El gato ha levantado las mayores desconfianzas y recelos entre nuestros antepasados a pesar de llevar conviviendo con nosotros desde hace milenios (se estima que la domesticación del gato comenzó entre el 7500 a. C. y el 7000 a. C).
Y es que, dejando a un lado estas últimas décadas en las que ha pasado a convertirse en mascota, el gato nunca ha sido en nuestro entorno rural un animal en el que se haya confiado. De ahí que en la cultura popular existan en torno a él extrañas creencias y se les practique ciertos rituales. Os acerco uno de ellos, de primera mano además, ya que mi padre lo practicó en sus años jóvenes.
Todos somos conscientes de que los gatos son de un carácter muy independiente e imprevisible y que, aunque demos por hecho que están domesticados, en realidad han sido de pocas concesiones a los humanos, de dominar ellos la situación, apareciendo y desapareciendo a su antojo por las dependencias de los caseríos. Katua harro da se dice en euskera, ‘el gato es orgulloso’. Nada que ver con el carácter fiel, sumiso e incondicional del perro.
EL RITUAL. Pues bien. Al traer un gato nuevo a casa —supongo que por refrescar los genes— existía el riesgo de que se fugase por no identificarse con el lugar. Pero pronto encontró la sabiduría popular un remedio para ello. Consistía en introducir al gato dentro de un saco y, a continuación, darle tres vueltas en sobre el fuego, el elemento más sagrado e identificativo del hogar y de la estirpe humana que lo habitaba.
Sabemos que, en lugares como Dima (Bizkaia), había además que recitar unas palabras, a modo de jaculatoria mágica, mientras se daban esas tres vueltas: etxerako zara eta etxerako izan zatez (‘eres para casa y para casa serás’).
Tras ese acto casi litúrgico, el gato quedaba unido de un modo inherente e insoslayable a aquel nuevo entorno. Y jamás se fugaría. Así recuerda mi padre (n. 1934) haberlo llevado a cabo en diversas ocasiones en la altiva aldea de Markuartu, en aquel caserío a caballo entre Laudio y Okondo que le venía dado por la línea materna.
En realidad, no se trata de una costumbre local sino bien extendida por toda la geografía vasca, tal y como lo recogió, desde Bizkaia hasta Nafarroa Beherea (Basse-Navarre), el sacerdote R. M. Azkue (1864-1951).
ANIMAL DIABÓLICO. Que se dé un ritual tan específico no es fruto de la casualidad y sin duda responde a unos prejuicios casi atávicos respecto a ese animal. Es difícil resumir de un modo muy abreviado las creencias populares negativas que se han dado en torno al gato. Pero podemos adelantar que la del gato era la forma corpórea que adoptaban las brujas o el mismo diablo. De ahí que se considerase que tenía la facultad de trasladarse o conectar con los dos mundos, el terrenal y el del más allá.
Probablemente por eso se le atribuyeron en nuestros caseríos unas cualidades sobrenaturales que no poseía ningún otro animal: son numerosos los testimonios etnográficos que nos cuentan cómo los gatos podían predecir el tiempo y cómo había que interpretar sus señales: dependiendo de hacia dónde mirasen o con que pata se atusasen haría mal o buen tiempo. También podían adivinar por medio de sus señales las buenas o malas noticias del futuro inmediato, las posibilidades de casarse ese año o hasta la llegada de algún forastero. Y, rizando el rizo, en algunas comarcas de Aragón adivinaban si el forastero llegaría a caballo o a pie observando sus gatunos gestos.
Del mismo modo, la epilepsia infantil era atribuida en algunas de nuestras poblaciones al aliento maligno que los gatos habían exhalado cerca de las criaturas. Por estas y otras razones más, por una mezcla entre el respeto y el miedo, al gato apenas se le ha molestado y se ha dejado que hiciese libremente sus correrías por la casa y alrededores.
Es más: por su identificación con la brujería fue tan temido en toda Europa que se persiguió sin piedad, ejecutándolos a golpes o, la mayoría, quemándolos vivos en las hogueras al modo que se debía hacer con las brujas. Fue un edicto del papa Inocencio VIII en 1484 —bien respaldado por la Inquisición— el que hizo que se sacrificasen miles de gatos en las fiestas populares, quemados vivos en hogueras, llevándolos al borde de la extinción.
Con esos precedentes, atenazados por sus prejuicios, no es de extrañar que nuestros baserritarras opinasen que los gatos no debían comprarse, por miedo a que se sintiesen ofendidos y se vengasen contra aquel hogar, lanzando alguna maldición o provocando alguna desgracia. Por ello, siempre se conseguían haciendo un intercambio por otros animales, generalmente pollos, pero jamás por dinero.
TRES VUELTAS. No es casualidad que ante un ser con poderes que superaban lo racional, se recurriese a rituales protectores para hacer frente a envites del mal de tan gran envergadura. Y uno de ellos es el de las tres vueltas, un viejo conocido en la cultura vasca.
Probablemente serviría para anular su vínculo con la brujería, algo que debía evitarse a toda costa en el nuevo hogar. Para ello se usa la misma fórmula, ya que se creía que las brujas eran personas —normalmente mujeres— que para acceder al mundo del maligno habían dado de noche tres vueltas a alguna iglesia. También las brujas adoptaban figuras de animales —como en nuestro caso— para pasar desapercibidas entre los humanos. La metamorfosis la llevaban a cabo tras, una vez más, girar tres veces en torno a un árbol.
Tampoco podemos olvidar que en Zeberio (Bizkaia) se ha creído que al dar tres vueltas de noche en torno al pórtico de la iglesia, las almas se hacían visibles en los cementerios, en forma de luces.
HOGAR Y MUERTE. Para finalizar añadiremos que nuestros antepasados estaban tan condicionados por los prejuicios que tenían sobre los gatos que, en caso de que a pesar de haberle dado las tres vueltas sobre el fuego, el animal tuviese tendencia a marchar, había que facilitárselo sin perturbarlo. Se introducía en un saco y se llevaba a un lugar lejano para liberarlo. Se creía que estos gatos eran los que, en esa situación, se convertían en gatos monteses. En cualquier caso, bajo ningún concepto se le podía matar porque no sería más que fuente de desgracias para aquella familia que lo hiciese.
Bajo ningún concepto. Bueno… Quizá no todo haya sido tan idílico. Veamos si no, retornando a Laudio, nuestro punto de partida, lo que recogió R. M. Azkue (1864-1951): «Una vez hicieron hablar a un gato en cierta taberna de Llodio. Uno dijo al tabernero que el vino de allí estaba mezclado. Este (contestó) que no. «Katuak esango dausku urduna dan ala ez dan» (‘el gato nos dirá si está o no aguado’). Dicho esto, agarrando al gato por la boca, le preguntó: «Zer dauko onek?» (‘¿Qué tiene esto?’). ¡Aua! parece que respondió el gato. Entonces, de rabia, el tabernero lo dejó muerto».
Pero esto es una excepción con fin cómico: no busquemos tres pies al gato, que son en realidad cuatro y cinco con el rabo.