La bautizaron como «la Malvoisine«, ‘la Mala Vecina’, porque la habían concebido para hacer el mal, para atormentar a la asustada población que huía de una muerte segura. La Mala Vecina era la más grande de las cuatro catapultas instaladas en Menèrba y, a pesar de encontrarse a casi 600 km de donde vivimos, no cabe duda de que cambió nuestra historia. Sin aquella Mala Vecina, probablemente,también Euskal Herria sería diferente. Quizá mejor…
Menèrba —Minerve en francés— es una pequeña y pintoresca población encaramada en un risco, flanqueada y protegida por grandes farallones rocosos. Tanto que la hacían prácticamente inexpugnable para aquellos envites medievales que a continuación vamos a relatar. Pero comencemos por el principio.
Iglesia y riqueza. Un período de más de mil años desde la existencia de Cristo había sido tiempo más que suficiente para que la Iglesia católica oficial, como institución, descuidase la pobreza ejemplarizante que predicaba su líder Jesús y se hallase totalmente entregada a la acumulación de riquezas, al servicio del poderoso y al castigo del diferente. En contraposición a esos excesos, en el Languedoc francés —donde se encuentra Menèrba— surgió una corriente ideológica diferente que propugnaba retornar a las raíces, a la esencia del mensaje cristiano para predicando con el ejemplo, servir más a la salvación del alma que a la acumulación de riquezas, etc. Fueron los que conocemos como cátaros, aquellos que promulgaban el rechazo del mundo material, algo que en su credo se percibía como una concepción de Satán, algo que echaba a perder a toda la cristiandad.
La Iglesia «oficial», muy apegada a las comodidades y excesos del poder, pronto vio en aquella variante ideológica una gran amenaza. Y no dudó en declararla como herejía, a pesar de ser en sí una reivindicación para retornar a la pureza del mensaje de Cristo, a la esencia de la fe, a la palabra transmitida por la Biblia.
Pero tanto los nobles feudales como la Iglesia preferían la holgura que mutuamente se ofrecían, para taparse y justificarse recíprocamente todas las atrocidades que cometían con los débiles.
Así se entiende que el papa Inocencio III no titubease para emprender una cruzada de exterminio contra aquellos incómodos «nuevos» religiosos y que contase desde el principio de la persecución con el férreo apoyo militar de la dinastía de los Capetos, reyes de «aquella Francia» de la época. Una vez más, al poder no le interesaba el cambio. Es más: lo temía.
El primer gran ataque se produjo en Besièrs —Béziers en francés— y de allí huyeron como pudieron aquellos despavoridos cátaros, hasta la cercana Menèrba, en donde confiaron su suerte a las potentes defensas naturales del lugar.
Es tras comprobar que aquella defensa de la fortaleza era inquebrantable cuando el ejército perseguidor decidió apostar por el paciente pero implacable asedio. Y nada mejor para ello que hostigar con el martilleo insistente de piedras lanzadas por trabuquetes, una especie de catapultas.
Con gran instinto militar, pronto se percataron de que el aljibe que suministraba de agua a la población quedaba en la parte baja y ligeramente exterior de la fortaleza. A la vista. El agua… en un lugar tan caluroso y en pleno verano sabían que era cuestión de insistencia.
Y por ello fabricaron y colocaron al otro lado del barranco la «Malvoisine«, ‘la Mala Vecina’, la más grande de las máquinas, para atacarlo y destrozarlo con el lanzamiento de bolaños de piedra. Las otras tres catapultas, menores, centrarían sus estruendosos impactos en la puerta de acceso a la fortaleza.
Al comienzo del verano comenzó su perversa actividad la Mala Vecina y, tras siete semanas de incesantes golpes, consiguió destrozar el estratégico pozo, el hilo de vida para los que habitaban en su interior. Inmediatamente, con la suerte ya echada, el vizconde de la ciudadela negoció la rendición de la fortaleza.
Él logró salvar su vida así como la de sus conciudadanos. Pero no había misericordia posible para los 150 mujeres, niños y hombres cátaros, aquellos que habían apostado por la no acumulación de riquezas por la Iglesia.
Allí fueron quemados en una gigantesca fogata, el 22 de julio de 1210, un día de Sta. María Magdalena, casualmente otro personaje repudiado por la Iglesia oficial. Fue la primera gran hoguera homicida entre semejantes. Y 34 años más tarde, la última, a los pies del castillo de Montsegur, donde fueron convertidos a cenizas los últimos cátaros que existían. Una persecución y exterminio implacables, sin ningún superviviente.
Siguió a partir de entonces la Iglesia bien arrimada a la riqueza y al poder, lejos del pueblo pobre y llano que la vio nacer. Nadie osó a protestar de nuevo.
Quizá por ello tengamos hoy la historia y el patrimonio artístico que tenemos. Por una mala vecina y sus atroces consecuencias.
Nota: Minerve no queda lejos de Carcassonne y debería ser inexcusable su visita si, como en mi caso, se está por allí de vacaciones. Hoy una réplica de la gran catapulta preside el lugar. En frente, el perseguido aljibe, en reconstrucción dentro de unas intervenciones arqueológicas. Sin embargo no hay ni un panel ni una nota explicativa que relate cómo allí mismo eliminó la Iglesia a 150 cristianos en nombre del mismo Dios. Quizá porque bien podría tratarse del mayor de los pecados imaginables, la verdadera herejía: la peor de las vecinas para exterminar una práctica basada en practicar la bondad.