen todos los participantes para celebrar la parranda«.

Sobran las palabras ante tal cúmulo de símbolos tan virginales y desconocidos fuera de Fresnedo. Pero es fácil enlazarlo no sólo con nuestros coros de Santa Águeda sino con carnavales mucho más alejados, como los de Ituren y Zubieta, u otros similares o rituales en torno al árbol, conocidos entre nosotros como basaratuste ‘carnaval del bosque’ o kanporamartxo y etxeramartxo— cuyo segundo componente del término, martxo, al menos en apariencia, no dista nada del nombre «marza«.

LAS LÁGRIMAS DE GELÍN. Por nada del mundo habría de imaginarme yo que, cuando buscaba algún enlace para participar como observador en las marzas de Fresnedo, la familia más memorable del mismo iba a ser la de los Pérez, saga de dulzaineros locales. Y es que allá por el año 2000 estuve en casa de Terio, al que fotografié junto a su esposa. Terio era un afamado dulzainero y motor de las marzas, ya fallecido, e hijo del legendario Ángel Pérez— gracias a uno de sus nietos, Mikel, del que por aquel entonces era yo profesor y ahora amigo. Hijo de Terio y nieto de Ángel es otro Ángel —padre de Mikel— que, por diferenciarlo del abuelo, se conoce en este entorno como «Gelín» (de Angelín, claro está), al que también conozco.

Fotografía del archivo familiar, con el legendario dulzainero y motor de las marzas Ángel Pérez. Junto a él, sus nietos Gelín (Angelín) y Jesús.
Fotografía que en el año 2000 hice a Terín, hijo de Ángel, padre de Gelín y abuelo de Alberto, Mikel y Adrián.
La tradición reverdece cada principio de marzo en la familia Pérez. Sin participar, Ángel, Gelín, junto a su hijo Mikel, sobrino Adrián e hijo Alberto.
Instantánea tras el encuentro en el restaurante Casatablas, centro neurálgico del valle.

Con él coincidí en el bar Casatablas, el punto de encuentro referente del valle —y por cierto con muy buena y económica comida— mientras esperábamos a que apareciesen los marceros en su recorrido. Un problema en una pierna le impedía participar este año, supongo que por primera vez en su vida. Pronto irrumpieron los atronadores campanos y en una carrera por la carretera aparecieron de la nada los sudorosos marceros. Allí, dentro del grupo, estaban sus hijos Alberto y Mikel. Y Adrián, el hijo de su hermana Delfina. En ese momento, cuando vimos aparecer en la lejanía al grupo, mientras charlábamos con sendos vasos de vino en la mano, vi cómo se le humedecían a Gelín los ojos por la emoción. No dije nada y respeté su silencio. Porque en ese mágico momento necesitaba todo el universo para él: le estaban hablando sus genes, sus raíces ancestrales. Allí estaba, con la mirada perdida, ausente, inmerso en la silenciosa soledad que había edificado para aislarse del tronar de los campanos. Y sus vivencias personales propias, las de sus antepasados y las de su descendencia se encontraron allí, junto a la húmeda tierra de aquel encajado valle en donde nos encontrábamos. Entonces comprendí lo que eran las marzas de Fresnedo para aquella gente que, dicho sea de paso, tan bien me acogió: historia, pureza y, sobre todo, emoción. Benditas aquellas lágrimas de Gelín, que regaron el renacer primaveral de la historia…

2 de febrero: más que bendecir velas

Acabo de regresar de bendecir unas velas porque hoy, 2 de febrero, es su día: Día de Candelas o Candelaria. Y no unas velas cualquiera sino unas expresamente compradas para la ocasión en la cerería Donezar de Iruñea, el último establecimiento artesanal que se dedica a aquella labor gremial que conoció mayores glorias que hoy. Porque en días especiales como hoy todo capricho parece poco.

Las velas bendecidas en esta fecha tan señalada adquirían un poder mágico, sobrenatural y se usaban –junto al agua bendita– como desesperado último auxilio frente a aquellas situaciones que superaban lo humanamente alcanzable y que, por ello, necesitaban de la intercesión divina.

Velas artesanas de Donezar, en plena actuación milagrosa contra la tormenta de viento y granizo que hemos vivido en el mismo día de ser bendecidas

Encender una vela que se había bendecido un 2 de febrero era la mejor de las soluciones para hacer que una tormenta se aplacase, para que no descargasen su temible fuerza los rayos, para retornar al cauce habitual un desbordado río o aminorar la fuerza del mar que amenazaba a los marineros, para ayudar a los moribundos agonizantes a poner fin a su existencia corporal, para orientar a las almas de nuestros difuntos a la hora de regresar a casa en fechas como Todos los Santos o Navidad u otras que andaban penando, errantes en cruces y rincones, por no haber cumplido una promesa en vida o cualesquiera otra razón. Igual que para ahuyentar brujas y otros seres maléficos cuando crujía el caserío, temblaban las tejas o se mostraba especialmente inquieto el ganado. Porque las velas y la cera en sí estaban consideradas como el más apropiado vínculo material para enlazar lo humano con lo divino, lo terrenal con lo celestial.

Bendición de las velas en la parroquia de San Pedro de Lamuza, Laudio, con José Mª García

RITOS PREVIOS. Pero en el fondo, como siempre suele suceder con nuestros ritos y creencias, bajo esta fiesta cristiana –que por otra parte conmemora la presentación de Jesús en el templo tras cumplir los 40 preceptivos días de purificación tras el parto– subyacen otros símbolos de creencias más arcaicas, ancestrales si se quiere, previas a la cristianización y que nos transportan a lo más intenso, puro y esencial de nuestra cultura y existencia. Vamos a repasarlas aunque sea someramente.

Realmente las velas que algunos madrugadores hemos bendecido hoy representan la victoria de la luz frente a las tinieblas, de lo humano frente a lo no humano y mitológico, de la primavera frente al invierno, del bien frente al mal o, por simplificarlo, de la vida frente a la muerte.

No es casualidad que el 2 de febrero coincida en una concatenación de días rebosantes de rituales con los que buscamos una vida mejor o la misma la supervivencia: Candelaria,  San Blas, Santa Águeda, carnavales rurales, basaratuste (ofrendas al bosque)… Sin duda estamos en el epicentro del calendario de nuestra simbología tradicional, en ese punto de inflexión en el que hay que dar paso a la vida frente al mal y la oscuridad, la fiesta que marca el centro el invierno.

También subyacen bajo esta fecha los cultos previos que se rendía en diferentes épocas de la historia de la Humanidad, a las divinidades Demeter griega y su posterior Ceres romana, con sus precedentes y más lejanas Isis egipcia o Astarté fenicia. Todas ellas, concatenadas en la historia, celebran el despertar de la naturaleza tras el letargo invernal por medio de esas diosas, siempre femeninas, que son guía de la agricultura, alimento de la tierra joven y fértil y artífices de que se repita con éxito cada cada año ese ciclo vivificador entre la muerte y la vida.

EL OSO. En toda Europa existe la creencia popular de que el día de hoy es la fecha en la que el oso abandona su hibernación para salir de la madriguera (la marmota en las Américas).

Nuestros antepasados, sin duda, lo percibirían como la reaparición del mal, no solo por los daños que como alimaña les causaba, sino porque surgía de las cavernas, de las entrañas de la tierra, de la oscuridad en donde reina el mal y los seres mitológicos no humanos. Hay por ello quien apunta que quizá muchos de nuestros gentiles o basajaun avistados en los bosques serían en realidad osos, interpretados por aquellos atemorizados personajes que les tocó vivir tan duras condiciones.

Tampoco es casualidad que la misma doctrina cristiana ubicase el infierno, el diablo… en un idealizado interior de la tierra, readecuando para su beneficio las antiguas creencias previas. El mal, por ello, reaparecía estos días desde los avernos de nuestro mundo.

Apresamiento del oso en carnaval rural de Ituren, carnaval 2019

CARNAVALES. De ahí que las representaciones populares de los carnavales rurales, los de verdad, culminen en muchas ocasiones con el apresamiento y muerte del oso, tras una purificación del entorno con el sagrado sonido de los grandes cencerros: Vijanera, joaldunak de Ituren y Zubieta, Markina… Simbolizan así la victoria del bien sobre el mal, de lo humano y divino sobre lo diabólico… de la vida sobre la muerte. Así es que disfrutad de esta fecha que nos transporta mucho más allá de la bendición de unas simples velas: es el fin del invierno y a partir de estas fechas renace una vez más la naturaleza que nos mece en nuestra existencia. No es pequeño motivo para una celebración

Neguari, argi eske

Gizakia gizaki denetik, beldurra izan dio neguari. Horregatik, gure arbaso urrunen helburu nagusia zen urtaro latz hori ahalik eta azkarren igarotzea… ahalik eta ondoen… bizirik, azken finean.  Horretarako, ez zuen konfiantza nahikorik berarengan edo bere tribuaren indarretan eta, desesperazio ezindu hartan, mesedea eskatu behar zien bestaldeko indarrei, kosmosari edo dibinitateei , esan bezala, nola edo hala, argi urriko egun haiek zeharkatzeko.

Zer esanik ez, itxuraldaturik iritsi zaizkigu behinolako erritu haiek. Baina hor ditugu, eskuartean, ehunka edo milaka urte dituzten ohitura batzuen azken testigantzak, betiko galdu aurretiko azken uneotan.

Horra doazkizue nire eskarmentu pertsonaletik erauzitako ohar hauek, bizirik ditudan aita eta amari sutondoan, bazkalosteetan, presarik gabeko arratsalde euritsuetan entzundakoak, haiek nik ez bezala, barru-barrutik sentitu eta praktikatu dituztelako herri-ohitura horiek, negu bat bestearen atzetik garaitzeko.

Gaur egun, nahikoa da etengailu bat aktibatzea ezkutuko iluntasunari, hau da, gaizkiaren mendeetako bizitoki kontrolaezinari diogun beldurra uxatzeko. Alabaina, ez da horrela izan herri gisa egin dugun bidearen zati handienean. Duela gutxi arte, negua iristeak, hotza, gabezia eta pobrezia ez ezik, indar txarren ahalduntzea ere bazekarren, «beste aldekoena», oso argi ordu gutxi izanik inoiz baino gehiago hedatzen baitziren. Ziurgabetasuna eta beldurra, azken finean.

Hainbestekoa zen, ezen bizirik irautea ere zalantzan jartzen baitzen. Edozelan ere, garai hori gainditu beharra zegoen; gutxienez, kukuaren kantua entzun arte: urte bateko iraupena bermatzen zuen dudarik gabeko ikurra. Eta hobe zen entzutean poltsikoan dirua izatea, ordutik aurrera gabeziarik gabe bizitzearen sinboloa baitzen.

Gure herrian, gure aitita-amamek hainbat erritu praktikatzen zuten: belaunaldiz belaunaldi errepikatu dira ohiturak, zeruen, jainkoen edo, urrunago joan gabe, patuaren faborea bilatzeko helburuarekin.

Bada, Laudion XX. mendearen hasiera arte basotik oso enbor handia hartzen zuten sua egiteko, urte osoan etxeetan piztuta mantendu behar zena. Haren errautsek kortak, zelaiak, ibai zabalak eta abar bedeinkatzeko balio zuten; baita etxebizitzak piztiengandik eta ekaitzetatik babesteko ere. Ez da zaila zuhaitz magiko hori antzeko erritu batzuekin lotzea. Esaterako, Kataluniako «Tió nadal», Aragoiko Gabonetako «tronca» edo «toza», Europa iparraldeko Eguberrietako zuhaitza… denak ere kristautasuna zabaldu aurrekoak, dudarik gabe. Ezta «Olentzero», Kantabriako «Esteru», Galiziako «Apalpador» eta abarrekin lotzea ere.

Gabonetako enbor magiko horri «Olentzero-enborra» esaten zitzaion hainbat herritan. Neguan irauteko zuhaitz oparoa, emankorra eta elikagaiduna; egun, hainbat opari, jostailu eta abar bilakatua.

Halaber, ezin genezake ahantz mantelaren azpian Gabon gauean moztutako lehen ogi zatia gordetzeko tradizioa; batzuek badugu ohitura hori oraindik. Urte osoan amorrua sendatzeko balio zuen, etxea babesteko… baita beste helburu batzuetarako ere, egun ahaztuak dauden arren; gainezka egitear zeuden uholdeak beheratzeko, adibidez.

Honetaz, zerbait dugu idatzia «el arca de no se» blogean:

http://blogs.deia.eus/arca-de-no-se/2016/12/23/pan-magia-y-rituales-en-nochebuena/

Baina ez zen ogia magikoa zen bakarra, Gabon gaueko afari osoa baizik. Hainbestekoa zen haren garrantzia, ezen animaliekin ere konpartitzen baitzen haren onura. Hala, duela urte gutxi arte, baserrietan gau horretan hobeto ematen zitzaien jaten txakurrei, ardiei, untxiei, oiloei eta abarrei. Beti bukatzen zuten astoarekin, baserriaren ekonomiaren aliatu handiarekin, nahiz eta traturik okerrena eta umiliagarriena hark hartzen zuen.

Eguberria pasatutakoan, oroigarri txikiak trukatzeko erritua iristen zen: komunitatearen babesa sinbolizatzen zuten, zorigaizto indibidualen aurrean. «Agilando» gabonsaria zen, gerora «aguinaldo» bihurtuko zena. Mutilek neskei Urteberri eguneko arratsaldean egiten zieten oparia. Neskek mutilei, berriz, Errege edo Epifania egunean egiten zizkieten.

SAN ANTON
Gabonak igarota, laster iristen zen kristautasunaren lehen eremitatzat hartua den santuaren jaia: San Antonio Abad, «San Anton» ere esaten zaiona. Etengabe erritu jakin batzuk egiten zituzten, egun goibel horietan zortea alde edukitzeko. «San Antón, huevos a montón» esaten
da, argia ordu erdiz luzatzea nahikoa baitzen oilo erruleak aktibatzeko. Beste ohitura bat santu horren estanpa kortetan jartzea zen, ondasunik handienaren babesle zelakoan: etxeko abereen babesle. Egun hotz horiek egokiak ziren beste txerriren bat sakrifikatzeko; horra hor, gaztainekin batera, neguko goseari aurre egiteko miraría.

Jada gogoratzen ez den arren, ohitura zen errituetan sua piztea ere, eta animaliei jaiko tratua ematea. Egun horietan mandazainen mandoek ez zuten lanik egiten; normalean ukuiluratuta egoten ziren animaliei euren kasara paseatzen eta bazkatzen uzten zieten eta abar.

KANDELERIO
Egun bat geroago iristen zen Kandelaria edo Kandelerio eguna, otsailaren 2an, urteko erritu gehien pilatzen duen garaiari hasiera emanez. Hala, elizako kandelak bedeinkatzen ziren. Bolada labur batean piztuta egon behar zuten kandelek tenpluan, botere osoa eskura zezaten. Horren ostean, ekaitzen kontra erabil zitezkeen, haiek uzta arriskuan jar baitzezaketen. Gatz pixka bat botatzen zitzaien pizten zirenean, eta suari ereinotz bedeinkatua gehitzen zitzaion. Hori gutxi balitz bezala, aizkora bat jartzen zen etxetik urrun, alde zorrotza gora zuela; eliza eta ermitetako kanpaiak jotzen ziren, edo apaiz batek hodeien kontra botatzen zuen bere zapatetako bat, ekaitzak hartu behar zuen norabidea adierazteko.

Kandelen egunak Jesus jaio zenetik 40 egun igaro zirela adierazten du, erditzear zen edozein emakumerentzako beharrezko purifikazio ezarritako epea. Haatik, Laudioko emakumeek ezin zuten ez elizara ez etxetik kanpo atera 40 egunetan. Badira oraindik ondo gogoratzen duten bizilagun edadetuak.

SAN BLAS
Kandelen egunaren hurrengoa San Blas da, gizaki eta animaliei jaten ematekoa, elikagaien beste bedeinkapen batekin –berriz ere etxeetako patuaren parte izanez–, era horretan osasuna bermatzeko. Haria bedeinkatzea ere ohitura zen, eta da orain ere, eztarria urte osoan babesteko. Tokian-tokian aldatzen bada ere, Laudion hauxe da ohitura errotuena: soinean eramatea, harik eta Aratusteetako astearte gauean, Hausterre egunaren bezperan, sutan erretzen den arte. Nola data horiek aldakorrak diren, urte batzuetan haría aste askoan eraman behar izaten dira lepoan, eta beste batzuetan, berriz, aurten bezala, aste batean baino ez.

SANTA AGATA BEZPERA
Atseden egun baten ondoren, beste gau magiko bat dator: Santa Agata bezpera, ugalkortasunaren aktibazioa, kristautasunak ezarria bularrak — gure lehen bizi-iturria— moztu zizkioten santu baten omenez.

Izan ere, gure nagusien esanetan, egun horietatik aurrera hasten da belarra hazten, lehen kimuak azaltzen, hegaztiak ugaltzen… Bizitza hasten da, esnatzen da… Lokartutako lurra estimulatzeko ez dago ezer hoberik lurra erritmo etengabean makilekin jo eta koru batekin laguntzea baino.

Duela mende bat, abesbatza hamalau lagunekoa izaten zen, eta zenbait multzo egiten zituzten, baserriak banatzeko. «Kantau edo errezau” esaldi erritualarekin hasten zen dena, lutoren bat errespetatu beharko balitz aukera izateko.

Inprobisatutako kopla sortek, koruak errepikatutako leloekin, etxeko neska ezkongaia aipatzen zuten, edo senargaiengandik espero ziren opariak. Txanpon batzuk izan ohi ziren, edo, are opari hobea, bazkariren bat, hurrengo eguneko askarian bukatzen zena, erremediorik gabe…

Euskarazko kopla horien ohitura gaztelerazko beste abesti batekin desagertu zen («Esta noche, día cuatro víspera Santa Águeda y mañana día cinco será su festividad…») eta, gero, Evaristo Bustintza «Kirikiño» (1866-1929) Mañariako idazle ezagunaren Aintzaldu etorri zen.

Aipatutako eguna pasatutakoan, aldakorra zen epe batek osatzen zuen Aratusteekiko (inauterietako) zubia. Aldakorra, zeren Aratusteak Aste Santuaren arabera ezartzen baitira, eta Aste santua Pazko egunak markatzen baitu: udaberriko lehen ilbetearen ondorengo igandeak.

ARATUSTEAK
Laudion aratusteak igandean, astelehenean, eta,bereziki, asteartean izaten ziren. Ez du zerikusirik larunbatarekin, azken hamarkadetan txertatu da eta.

Eta aurreko igandean, basoari eginiko eskaintza, Basaratuste (baso-aratuste) edo Kanporamartxo deitua: komunitate osoa baso bazter batera joaten zen eta joaten da txitxi-burruntzian prestatutako txerrikia jateko bertan.

Aratusteetan ohikoa zen oilar batekin eskean ateratzea: oilarra, arazte erritu batean txarkeria guztien erruduntzat jo, eta akabatu egiten zuten. Tostadak eta txerri hankak ez ziren mahaietan falta. Kontrolik gabeko egun horietan ez ziren gutxi elizaren bueltan ikus zitezkeen mozorro irrigarri eta iraingarriengatik apaizek jarritako kexak.

GARIZUMA
Baina dena zen oparotasunaren irudi faltsua, haragirik, sexurik, alkoholik, dibertsiorik gabeko epe baten aurreko fasea, Aste Santura arte iraungo zuena. Izan ere, ordurako indartua zeuden eguzkia eta argia, eta inork ez zuen bere bizitza kolokan ikusten. Kukua entzuna zuten, eta hori bazen nahikoa nire herrian, euskaldunon herrian, bizitza beste urte batez bermatzeko…