Diógenes en bandolera

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UNA empieza a sospechar que ha llegado el momento de vaciar el bolso cuando se lo pasa a su pareja y este, al colgárselo del hombro, se inclina como la Torre de Pisa: “¿Pero qué demonios llevas aquí?”. “Cosas”, contestas, porque tampoco es cuestión de hacer un inventario. Testaruda, confirmas que el desescombro urge cuando te ves reflejada en un escaparate encorvada como el jorobado de El Jovencito Frankestein. Podrías enderezarte llevando en la otra mano una pesa de las que usan en el deporte rural o al crío a rastras en una de sus pataletas, pero lo descartas por salud mental. Así que no te queda otra que volcar el contenido y que sea lo que Dios quiera. Asomada al bolso sin fondo con una linterna frontal, localizas pegado en el subsuelo un caramelo de UCD -es lo que tienen las excavaciones tipo Atapuerca-, un duro y un paraguas que diste por perdido en los 80. En el siguiente estrato documentas unos apuntes de la Uni, una palmera fosilizada y una entrada de los cines Ideales. En la capa más superficial, medio bocadillo de Nocilla, una peonza, una grabadora con un kleenex sospechosamente adherido y una cartera, de 300 gramos en canal, a punto de vomitar tarjetas de fidelización de comercios. Entonces llega él con las manos en los bolsillos y saca un tarjetero extraplano con el carné de identidad y el de conducir, la tarjeta de crédito y la de Osakidetza y piensas que, de existir, lo tuyo es un claro caso de síndrome de Diógenes en bandolera.

arodriguez@deia.com

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