Inmerso en mis ingenuas ensoñaciones, hace unos años acudí al santuario de Urkiola para intentar rememorar allí alguna de nuestras costumbres populares vascas, pensando que así aportaba mi granito de arena contra su desaparición. Pronto me encontré con la cruda realidad y con la certeza de que nada es lo que era y que aquel mundo tradicional de coexistencia con el medio, tan lleno de símbolos y rituales en otras épocas, no era ya más que la simple quimera de un txotxolo. Era el 17 de enero, San Antonio Abad, el patrón de los animales.
El acto estaba rebosante de urbanitas que mostraban sus emperifolladas mascotas como si fuesen los únicos seres vivos sobre la faz de la tierra, quedando desligado todo ello del contexto rural que otro tiempo dio sentido a la fiesta. Yo mismo —otro urbanita, aunque más nostálgico en lo estético— estaba allí para bendecir nada menos que unos cencerros, costumbre practicada antiguamente en aquel templo de montaña pero que ya nadie lleva a cabo. De hecho, por lo novedoso e inusual, la ocurrencia causó gran admiración y me costó explicar a televisiones, fotógrafos y radios que yo no era un buen pastor sino un mal impostor . Una vez más, nada era lo que aparentaba ser.
Pero antiguamente sí que acudían para ello ganaderos de toda Bizkaia, con cestas llenas de sus mejores arranak, los cantarines cencerros, que actuarían a partir de aquella bendición como un talismán contra rayos, enfermedades, despeñamientos, etc. del rebaño. Con idéntico fin, encargaban los pastores alguna ocasional misa en Urkiola. Eso sí, previo pago, porque a los sacerdotes les sonaba tanto o mejor que los cencerros aquel dinero contante y «sonante».
Sabemos asimismo que en esa fecha, el 17 de enero, no se hacía trabajar a mulas, burros y otros animales de carga. Era su día de fiesta. Y se respetaba rigurosamente, no fuese a caer una maldición por quebrantarla. Idéntico trato privilegiado recibían bueyes y vacas que, para colmo de regocijos, pastaban libres por las campas en vez de estar encerrados en la cuadra.
También nos consta que el 17 de enero se daba en los caseríos una comida especial a los animales domésticos, a modo de banquete festivo. En algunos casos el ágape —un trozo de pan generalmente— se compartía entre animales y humanos generando así un vínculo afectivo especial entre ellos. Por cierto, en la bendición de Urkiola se hace entrega de un panecillo bendecido a cada uno de los asistentes.
También ese día se echaba en la entrada de la cuadra la ceniza mágica en que se había convertido el tronco de Navidad. Y se hacía pasar sobre ella al ganado para que quedase impregnado de la bondad y prosperidad que aquel bendito residuo emanaba.
Tampoco faltaba en los caseríos la clásica estampa protectora de San Antón clavada en alguna columna de la cuadra, para así proteger aquel entorno de cualquier desdicha que pudiese afectar a los animales.
En algunos lugares se encendían —y se encienden— unas hogueras rituales en la víspera de esa festividad y queremos suponer que, una vez más, son la representación del sol en la Tierra. Por medio de la llamada magia simpática —actos rituales con la esperanza de que el destino los imitase— se incitaría al astro rey a que calentase como lo hacía esa gran fogata. Tampoco es casual que en torno a esta fecha se celebren mascaradas carnavalescas con las que purificar el ciclo natural que ya arranca.
Y es que, ese pequeño avance de las horas de luz, ya era suficiente para incitar la actividad animal. Los gatos entraban en celo y qué decir del comienzo de la puesta compulsiva de las gallinas, inmortalizada con el dicho popular «Por San Antón, huevos al montón» que tanto repiten nuestros baserritarras. Por no hablar de nuestros txoritxus, los pájaros que a partir de estas fechas, enloquecidos de amor, van a convertir en primorosa algarabía cada uno de los amaneceres.
Sabemos además que, por la misma razón, se acariciaban y sobaban con gran mimo la tripa y ubres de las cerdas madre, las makeras, mientras se les hablaba con gran cariño, sin duda para que continuasen trayendo prosperidad a aquellos necesitados hogares. Y, hablando de cerdos, es sabido que era costumbre entre los baserritarras de Arratia el comprar algún lechón a la vuelta del santuario de Urkiola, en ese día tan especial. Y lo llevaban ilusionados a casa para engordarlo y sacrificarlo a finales del año: comprado en un día así, nada podía ir mal.
Conocemos también por otras referencias que era costumbre acudir a la misa de ese día acompañados del ganado principal de la casa. Esperaban los asombrados animales fuera del templo, pacientes, hasta finalizar la liturgia, momento en que el sacerdote lanzaba la bendición protectora sobre todos ellos.
Éste es el origen de esa nueva costumbre en la que, hoy por hoy, tan sólo acuden ñoños y txotxolas a bendecir a sus acicaladas mascotas. Los más trastornados, pueden incluso llevar cencerros. Es el fin… pero al menos dentro de un ciclo vital que renace una vez más.
[euskaraz nahi baduzu: https://blogs.deia.eus/arca-de-no-se/2018/01/17/txoriak-zain-ditugunean/]