Hace unas semanas realicé un periplo de pedaleo ciclista sin prisas, con calma, para recorrer el perímetro de Álava en cuatro días, uno por cada punto cardinal. Con más intencionalidad cultural que deportiva.
En las primeras horas del primer día tuve que acometer el ascenso del puerto de Orduña llamado así por la ciudad vizcaína que se asienta en sus pies, a pesar de que la majestuosa ascensión está enclavada en Tertanga, valle de Arrastaria y municipio de Amurrio (Álava).
En sus tramos más altos, en uno de los márgenes de la carretera, se encuentra un monumento de piedra, bien visible, a modo de estela conmemorativa. Siempre con ganas de escudriñar en ella, por fin la visité gracias a la versatilidad de la bici ya que un vehículo a motor no podría detenerse ahí.
El texto inscrito en el monumento es simple y escueto: «Cayo Redón y Tapiz // † 20 agosto año 1923«.
Escudriñando un poco, sabemos gracias a su partida de defunción (Juzgado de Arrastaria, distrito de Amurrio) que falleció a las 12:00 h del mediodía en «un accidente automovilista» y que había de recibir sepultura en el cementerio de Orduña. Ya es algo.
Sabemos por otras vías que para cuando Cayo falleció a los 32 años, era un reputado profesor y arquitecto en Madrid (aunque él y sus progenitores eran naturales de Logroño), con domicilio en la lujosa calle Serrano, servicio doméstico a su cargo y un automóvil, algo para aquel entonces al alcance de pocas personas. Su obra más emblemática, por la que se le recuerda, es casa-palacio de Ricardo Augustín, construida en 1916 para unos opulentos vitorianos, con soluciones arquitectónicas que se admiran y estudian aún. Pero aquella meteórica carrera se truncó en la zona más elevada de nuestro puerto.
Una escueta reseña en el El Noticiero Bilbaíno del día siguiente al deceso, nos aporta algo más de luz para intentar recrear el suceso.
Quiero suponer que vendrían de su residencia de Madrid a Amurrio ya que su esposa, María Pilar Aspiunza García, era natural de esta localidad. Y seguramente el automóvil tendría algún problema mecánico ya parece que se embaló pendiente abajo y, seguramente —siempre moviéndonos en el campo de la especulación— presa del pánico ante la posibilidad de despeñarse por la impresionante ladera de la montaña, Cayo optaría por girar hacia el lado contrario —el izquierdo en el sentido de la marcha— para chocarlo y parar la deriva loca del coche. Es así como él, que conducía el vehículo, se llevó el golpe mayor, y quedó aplastado contra los restos del coche, que «quedó destrozado«, falleciendo in situ. Por el contrario, su esposa salió «despedida con gran violencia» al encontrarse en el asiento del copiloto, que no había chocado de frente contra el peñasco. «Resultó conmocionada y con heridas generalizadas, de carácter grave» como reza la noticia.
Menos gravedad supuso aún a las personas que ocupaban los asientos traseros, la muchacha del servicio y la hija, de siete años, María del Rosario Redón Aspiunza. Fueron despedidas en el impacto y «también sufrieron lesiones, si bien leves afortunadamente«. No viajaba en el vehículo el otro hijo que completaba la familia, de nombre «Cayo-Antonio», que a la edad de tres años, aquel 23 de agosto pasó del paraíso de una familia muy acomodada al infierno de la orfandad.
Algunos otros viajeros que pasaban por la carretera «auxiliaron a los viajeros, viendo que el Sr. Redondo [sic: Redón] estaba muerto«. Además «se avisó por teléfono a Orduña, de donde se envió otro auto al lugar del suceso«.
Añade El Noticiero Bilbaíno que «Los heridos fueron alojados en casa del alcalde de Orduña, Sr Llaguno, a donde acudió un facultativo«, en referencia a Luis Llaguno Piñera, alcalde desde 1914 hasta el mes siguiente al accidente automovilístico, en septiembre.
A partir de ahí, casi un siglo de historia se ha encargado de borrar todo recuerdo de aquel infortunio que, sin duda, conmocionaría a la sociedad local y madrileña del momento. Solo los vientos, soles, nieblas y nieves que custodian día y noche el monumento memorial de piedra en aquel alto paraje, parecen negarse a olvidar lo sucedido. Como algún que otro ciclista que, sin prisas y deseoso de dar un descanso a sus piernas, descabalgó de su montura para recordar a Cayo y su acto de generosidad al sacrificar su vida por salvar la de los demás. Descanse en paz.