«Cuando se tenía noticia de que algunos gitanos habían llegado al pueblo, corríamos a esconder las gallinas y otros animales en la cuadra porque andando ellos era seguro que te iba a faltar alguna». Políticamente incorrecto, sin duda. Pero eso contaba mi madre hace un tiempo, probablemente repitiendo los miedos que se habían escuchado y aprendido de generación en generación.
No sé ni a cuento de qué salió la conversación. Aunque sí recuerdo que estaba llenando los últimos botes de pimientos mientras mi padre, en perfecta armonía y sincronización, preparaba el caldero en que cocerlos. También este invierno se prometía feliz.
«No era conveniente hablar con ellos —añadió— porque para cuando te habías dado cuenta, ya te habían engañado».
Sin entrar a valorar cuánto tienen esas afirmaciones de falso mito o de realidad, se me ocurrió añadir que el gitano es un pueblo «un poco truhan» desde que los conocemos pues hasta su denominación es fruto de un engaño: me refiero a la palabra “gitanos” en castellano e “ijitoak” en euskera.
Tras dar cuatro pinceladas para explicarlo, mi pareja, que por allí andaba, me sugirió que lo publicase en el blog porque ella lo desconocía y le pareció curioso. Así es que allí vamos a destripar el misterio de por qué se llaman así.
Hoy en día, gracias a los estudios de genética y lingüística, conocemos perfectamente que el pueblo gitano procede de una zona entre las actuales India y Pakistán llamada Panyab. Por causas que se desconocen, en torno al siglo XI abandonan su tierra para emprender una larga migración o destierro que acaba arribando a nuestra Europa occidental a principios del siglo XV.
Hasta disponemos de fechas concretas…
Sabemos de ellos por primera vez en un documento que, a modo de salvoconducto, se expide a aquellos extraños personajes de piel oscura y vestimentas exóticas que levantaron gran expectación y admiración a su paso. Fue en Zaragoza, el 12 de enero de 1425.
Quizá aprovechando la confusión que provocaría su similitud con los Reyes Magos llegados de Oriente, cuya festividad acababa de celebrar aquel reino cristiano, el líder del grupo se identifica —usando el engaño— como un noble, «Juan de Egipto Menor» al que, por su altísima categoría, ordena el rey Alfonso V de Aragón en aquel salvoconducto «que sea bien tratado y acogido» […] y que él y sus acompañantes «sean dejados ir, estar y pasar por cualquier ciudad, villa, lugar y otras partes de nuestro señorío a salvo y con seguridad, siendo apartadas toda contradicción, impedimento o contraste. Proveyendo y dando a aquellos pasaje seguro y siendo conducidos cuando el mencionado don Juan lo requiera».
Se les trata con honores y se les facilita todo tipo de privilegios. Y es que ese ardid de identificarse como exóticos nobles egipcios les había funcionado muy bien en todo su periplo migratorio por Europa.
Pero aquel Juan el «egipcio» y su cohorte fueron en realidad los primeros de muchos y muchos gitanos que, en una irrefrenable oleada, llegaron después. Tantos que se empezó a sospechar de que aquel argumento de ser nobles del lejano Egipto, aquel con el que habían engañado a los cándidos gobernantes aragoneses, ya no era creíble ni sostenible tres cuartos de siglo después: todo había sido un embuste y, en cualquier caso, daba igual.
Y empieza la hostilidad. Con los xenófobos Reyes Católicos en la Corona, se busca su eliminación o expulsión. Para ello promulgan la Pragmática (1499), el inicio de una persecución que rompía con la vida pacífica y sedentaria que hasta entonces había llevado el pueblo gitano.
Se había truncado la armonía y ahora eran considerados infieles o al menos no cristianos viejos y, como se había hecho con moros y judíos, se les hostigó sin cesar:
«Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos y señoríos […] que vivan por oficios conocidos […] o tomen vivienda de señores a quien sirvan […]. Si fueren hallados o tomados, sin oficio, sin señores, juntos […] que den a cada uno cien azotes por la primera vez y los destierren perpetuamente de estos reinos. Y por la segunda vez que les corten las orejas, y estén en la cadena y los tomen a desterrar como dicho es…». Sin miramiento alguno. Pero a lo que íbamos…
Como refleja el documento, ya se habla de ellos como «egipcianos» en referencia a su fabuloso y falso origen de Egipto. Una denominación que, en los documentos originales en latín es la de «egipt(i)anus» o EGIPTANO. Y de ahí surge nuestra actual palabra o etnónimo «gitano», tras perder la vocal inicial, algo nada extraño en el castellano. De la misma a misma raíz proceden el «gypshy» inglés o el «gitan» francés.
Y por no quedarnos a la zaga, también los euskaldunes nos aferramos al mismo recurso léxico para resolver con gallardía aquella carencia idiomática que, como todas las lenguas del mundo, mostraba frente a aquella inesperada novedad humana.
Tal y como cabría esperar, siendo tan exigua la documentación escrita en euskera, nos aparece más tarde que en el castellano la primera constatación del término. Es en Sunbilla (Alto Bidasoa, Navarra): «Berze ijitorik ere baduk Baztanen» (1597).
El nombre «ijito» es en realidad la pronunciación propia de la palabra «Egipto». También podría ser la evolución a partir del mismo «egiptano», pues de todos es conocido el paso de «-ano» a «-o» en euskera.
Sea como fuere, los descendientes de aquellos «nobles de Egipto» fueron cada vez más perseguidos. Sin descanso ni tregua.
Dentro de ese pasado que por humillante que es no se enseña en los centros de enseñanza, destaca la conocida como «la gran redada» ordenada por Fernando VI y que decreta el apresamiento de todos los gitanos del reino, iniciándose de manera sorpresiva y sincronizada en todo el territorio español el miércoles 31 de agosto de 1749.
Buscaba arrestar de un solo golpe a todas las personas gitanas y desterrarlas de los territorios peninsulares. Fallida la expulsión, se ordenó separar físicamente hombres y mujeres, para que no pudieran reproducirse: las mujeres en casas de misericordia y los hombres en trabajos forzados en galeras y arsenales. Hasta el final de sus días.
Expulsados de todas las poblaciones, imposibilitándoles sistemáticamente el empadronamiento o el establecimiento de cualquier tipo de negocio, víctima de sí mismo, el pueblo gitano se tornó rebelde, vengativo incluso y, claro está, recurrió muchas veces a la delincuencia como modo irremediable de subsistencia. Quizá hasta robasen alguna gallina descarriada en el caserío de mi madre.
De todas formas, cuántas fechorías se les habrá achacado sin tener culpa alguna. Ya lo dice el saber popular: «a la sombra del gitano roba el aldeano«. Han sido el chivo expiatorio y el pagano de nuestra sociedad, la de los payos. ¿Qué vamos a decir a alguien que roba para comer cuando los máximos dirigentes del país, de familias bien acomodadas, han sido los mayores ladrones y han expoliado a manos llenas? Por no hablar de «pero sigo siendo el rey… » y todo su enjambre.
Tras el franquismo se eliminaron aquellas leyes con referencia peyorativa especial a la raza gitana. Y, desde entonces, la normalización entre las dos culturas camina día a día a pasos de gigante. Se ha avanzado más en unas pocas décadas de mano tendida que en siglos de opresión. Ya es casi imposible encontrar gitanos nómadas y cada vez son menos los choques sociales o hurtos.
Cerró mi madre el último bote de pimientos y, casi al instante, como si de una parte insalvable de la liturgia se tratase, suspiró de satisfacción al ver que otra vez más había podido finalizar la labor que ha formado parte intrínseca de todos los otoños de su vida. Venía de superar un año demasiado complicado para la salud. Por eso quizá miró hacia arriba. Para buscar agradecida a ese dios en el que tozudamente sigue confiando, el mismo que creó a aquellos nobles llegados desde Egipto de los que huía en su infancia. Esos que hoy dejan escapar las gallinas para robar sólo corazones.
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