Cabr(et)ón

Podría haber escrito de las espantadas de Ares o Javi Martínez, del último bolo de Ruiz-Mateos o de que Urdangarin está en Barcelona de brazos cruzados, pero desde que se supo que los restos óseos hallados en Las Quemadillas podrían ser de los niños Ruth y José estoy de muy mala hostia. Y perdonen ustedes por el taco. Por más que he tratado de evitarlo buscando otros términos en el diccionario, indignada se me quedaba corto y enojada, no digamos.

Estoy cabreadísima, digo, primero, con el presunto asesino y maltratador, que llevaba toda la vida machacando a su mujer hasta que la ha matado en vida -supuestamente, claro- de la manera más cruel posible. Cabreadísima también con la o los responsables de la presunta cagada, consistente en determinar que los huesos correspondían a animales y punto pelota. Para qué contrastar. Se habla de «error científico», de que hasta «el mejor escribano comete un borrón» y aquí paz y después gloria. Ni un ademán de depurar responsabilidades. Cabreadísima, ya puestos, con el sistema, que protege al presunto hasta el punto de asignarle una escolta antisuicidios, pero es incapaz de preservar la integridad de estos y otros menores.

Ya sé que estamos en un Estado de Derecho y bla-bla-bla, bla-bla-bla, pero seis y dos años, joder. Ellos sí que eran inocentes, sin lugar a dudas. Sus ángeles de la guarda debieron ser despedidos por incompetentes. Menos mal que un terrenal forense vino, en pleno agosto, a poner fin a la agonía. Si no, ¿cuánto se habría prolongado?

Tengo una resaca tacatá

Les juro que yo no quería, pero me pasó como a la restauradora octogenaria del Ecce Homo, que se me fue de las manos. Salí a ver los fuegos, me lié, me lié, y aún no me he desenredado. La culpa la tiene mi amiga Maite, que se cree que por echarse crema con efecto lifting tiene veintitantos, y se empeñó en que nos tomásemos unos machacados por los viejos tiempos. Y luego unos destornilladores y un par de katxis para celebrarlo. Para cuando me quise dar cuenta, estábamos en la zona cero de las txosnas, con el pañuelo de las baldosas a lo baturro y unas gafas con forma de guitarra eléctrica. Y, claro, lo veía todo distorsionado.

Hasta que me entraron ganas de mear, me chupé una cola de tres cuartos de hora y, oye, ni rastro de colocón. Ahora, al volver con la cuadrilla, casi me da algo. Y no solo por el tufamen. Entre mi recuperada lucidez y que se me cayó un cristal de las gafas, lo vi todo en su patética dimensión. Mi amiga Maite había seguido al pie de la letra la canción de Kiko Rivera, Quítate el top, y bailaba semidesnuda con un vendedor ambulante cubano. El resto movían espasmódicamente sus caderas al ritmo de Dale mamasita con tu tacatá, mueve tu culito, tacatá. Y yo, no sé cómo ni por qué, estaba moderando un debate sobre Llorente entre dos borrachos. Si no fuera porque se me ha quedado una sandalia pegada al suelo, ya me habría pirado. Por cierto, cari, me han robado el móvil. Vete descongelando algo y deja a los niños con tu madre, que tengo una resaca tacatá.

Madres que temen que a sus hijos les parta un rayo en la cocina

La noche del viernes el británico Adrian Bayford se enteró de que había ganado 188 millones de euros, mientras su esposa, Gillian, dormía a los niños. «¡Estaba intentando contarle que nos había tocado la lotería y ella no paraba de decirme que no hiciese ruido!», explicó él, sorprendido. Nosotras, Gillian, estamos contigo. A mí ahora mismo me regalan un viaje a Brasil y, en vez de pensar en caipiriña, mulatos y tangas, me preocupo de si me entrará la batidora en la maleta para hacer los purés al crío. De eso y de no volar con Ryanair, no sea que el avión lleve el combustible justo y tenga que parar a repostar en mitad del Atlántico.

La inquietud por los hijos, para más inri, no se pasa con la edad. Las amamas, por culpa de las alertas meteorológicas, viven en un sinvivir. Si por ellas fuera, tendrían a todos sus descendientes refugiados en un búnker. «¡Cómo vas a salir con los niños con esta ola de calor!», te reprenden a tus cuarenta y tantos. Y cuando no es la ola de calor, es la de frío o una ciclogénesis explosiva, que, entre ustedes y yo, intimida a cualquiera. Así, de enero a diciembre.

Lo peor es que se hereda. El otro día la psicópata que llevo dentro le espetó a mi hija: «No andes descalza por la cocina porque puede estar el suelo mojado, que caiga un rayo, entre por la ventana, rebote en la campana extractora, se redireccione hacia el charco y te electrocutes». La pobre me miró como si estuviese loca y se dio media vuelta. Vale, es muy difícil que ocurra, pero alguna posibilidad hay, ¿no?

Ropa: la primera semana es chic; la siguiente, hortera; y la tercera, vintage

SERÁ que con la ola de calor tengo las neuronas al pil-pil, pero cuantas más revistas leo menos entiendo de moda. Y más lleno tengo el trastero, porque no hay quien se haga con una sin tener que llevarse unas chanclas, una bolsa tamaño Ikea o un pareo. Ahora me da miedo comprar ropa por si se la tienen guardada y me regalan revistas. Por culpa de esas publicaciones, en mi armario hay colgados unos pitillos amarillo fosforito, unas mallas de flores y unos vaqueros de campana. Los que una semana eran muy chic a la siguiente eran una horterada y a la tercera, vintage. Y así, no hay quien le pille el truco a las tendencias. Como no sea a las suicidas. Para mí que utilizan la misma ruleta para decir qué se lleva y escribir el horóscopo.

Por desgracia, no soy la única damnificada. El otro día vi en Sopelana a una mujer con unas sandalias de tacones tipo broca del 16. La pobre se quedaba clavada en la arena. Parecía que estaba haciendo una cata. También vi a un chaval con las bermudas en los muslos. Caminaba a pasitos, como las muñecas de Famosa. Una cosa es llevar el pantalón caído y otra que ni se lo ponga. Lo que se me da bien es ese peinado despeinado que se lleva ahora. Me hago una coleta, acerco la cabeza al crío y con cuatro estirones, consigo el efecto ideal. También sirve un gato. A ver si llega el martes de Aste Nagusia, me enfundo el traje de baserritarra y me relajo. Igual no me lo quito hasta las elecciones. Y hasta bailo un aurresku.