Consoladores, la profesión del futuro

El coronel no tendrá quien le escriba, pero aquí la peña no tiene quien le escuche. Así que aprovechan los lugares en los que no tienes escapatoria, tipo cola del paro, y se desahogan. El otro día me sorprendió un incontinente verbal en un ascensor del hospital de Basurto. Lo que les digo, sin posibilidad de huir. El tipo acababa de recargar a regañadientes una tarjeta para ver la televisión. Fue cerrarse la puerta del ascensor y estallar. «No sé para qué se empeña tanto en ver la tele si, total, le queda una semana. Ya le decía yo que no bebiera tanto. No me hizo caso y mira. Encima, como mis hermanos pasan de todo, me estoy comiendo yo el marrón». Casi toda una vida comprimida en lo que se tarda en subir a un segundo piso. Como un tuit. Y, claro, servidora no sabía si darle el pésame por adelantado, corroborar que sus hermanos eran unos jetas o desviar la conversación hacia la ciclogénesis inexistente o el socorrido corrupto del día. Al final salí del paso esbozando media sonrisa, en plan te acompaño en el sentimiento, pero es lo que hay.

Me pregunto, con los miles de teléfonos que existen de atención al cliente, a dónde tienen que llamar los que quieren reclamar por su mierda de vida. Y también por qué aún nadie ha creado la figura del escuchador. Es obvio que se necesita. No hay más que pisar una sala de espera, que si le han metido una sonda por no sé dónde, que si qué malo está el menú sin sal. También se podrían llamar consoladores, pero me suena que ese nombre está pillado para no sé qué.

Me ofrezco de ‘coach’ a la familia real

No es por presumir, pero tengo tal poder de persuasión que estoy barajando montar una secta. Así me gano un sobresueldo y apadrino a un parado de larga duración. La idea la vengo gestando desde Navidad, después de conseguir convencer a la niña, por cuarto año consecutivo, de que en vez de una aburrida batería pidiese a Olentzero un divertido juego educativo en inglés. Me siento fatal por engañarla vilmente y sé que de viejecita no irá a visitarme a la residencia, pero ¿qué quieren? ¿Que me denuncien los vecinos al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo? Porque si yo oigo eructar al inquilino de arriba, los baquetazos a los platillos tienen que retumbar hasta en Torrelavega.

Dirán que cualquiera es capaz de manipular a un menor, pero también he probado mis dotes con el padre de las criaturas. Anteayer descubrí un par de calcetines suyos en la basura y le convencí de que los había echado él y de que si no se acordaba sería porque estaba medio dormido, que es su estado natural desde que nació el gautxori, quiero decir el crío. Al principio lo negaba, pero fue insistirle diez veces y admitirlo. Justo cuando entró en la cocina el niño y arrojó el mando a distancia al cubo de reciclar. Lejos de retractarme, reforcé mi tesis: «¿Ves?, de tal palo tal astilla». Y coló. Vamos, que estoy por ofrecerme de coach a la familia real, ahora que Urdangarin trata de convencernos de que es inocente y Juancar no para de repetir: Sofi, te juro, o que me rompa la cadera ahora mismo, que no es lo que parece.

Los estragos de las Navidades

Las Navidades, por más que se empeñen algunos en disimularlo, causan estragos. Al padre de mis criaturas, sin ir más lejos, le sigue balando el cordero de Nochevieja en el estómago. O eso o le ha poseído el espíritu de la oveja Dolly. Una de dos. El caso es que está indispuesto, pero al menos reconoce que siguió las campanadas tomándose doce chuletillas de lechazo. No como otros, que se agarran una melopea, grado fin del mundo en la escala Richter, y luego llaman con voz cazallera diciendo que no pueden ir a la comida de Año Nuevo porque cogieron frío al salir del cotillón. Amos, hombre, que nos conocemos… También hay quien se ha dislocado la cadera en la cena de empresa, tratando de imitar al espasmódico rapero surcoreano que ha petado youtube. Si no fuera porque la de personal lo tiene grabado en el móvil, el tío jeta diría que se ha resbalado en un chino cuando iba a comprar espumillón.

Pero lo peor de todo, aparte del daño que haya podido causar en la capa de ozono el peinado de Imanol Arias, son los dichosos juguetes interactivos. Hay miles de damnificados que, desde Olentzero, entran de puntillas en el cuarto de sus hijos para que no les ladre o maúlle una bola de pelo. Obviando los inevitables amagos de infarto, las diez primeras veces que a uno lo detectan hacen gracia. Pero a estas alturas el único propósito del año es hacer callar a la mascota. Nosotros tenemos al perrito Go-Go sepultado en el canapé de la cama. Aun así, el puñetero jadea cuando al susodicho le bala el cordero.

Aquí no respira ni Dios

Tengo una hipótesis, absurda, lo sé, pero también Galileo Galilei fue un incomprendido y ahí está el tío, en la Wikipedia. Me apuesto un roscón seco de Reyes, digo, a que últimamente está aumentando la cantidad de oxígeno en el aire. Y a falta de probeta y ratoncillo de laboratorio, baso mi teoría en lo que oigo en el metro, el patio, la cafetería del curro y el ascensor. No es tan riguroso como un estudio científico, pero por ahí andará, y sale muy económico.

La tesis de todo a cien de que hay más oxígeno que nunca se sustenta en que cuatro de cada cuatro ciudadanos han dejado de respirar a pleno pulmón. Buena parte de ellos porque están en paro y se han tenido que apretar el cinturón. Tanto que, a estas alturas de la crisis, dan bocanadas como anchoíllas fuera del mar. Y encima a oscuras porque con lo que ha subido el recibo de la luz hay quien solo enciende la linterna de minero para freír las salchichas de la cena.

Otros muchos damnificados se han lanzado sin manguitos a la economía sumergida y no les queda otra que taparse la boca y la nariz. Me han hablado de una secretaria con un par de empleos y ningún contrato. Uno de sus jefes es abogado. Podría contratarle para que se autodenuncie. Por último, los que trabajan legalmente, en calma chicha, también lo hacen conteniendo la respiración. Algunos para pasar desapercibidos, bajo la amenaza de ERE o despido. El resto, porque, después de Navidades, si no meten tripa, no hay forma de abrocharse el pantalón.