Ayer llegué tarde a casa, imbuido por el ambiente mágico de la gran hoguera de San Juan, siempre propicio para compartir unas cervezas con los amigos. Alguna más de las deseadas…
Sin embargo he querido madrugar para escribir estas líneas y así empatizar con mi padre, aunque sea a distancia.
Sé que para estas horas ya habrá cortado a golpe de hacha unas hermosas ramas de fresno. Estará ahora montando con ellas un arco sobre la entrada a casa. Forma parte de un curioso ritual que ha visto hacer desde que nació (1934) y que se niega a olvidarlo.
Llevará muchos días en silencio, pensando en cuál es la rama más apropiada para su fin, preocupado, cavilando cómo llegará hasta allí arriba sin hacerse daño. Y mi madre lo habrá mirado con cariño infantil, dejándole marchar, hacer, sin interferir en sus pensamientos… Sentada junto al hogar en esa silla de culo de cuerda que tan bonitos otoños nos ha regalado.
Su maternal aportación consistirá, con suerte, en localizar algunas flores para dar más realce si cabe al arco de fresno. Y es que, como nuestra casa está camino a la ermita de San Juan, se ven obligados a dejarlo bonito, para que lo goce y admire quien por ahí pase.
De nuestra casa hacia arriba, todos los caseríos y el humilde templete amanecerán hoy tocados con sus ramas, el sublime engalanamiento para el que se presupone el día más largo del año. Sin embargo, curiosamente, en el resto del pueblo es prácticamente desconocida esta costumbre.
Esas ramas ahí colocadas tienen un valor protector para la casa y para los que en ella viven, un valor que difusamente recuerdan hoy, especialmente reducido a la protección contra los rayos. Es nada menos que el fresno, el árbol sagrado de las antiguas culturas celtas, un árbol del que en la cultura popular vasca se asegura que, a diferencia de otras plantas protectoras, no es necesario bendecirlo porque desde su mismo nacimiento son benditos.
La clave para que se active todo su potencial mágico es que se corte hoy, en el día de San Juan, con la primera claridad del amanecer, antes de que ningún rayo de sol toque parte alguna del lugar porque entonces se desvanecería su prodigioso poder. Por eso sé que mi padre estará ahora por ahí.
Permanecerá así colocado hasta el día 29, San Pedro. Y habrá que quitarlo porque a partir de entonces ya no protegerá de nada: será inútil, un funesto despojo. Es ésta asimismo la fecha en que, dicen, se despide de nosotros el cantarín kuku. Dicho de otro modo, es el arranque de otra época y ciclos anuales.
No sé cuantos años más podrá mi padre poner esas ramas de fresno al amanecer. Pocos… Por eso lo gozo y admiro cada año más. Tomándolo como un gran regalo, orgulloso de ser el beneficiario de esa gran herencia.
No lo contemplo entusiasmado por el hecho folklórico en sí, sino fascinado por el modo instintivo, incuestionable y atávico con que año tras año lo repite, haciendo que pervivan un poco más aquellas ideas o formas de vida propias de sus antepasados y que da vértigo pensar desde dónde vienen. Sin planteárselo y sin saber exactamente por qué lo hace. Pero lo hace. Inexorablemente…
Una fuerte llamada de su interior provoca que ese ritual sea algo irremediable en su vida y que se vea forzado a repetirlo cíclicamente. Como cuando las golondrinas en un preciso instante y obedeciendo una orden que nadie —ni ellas— sabe de dónde procede, dejan de revolotear por nuestros aleros para dirigirse decididas a surcar los cielos hacia tierras africanas.
Cuando falte, intentaré continuar con el rito del fresno. Pero ni de lejos va a ser lo mismo. Porque ellos son los últimos que saben hablar y escuchar las llamadas de la tierra. Porque son sus hijos. Por eso no es necesario bendecirlos… porque ya nacieron benditos. Como ese fresno que durante décadas y también hoy ha colocado al amanecer del día de San Juan.