Por el exterior de la cocina en donde anteayer celebrábamos la cena navideña escuchamos los maullidos de una gata callejera. De repente, la orden de mi padre fue seca y contundente: «Dad de comer a esa gata, que es Navidad«. Era la reaparición casual de una antigua tradición popular navideña…
Al momento me di cuenta de que se trataba de algo extraordinario, inconcebible en cualquier otro día, ya que no tiene simpatía alguna por los animales ni mascotas, siempre concebidos como seres supeditados al ser humano para su servicio y beneficio.
Por eso me sorprendió y maravilló el escuchar esa frase, porque sabía bien por dónde había que interpretarla.
En efecto, él, al igual que mi madre, siempre nos han contado que, cuando vivían en sus respectivos caseríos, en la noche de Navidad se compartía la cena ritual con los animales, dándoles algo de comida, haciéndoles partícipes del banquete y celebración porque vivían bajo el mismo techo y formaban parte de aquel universo conceptual llamado etxea, ‘la casa’, entendida como algo mucho más rico y complejo que una siempre edificación. Aquella tradición de repartir los alimentos navideños era una costumbre extendida y conocida aunque, por desgracia, hoy se encuentra asomada al borde del abismo del olvido.
Una espiga de maíz a las vacas, un puñado de cebada a las gallinas, algo de paja al burro… lo que fuese para que cada animal de la casa se sintiese dichoso y feliz. Porque, al fin y al cabo, también ellos eran criaturas de la creación.
Respecto a mi padre y madre, hace ya casi 60 años que bajaron de los caseríos para acomodarse en un piso más cercano al fondo fabril del valle. «Allí empezamos a vivir«, dicen. Pero, a la vez, sus mundos tradicionales se desmoronaron. Por ello, aquella costumbre de dar algo de comer a los animales había quedado proscrita, sin más, a sus recuerdos de la infancia y juventud. Sin embargo, ayer, a sus casi 88 años, como quien cierra un círculo, alguna llamada interior hizo que aquello reviviese en mi padre y nos mandó dar de comer a aquella gata. Con una motivación tan simple como contundente: porque era Navidad.
Extrapolándola, no me pareció mala enseñanza esa de compartir los recursos para buscar la felicidad mutua y la igualdad entre las personas. Porque así, tan contento se siente el que ayuda como el que es ayudado. Si no, que nos lo pregunten a nosotros o a aquella gata zalamera.
Para mí, el haberlo podido vivir, ha sido el más bonito de los regalos. Cosas de la Navidad…