En «Santiaguiño do Monte» de Padrón predicó el apóstol Santiago

Cuentan que en «Santiaguiño do Monte» de Padrón, en el Camino Portugués, hay un lugar donde la tradición jacobea relata que el apóstol Santiago predicó en la Península Ibérica hacia el año 40 después de Cristo. Poco tiempo después, la leyenda narra que la Virgen se apareció al apóstol navegando en una barca de piedra, tripulada por ángeles, en el mar de la «Costa da Morte» para pedirle que regresara a Jerusalén para su martirio. En realidad, este enclave conocido como «Santiaguiño do Monte» es un yacimiento arqueológico, que se remonta a la Edad del Hierro hacia el siglo III antes de Cristo, donde se encuentra una pequeña ermita, una colina con una serie de piedras con una imagen de Santiago en actitud evangelizadora delante de una cruz, una fuente de la que emana un agua heladora y 130 escalones para ascender hasta donde se encuentra todo este conjunto jacobeo. En la festividad del 25 de julio tiene lugar una populosa y tradicional romería mediante una procesión desde Padrón hasta «Santiaguiño do Monte».

Alrededor de «Santiaguiño do Monte» existen multitud de leyendas que se pierden en las sombras de tiempos pretéritos. Por ejemplo, en el promontorio se encuentran una serie de piedras —perfectamente colocadas— donde descubrimos tres «gateras» que la leyenda define como: Infierno, Gloria y Purgatorio, por donde los devotos visitantes han de pasar para alcanzar el perdón de sus pecados; como fue el caso documentado del  barón  Jean  de  Von  Rosmithal,  cuñado del  rey Jorge  de  Bohemia, del que contamos su affaire ocurrido en el puente medieval de Balmaseda sobre el rio Cadagua (https://caminanteasantiago.blogspot.com/2021/08/el-incidente-de-jean-de-rosmithal-de.html). Cuenta Von Rosmithal que «yo entré con Buriano, Kmeskio y su hermano Petipescencio Mirosio y Juan Zehrowuense; este, al entrar, se sofocó y apenas pudimos sacarlo, porque el agujero por donde estaba era muy estrecho, por lo cual, desistió».

Esta no es la única leyenda, pues también se cuenta que en «Santiaguiño do Monte» hay una roca, reconocida como «la cama del santo» donde descansaba el apóstol, que la tradición oral de las villas y aldeas cercanas a Padrón (certificada por historiadores y etnógrafos), alberga un episodio en remotos tiempos: Un cantero se empeñó arrancar la piedra alegando que «todo era un cuento porque el Apóstol nunca había dormido allí», y dicha esta afirmación se cayó al suelo; lo llevaron a su casa, falleciendo poco después, aunque en un momento de lucidez pidió perdón a Santiago por el sacrilegio.

Santa Orosia, la sanadora de los «espirituados»

Cuentan que en el Camino Aragonés, después de atravesar los Pirineos por el puerto de Somport, los peregrinos y peregrinas suelen pernoctar en Jaca, donde los «poseídos por los espíritus» acudían el 25 de junio para la participar en la procesión de Santa Orosia, venerada patrona de esta capital de la Jacetania, benefactora de las sequías, plagas y pestes y sanadora de los tullidos y los «espirituados» o endemoniados; tradición documentada desde el siglo XVI, que fue prohibida en 1947. Hoy en día, la enorme devoción de los jacetanos a Santa Orosia se traduce en una preciosa y multitudinaria procesión por toda Jaca, mientras suenan las campanas de la catedral y desde los balcones se lanzan flores al paso de las reliquias de la santa, hasta llegar a la plaza de Biscós, donde llegará el momento de la veneración de las reliquias de la patrona.

Santa Orosia —cuyo significado es «buena rosa»— fue una princesa, hija de Boriborio y Ludmila, gobernadores de la región de Bohemia, en el siglo IX, que con 15 años viajó a Aragón, acompañada por su tío el obispo Acisclo y su hermano Cornelio para casarse con un noble aragonés. Pero en los montes de Yebra de Basa el séquito se encuentra con las hordas de Mohamed Ibn Lupo que ejecuta a todos los componentes de la comitiva menos a Santa Orosia, de la se enamora, a quien requiere convertirse al Islam para tomarla como esposa; cosa que la bella princesa rechaza permaneciendo fiel al cristianismo. El caudillo cordobés, lleno de ira, ordena cortar a Santa Orosia las piernas, los brazos y la cabeza tirándolos en una cueva. 

Dos siglos más tarde, un pastor llamado Guillén de Guasillo (guiado por unos ángeles) encuentra los restos de Santa Orosia y decide llevarlos a Jaca, a excepción de la cabeza, que deja en Yebra de Basa, pero cuando el zagal entra en Jaca todas las campanas de las iglesias comienzan a repicar solas, señal que es interpretada como que la patrona entraba en la ciudad.

A partir de entonces se comienza a celebrar en Jaca la festividad de Santa Orosia, tradición documentada desde el siglo XVI, con una serie de actos litúrgicos, que arrancan el 24 de junio, cuando se agrupan los romeros en la catedral y los «espirituados» que acudían desde muchas regiones colindantes para ser curados por la santa. Primero el sacerdote les bendecía y rociaba  con agua bendita y, finalmente, eran encerrados toda la noche en la capilla de San Miguel con las manos atadas mediante ligaduras a uno de sus dedos. 

Al día siguiente, se sacaba en procesión la hornacina de plata con las reliquias de Santa Orosia  escoltada por los devotos romeros encabezados por el Pendón de la Hermandad, con las cruces parroquiales, seguidas de una gran cruz y los estandartes de las cofradías gremiales. Acompañaba el séquito una multitud de enfermos, mendigos y «espirituados» los cuales si lograban romper sus ataduras se consideraba que el demonio había sido arrojado de su cuerpo. Todo finalizaba en la plaza de Biscós, donde se abría la urna, se enseñaban los mantos y joyas de Santa Orosia y se veneraban las reliquias de la excelsa patrona de Jaca. En Yebra de Basa se celebra una romería similar con la adoración del busto-relicario del cráneo de la santa protegida con casco de plata.

Los humilladeros del Camino, pequeños lugares de devoción para rezar por las almas del purgatorio

Cuentan que a lo largo de los caminos a Santiago encontramos toda una serie de monumentos religiosos de simbolismo popular como humilladeros, «cruceiros» y cruces de término, todos ellos situados, habitualmente, a las salidas o entradas de las aldeas, pueblos, ciudades y villas. Con el paso del tiempo, el cristianismo transformó estos pequeños lugares de devoción en pequeñas capillas o ermitas para que los caminantes rezasen por las almas del Purgatorio; en realidad servían también para señalizar los caminos y como muestra de devota plegaria entre los viajeros y caminantes. Esta es una costumbre que se considera de origen pagano o romano de cara a jalonar las calzadas romanas mediante «miliarios», una columna cilíndrica que indicaba la distancia de mil pasos, la cual señalaba una milla romana equivalente a 1480 metros.

Los pueblos celtas marcaban, por ejemplo, las encrucijadas de sus sendas como veneración a la Naturaleza y para gozar de la protección de sus dioses. Incluso atrapados por la creencia del retorno de los muertos colocaban piedras para que los difuntos pudiesen descansar en su itinerario hacia la eternidad y, además, colocaban a los enfermos en los cruces confiando en que lograsen la sanción por mediación divina o con la ayuda de otros caminantes. Es curioso, pero hoy en día en los cruces de las rutas jacobeas se pueden encontrar pilas de guijarros depositadas por los peregrinos y peregrinas….

El simbolismo de los cruces siempre ha estado estigmatizado por el miedo a la muerte y la oscuridad, leyendas de comercio con demonios, brujas y almas en pena, pues existía la creencia de que los caminos estaban destinados durante el día para los vivos y durante la noche para los muertos aunque, como antes se ha indicado, el cristianismo transforma todo estos símbolos en lugares donde corresponde humillarse o inclinar la cabeza en señal de sumisión a la cruz y a la imagen sagrada del humilladero para que proteja con un Buen Camino al peregrino o peregrina.

Antonio de Oquendo y Zandategui, el almirante guipuzcoano al que «nunca el enemigo vio las espaldas»

Cuentan que en el Camino del Norte al pasar por Donostia San Sebastián, en la plaza de Okendo, los peregrinos y peregrinas encuentran la estatua del navegante guipuzcoano Antonio de Oquendo y Zandategui, «Gran Almirante, experto marino, heroico soldado y cristiano piadoso», según se indica en el pedestal, al que «nunca el enemigo vio las espaldas», el cual, además, supo mantener el honor a la patria en cien combates. Su vida transcurrió vinculado a la mar, entre los años finales del siglo XVI y la mitad del XVII; al recibir de su padre Miguel de Oquendo, una sólida vocación a la Corona y la Mar Océano. El monumento fue realizado por Marcial Aguirre Lazcano y promovido por el ayuntamiento donostiarra y costeado en 1894 por suscripción popular y siendo fundida la escultura en bronce mediante los cañones viejos aportados por el Ministerio de la Guerra. Antonio de Oquendo con apenas 16 años comenzó su recorrido vital en el mar Mediterráneo, en las galeras de Nápoles capitaneadas por Pedro García de Toledo, como «entretenido» sin ninguna experiencia previa, enchufado y recomendado, al rey Felipe III como consecuencia de la brillante trayectoria de su padre que había sido general de la escuadra de Gipuzkoa. 

Por entonces, Antonio de Oquendo y Zandategui era un joven barbilampiño, de pequeña estatura, y de rostro moreno, el cual se adaptó con diligencia a la vida en el mar y que, además, aprendió con celeridad los detalles y particularidades de la navegación, demostrando valor en el combate a la hora de batallar contra los piratas; hasta lograr, al de pocos años, el primer mando de los galeones el Delfín de Escocia y la Dobladilla para buscar y destruir a dos corsarios ingleses que saqueaban las costas y pueblos del Golfo de Cádiz. Finalmente, Antonio de Oquendo salió vencedor capturando una de las naves inglesas y haciendo huir a la otra. Este éxito le significó el nombramiento de jefe interino de la Escuadra de Vizcaya, que navegaba por el mar Cantábrico y las costas portuguesas, escoltando a los barcos mercantes de la Flota de Indias. 

A partir del año 1611 comienzan sus viajes transoceánicos como general de la Flota de Nueva España, continuando con las labores de vigilancia de los mercantes que transportaban metales preciosos desde América y atesorando un gran prestigio siendo nombrado por el rey Caballero de Santiago. Es en estos años cuando contrae matrimonio, por poderes, con María de Lazcano, perteneciente al linaje de los Oñacinos.

Los años pasan y tras diversas vicisitudes en la vida de Antonio de Oquendo, los holandeses amenazan las costas del Caribe, adueñándose de puertos estratégicos, ocupando la región brasileña de Pernambuco, productora de caña de azúcar, con el fin de instaurar el monopolio de este comercio entre sus dominios, además, del tráfico de esclavos entre África y América. Pero el rey Felipe IV puso al mando de Antonio de Oquendo una flota compuesta por un total de dieciséis galeones españoles y cinco portugueses acompañados de doce carabelas con 3.200 soldados de refuerzo para recuperar Pernambuco.

La flota holandesa estaba compuesta por dieciséis buques y 1.500 hombres al mando de Adrian Hans-Pater que «plantó batalla» en la Bahía de Todos Los Santos a la armada española capitaneada por el galeón Santiago de 700 toneladas gobernada por Antonio de Oquendo. Después de siete horas de cañonazos entre las naves de los líderes, el buque de Hans-Pater se prendió fuego quedando el almirante guipuzcoano vencedor de la contienda. 

La última batalla de Antonio de Oquendo llegó en la Guerra de los Treinta Años cuando tuvo que vérselas en el Canal de la Mancha con la armada de Tromp, quien impuso una nueva estrategia en las batallas navales al evitar el clásico abordaje, que empleaba el almirante vasco, eludiendo el combate directo; cuatro naves holandesas mortificaron, sin éxito, con más de mil quinientos cañonazos el galeón Santiago, que se resistió a flote. El almirante guipuzcoano se mantuvo firme sin entregar el estandarte real, aunque, finalmente, gravemente enfermo pudo llegar a La Coruña para morir acompañado de su esposa e hijo. Antonio de Oquendo y Zandategui está enterrado en el Monasterio de Las Bernardas de Lazcano.

El «cuélebre» de Santa Maria de Celón que devoraba los cuerpos y las almas de los peregrinos

Cuentan que en el Camino Primitivo, en el concejo de Allande, se encuentra la parroquia románica de Santa Maria de Celón, donde subsiste el mito del «cuélebre», un demonio convertido en serpiente alada por la mitología asturiana, que devoraba los cuerpos sepultados en el convento y se apoderaba de las almas de los peregrinos y peregrinas que  pernoctaban en aquella capilla. Ni siquiera los monjes benedictinos, que habitaban atemorizados e impotentes aquel monasterio del siglo IX, se atrevieron a combatir al reptil en aquellos años de la Edad Media, pues consideraban que un enfrentamiento directo sería una imprudencia tal que conduciría al valiente a una muerte segura. Hoy en día, los habitantes de la comarca de Allande todavía recuerdan la leyenda, la cual se vincula con el arcángel San Miguel derrotando a Satanás y conduciendo las almas de los elegidos al paraíso.


Pola de Allande es un lugar de paso del Camino Primitivo, que Alfonso II «El Casto» inició desde Oviedo por las tierras asturianas de Salas, Peñaseita, Tineo, Berducedo, Fonsagrada y Allande, atravesando una tierra montañosa y hostil, aislados valles de verdes prados y bosques espesos, camino del Puerto del Palo en dirección a  Santiago de Compostela; en estos inhóspitos lugares es donde la  leyenda de Santa Maria de Celón cobró «vida propia».

Los monjes benedictinos alojaban a los peregrinos y peregrinas en su monasterio, avisándoles de la presencia del «cuélebre» que por las noches entraba por un orificio de la pared para reclamar los exhaustos cuerpos y las atemorizadas almas de los que allí descansaban. Pero, una noche, un peregrino hizo frente a serpiente asestando con su cayado un terrible golpe en la cabeza del reptil hasta matarla.

Este mito del «cuélebre» se extiende con diferentes acepciones a lo largo y ancho de muchas culturas: Egipto, países escandinavos, celtas y germánicos, así como en China, India, Japón y el lejano Oriente. En Asturias se producen tradiciones de serpientes que asedian a los habitantes de los pueblos cercanos desde cuevas, como por ejemplo, en Ribadesella, Cudillero, Salas, Somiedo y Cangas de Onís, aunque la más conocida, probablemente, es la del Convento de Santo Domingo en Oviedo, donde existía un «cuélebre» que devoraba los frailes del monasterio hasta que el cocinero le dio a comer una hogaza de pan rellena con alfileres que le ocasionó la muerte. 

La fuente Reniega del Alto del Perdón elimina las tentaciones de abandonar el Camino

Cuentan que en el Camino Francés en el alto del Perdón los peregrinos y peregrinas encuentran la Fuente Reniega, que si bebes su cristalina agua, según dicen, desaparecen las tentaciones de abandonar el Camino de las Estrellas, aunque en los últimos veranos el manantial se encuentra seco. A los caminantes todavía les restan setecientos kilómetros hasta Santiago, sobre todo, porque después de subir hasta la cima donde se encuentran las esculturas del alto del Perdón (en la foto), no es de extrañar que algunos piensen en abandonar su viaje a Compostela. La leyenda narra la aparición de Satanás a un sediento peregrino que, agotado, busca un poco de agua para continuar su camino; esta historia se repite, con diferentes acepciones, a lo largo de los numerosos senderos jacobeos, presentando a Lucifer como un agudo «embaucador de almas» cuando los viajeros atraviesan un puente, una montaña o, simplemente, una encrucijada de caminos.

simpático anciano dispuesto a ayudar al peregrino o peregrina.

    —-Se te ve cansado ¿quieres agua peregrino?

    —-Sí, la necesito…

    —Aquí cerca hay una fuente de la que brota un agua fresca y cristalina, pero hay que pagarla.

    —-No me importa, tengo dinero

Era el momento esperado por el diablo para darse a conocer y ofrecer agua a cambio del alma del caminante, pero, en este caso, el peregrino se negó e intentó encontrar la Fuente Reniega hasta que exhausto se echó en un recodo del camino para abrigarse del abrasador sol, cerrando sus ojos y esperando a la muerte, mientras Lucifer se desvanecía en medio de una nube de azufre.

El peregrino en sus sueños advirtió la presencia de un caballero montado en un caballo blanco, el cual golpeó con su espada la peña sobre la que estaba acostado, de donde brotó un agua fresca  y cristalina, que sació la sed del peregrino.

Los agotes, una casta que ha sufrido discriminación social desde el siglo XII

Cuentan que en el Camino del Baztán al pasar por el pueblo navarro de Arizkun se encuentra el barrio de Bozate, donde se asentaban los agotes, una casta que ha sufrido discriminación social desde el siglo XII hasta bien entrado el siglo pasado al ser acusados, entre otras cosas,  de herejes y «leprosos mentales». La primera mención sobre los agotes data de 1288 al ser vinculados con descendientes de los visigodos; otra les conecta con los musulmanes, derrotados en Francia por la dinastía Carolingia, y obligados a convertirse al cristianismo para no ser «pasados por la espada»; aunque la teoría mas verosímil es que los agotes fueron los cátaros huidos de las masacres de la Cruzada Albigense, que se refugiaron en varios lugares recónditos de los Pirineos, como este caso de Arizkun, al encontrar la protección del noble navarro Señor de Ursúa (en la foto la casa torre de la familia), quien en 1673 defendió ante las cortes Castellanas y Aragonesas la consideración de los agotes como personas «normales» del Valle del Baztán.

Los agotes fueron apartados de la sociedad, en parte, porque se enfrentaron a la autoridad eclesiástica al negarse a pagar el impuesto a la Iglesia, de hecho, existen varios conflictos documentados por ser tratados de forma diferente: estaban obligados a entrar en la iglesia por una puerta mas pequeña y asistir a las celebraciones religiosas desde el fondo del templo, debajo del coro, además eran bautizados en una pila bautismal diferente al resto de la comunidad. A la hora de recibir el beso de la paz con el crucifijo, el sacerdote lo volvía del revés y lo tapaba con un paño.

Las cotas de «apartheid» que sufrían los agotes en esta época medieval eran increíbles: vivían en barrios diferentes a los núcleos de población, sólo estaban autorizados a casarse entre ellos, y su vestimenta tenía que ser reconocida de lejos, además, llevaban el bordado de una pata de gato de color rojo en la espalda; sonaban una campanilla para anunciar su presencia, al igual que los leprosos. 

Y no sólo «atesoraban» todas estas falacias sino que se les acusaba de hechiceros, lujuriosos, homosexuales y transmisores de la lepra; que no tenían lóbulo de la oreja y una era más grande que la otra, además de rodeada de largos pelos. Los embustes en contra de los agotes llegaban a tales extremos que tenían prohibido caminar descalzos, pues se aseguraba que «donde un agote ponía un pie descalzo, ya no volvía a crecer la hierva» bajo castigo de quemarles las plantas de los pies con un hierro al rojo vivo.

Lo cierto, es que los agotes fueron trabajadores excelentes, artesanos de la madera, la piedra y el hierro, hasta lograr, poco a poco, a través de los tiempos, girar todas estas marginaciones y ser considerados, reconocidos e integrados en su comunidad. Aunque esto no ocurrió de pleno derecho hasta los primeros años del siglo pasado.

El «Bispo Santo» Gonzalo de Mondoñedo hundió con sus oraciones las naves vikingas en la ría de Foz

Cuentan que hacia el año 900 una gran flota vikinga fue avistada en la costa Lucense, en concreto, en la embocadura de la ría de Foz, lugar de paso de peregrinos y peregrinas por el Camino de la Costa, lo cual causó un enorme temor y miedo entre los focenses. Por entonces, los invasores normandos cuando se presentaban en los litorales europeos eran feroces y despiadados guerreros que se dedicaban a saquear pueblos y ciudades, esclavizar a sus habitantes y rapiñar las riquezas que encontraban a su paso. Así, los habitantes de Foz, horrorizados, huyeron despavoridos hasta Mondoñedo, donde hallaron en su Catedral Basílica de San Martiño (en la foto) al «Bispo Santo» Gonzalo, un anciano clérigo muy respetado, que todavía no era santo, reunido con el Cabildo de la localidad al que conminaron a reunir un ejército y empuñar las armas contra la flota vikinga recordando, además, al prelado que su nombre significaba «dispuesto a la lucha». Pero la autoridad eclesiástica, como respuesta, requirió una pesada cruz que alzó sobre sus hombros mientras comenzaba a caminar. 

Ante este gesto del «Bispo Santo», todos se pusieron a caminar tras él en dirección a las costas lucenses. Los vikingos se encontraban a punto de entrar por la ría de Foz y se disponían a desembarcar para asaltar la localidad focense, pero en ese momento el séquito gallego llegó a la cima de una montaña denominada «A Grela» desde la que se podía ver la desembocadura de la ría de Foz. 

Gonzalo, de rodillas, alzó la cruz e inició, una plegaria a los cielos, que comenzaron a oscurecerse sobre del estuario de Foz, mientras, al mismo tiempo, una galerna rodeaba a la flota normanda con gigantescas olas, que precipitaban los drakkar contra los acantilados de la costa. En poco tiempo la «armada pirata» quedó reducida a la mitad, cuando el «Bispo Santo» preguntó: ¿Cuántos quedan? siendo la respuesta, demasiados, todavía quedan muchos. Entonces el obispo de Mondoñedo volvió a hincarse de rodillas y repitió la súplica hasta que sólo quedaron tres navíos sin hundirse: Esos pueden marcharse —-dijo— para que cuenten lo ocurrido hoy a los demás y, de esta forma, no vuelvan nunca.

Desde entonces, se recuerda el milagro el lunes de Pascua de Pentecostés mediante una romería desde San Martiño de Mondoñedo hasta la ermita del santo en el monte «A Grela» en conmemoración del milagro del «Bispo Santo» Gonzalo, al que la tradición también le atribuye haber conseguido brotar agua milagrosa en un lugar donde Gonzalo tiro una zapatilla, que se conoce como la «Fuente de A Zapata».

El monasterio navarro de Urdax compraba mineral de hierro vizcaíno de las minas de Pobeña

Cuentan que en el Camino del Baztán a su paso por la localidad de Urdax (Urdazubi en Euskera), se encuentra el Monasterio de San Salvador de Urdax, único de la orden premonstratense en el territorio de Navarra. Sancho, el Sabio, fundó este convento, que en los siglos XIII al XV atesoró un brillante período de expansión, prosperidad económica e influencia política y religiosa; pues sus abades eran mitrados, con asiento, voz y voto, en las Cortes de Navarra, y ocupaban el primer lugar, después del obispo, en el Sínodo de Bayona. Históricamente, ya desde 1298 es de destacar la participación de los monjes en la coronación de los reyes navarros, como en el caso de Felipe de Evreux y Juana en 1329 y la de Carlos III en 1390. Todo este esplendor del cenobio de Urdax logró su cenit en el siglo XV, sobre todo, mediante su «poderío» forestal, ganadero y agrícola, además, de sus dos ferrerías, que se convirtieron en el soporte económico del monasterio.

El Monasterio de San Salvador se beneficiaba del usufructo de los bosques comunales, que le proporcionaban madera de roble para la construcción y también carbón vegetal a utilizar en sus ferrerías, que fundían y forjaban el mineral de hierro en metal. Todo este «imperio» económico era administrado por el Monasterio de Urdax mediante arrendamientos o cesiones a familias de los alrededores; sólo les faltaba conseguir el mineral de hierro en cantidad suficiente para que sus beneficios continuasen prosperando. 

Las minas de Somorrostro y Galindo de Bizkaia se convirtieron en proveedores del Monasterio de Urdax, aunque, inicialmente, se encontraron con la prohibición, según el Fuero Antiguo de «sacar del Señorío de Bizkaia mineral, ni otro metal, para hacer hierro para otros reinos». Pero los frailes premonstratenses eran hábiles litigadores pues llevaban pleiteando con los valles vecinos de Baztán y Zugarramurdi durante muchos años. Así, lograron, por real cédula y mandato real, la autorización y adjudicación de 10.000 quintales anuales de mineral de hierro de los yacimientos vizcaínos, que era traslado desde Portugalete, en barcaza por mar hasta San Juan de Luz (Donibane Lohizune en Euskera), donde los frailes poseían un muelle en usufructo; luego, aguas arriba por el rio Urdazuri hasta Askain y, desde aquí, en una carreta tirada por una yunta de bueyes hasta Urdax, donde los religiosos regateaban el precio al intermediario vizcaíno hasta llegar a un acuerdo.

Esta es, a grandes rasgos, la relación comercial que el Monasterio de San Salvador de Urdax tuvo con los yacimientos de mineral de hierro vizcainos en la Edad Media y que, hoy en día, se «reconstruye» todos los años en la primera semana de agosto. La historia posterior cuenta que los problemas fueron «acorralando» el poder y prosperidad del convento urdazubitarra en los siglos venideros, sobre todo desde el fallecimiento de Carlos, el Principe de Viana; el incendio de julio de 1526 que destruyó la iglesia y la biblioteca y el asalto y saqueo en la noche del 13 y 14 de septiembre de 1793 por las tropas francesas, que incendiaron y saquearon el pueblo, destruyendo el hospital de peregrinos, el molino, las ferrerías, el órgano y la biblioteca con todo su archivo, incluidos manuscritos e incunables, además, de parte de un bosque cercano.

El lamento eterno del Papamoscas de la Catedral de Burgos es el amor imposible del rey Enrique III, el Doliente

Cuentan que en el Camino Francés a su paso por Burgos, en la Catedral de Santa Maria, se expone el Papamoscas, un afamado personaje que abre excesivamente la boca, cuando suenan las horas, lanzando, al mismo tiempo, un lamento chillón y estrepitoso que, habitualmente, provoca una sonora carcajada a los que le contemplan. Esta ingeniosa leyenda del grotesco Papamoscas narra el amor imposible del rey castellano, Enrique III, el Doliente; llamado así a causa de su precaria salud, pues, según parece, había nacido con un exiguo sistema inmunitario que le hacía «presa fácil» de enfermedades contagiosas. En joven y enfermizo monarca había venido al mundo en Burgos en el año 1379 y, puesto que era muy devoto, todos los días acudía, en secreto, a la seo burgalesa a rezar, por su salud. Este rey pertenecía a la Casa de Trastámara y fue rey de Castilla y Príncipe de Asturias durante pocos años ya que falleció en Toledo en 1406 a la edad de 27 años.

Volviendo a la leyenda del Papamoscas, una mañana de «invierno burgalés» el devoto Enrique III se encontraba rezando en la Catedral de Burgos cuando quedó paralizado por la presencia de una joven y bella muchacha, que también se hallaba orando en una capilla continua a la que él estaba. El monarca quedó enamorado de la lozana doncella y, cuando esta salió del templo, la siguió sigilosamente hasta descubrir la casa donde vivía. La escena se repitió, una y otra vez, durante algunos meses sin que mediara palabra entre los dos jóvenes, pero la muchacha decidió un día «tomar la iniciativa» y poco antes de llegar a su casa dejó caer su pañuelo, que Enrique recogió, pero que no hizo entrega, pues, prefirió guardarlo y ofrecer uno de los suyos. La muchacha y el tímido rey, sin mediar palabra y cruzando entre ellos una vergonzosa mirada, tomaron el camino de sus respectivas residencias, pero, de pronto, Enrique escuchó a su espalda un lamento comparable a un quejido que, a partir de ese momento, ya nunca olvidaría. 

Al día siguiente, la doncella no apareció por la Catedral y el rey salió a buscarla a la casa donde la había visto entrar, pero, cuando preguntó por sus residentes, recibió como respuesta: «en esa casa hace tiempo que ya no vive nadie». Enrique quedó aturdido y afligido mientras en su mente se repetía el lamento de la chica, por lo que decidió encargar a un taller de relojeros venecianos una figura acompañada de un reloj con el fin de perpetuar el gemido de su amada en cada toque de campana; aunque, la verdad, el resultado logrado por el incompetente constructor del robot se alejó demasiado del deseo del monarca, el cual se encontró una grotesca imagen que lanzaba, abriendo exageradamente la boca, más un graznido que un grato suspiro cuando sonaban las horas.

Los feligreses que entraban en la Catedral burgalesa descubrieron la talla, que bautizaron como Papamoscas, pues, cuando sonaba la campana con las correspondientes horas, no podían evitar una carcajada al verle abrir la boca.