¡No nos valen los pantalones!

Aviso a los votantes de Trump. Esto es una broma. No lo hagan en sus casas.

Sábado, 25 de abril, cuadragésimo tercer día después del cristo. No se lo van a creer, pero acabamos de hacer un simulacro de paseo con las criaturas por el pasillo para ver si estamos preparados para el día D (D de Donde dije digo, digo Diego, ya saben, que si primero al banco, que si ahora a pasear, que si a los de 14 años sí, pero no». Resultado: No, no estamos preparados. Para empezar yo me he embutido en unos vaqueros pitillo -creo recordar que se llevaban un par de años antes del cristo- y temo no podérmelos quitar, a no ser que sea a tiras con el pelapatatas, hasta que se vuelvan a poner de moda. Es cuestión de esperar, como cuando no cambias la hora en el reloj del coche o el microondas por no buscar las instrucciones. El caso es que por no abortar la operación salida, dormiré con ellos puestos. Lo mismo con el tiempo los mudo como las serpientes porque el crío dice que doy abrazos de boa constrictor.
La innombrable, que a este paso va a poder protagonizar Handia en su versión femenina, ha dejado en lo que llevamos de cuarentena los pantalones para marisquear. A mí me la trae al pairo, pero el padre de las criaturas, que está obsesionado perdido, dice que se le pueden agarrar los coronavirus en los tobillos, como si fuesen garrapatas. Yo, a estas alturas, le sigo la corriente en todo, que hay que ahorrar batería. El caso es que pretende que se ponga unas polainas de montaña encima de las zapatillas y la innombrable le ha dicho que monte ahí y pedalee. No sé exactamente dónde quiere que monte porque no tenemos bicicleta estática.
El crío también ha aprovechado que no le miro cuando teletrabajo para crecer en todos los sentidos, así que barajo acompañar la careta de Darth Vader con el disfraz entero, que afortunadamente es elástico. El padre de las criaturas solo ha crecido a lo ancho. Si se le cruzan, dupliquen los dos metros de distancia de seguridad, porque lo mismo sale disparado el botón metálico de sus vaqueros y les deja tuertos. Avisados quedan.
Lo de la mascarilla es de capítulo aparte. Al niño le tapa toda la cara. A la innombrable no le pega con la sudadera y le molesta al ponerse los auriculares. Como todo el mundo sabe, si un adolescente sale a la calle sin auriculares, le para la Policía por sospechoso. Lo mismo que si no lleva móvil. Eso es que es raro o que algo trama. Yo me he puesto una a prueba de guerra química y no puedo respirar. Como el paseo se alargue un poco lo mismo muero por falta de oxígeno. Al padre de las criaturas le he dado una que cogí de una papelera porque he oído a algunos sanitarios que ellos las reciclan. Además, ha ingerido desinfectante, como ha aconsejado Trump, y lo mismo ni le hace falta.

Arantza Rodríguez

Que dice el crío que no sale

Una amiguita del crío, a la que tampoco le convenció eso de salir al cajero.

Martes, 21 de abril, trigesimonoveno día después del cristo. No quisiera quitarles la ilusión, pero los tutoriales de yoga, tai chi, mindfulnes y meditación no sirven para aplacar cabreos monumentales. Lo digo con conocimiento de causa, porque llevo practicando la respiración abdominal desde que he leído que solo se va a permitir salir a las criaturas para ir al banco y a la compra y, un porrón de horas después, cada vez que expiro, sigo echando humo. Ha saltado cinco veces el detector de incendios. Con eso se lo digo todo. Los perpetradores de la cosa la han llamado «alivio parcial» del confinamiento de los menores, aunque yo la habría bautizado como «medida disuasoria para que no salga ningún niño o niña a la calle ni a rastras de aquí a Navidad». No sé ni cómo contárselo al crío, que, a falta de mascarillas infantiles, ya se había hecho la idea de bajar con la careta de Darth Vader a dar dos o tres vueltas a la manzana. Me imagino la conversación. «Cariño, ¿quieres salir de excursión al cajero de la esquina?». «No, gracias, ama. No podría soportar tanta diversión. Prefiero esperar a que se normalice la actividad de las notarías y me lleves a la lectura de unas escrituras». Las otras alternativas, aparte de arriesgadas, tampoco son muy atractivas. «¿Y qué tal si bajamos a hacer un cuarto de hora de cola a las puertas de la farmacia y cuando toques un poco las mamparas si eso ya nos volvemos?». Nada, que no cuela. «¿Y si hacemos un chupipedido en el supermercado? En vez de pokemons, podrías cazar coronavirus por los pasillos». Que tampoco. Tarde o temprano tengo que decírselo. Allá voy. «Yo para eso no salgo. Esos lo que quieren es fastidiarnos. Yo quiero salir para que me dé el airecito y jugar aunque no sea con nadie». Ha dicho. Luego ya se ha puesto a hablar con un amiguito, vía Skype, sobre lo que les harían a los que han tenido la ocurrencia, he oído algo de una sierra eléctrica y me he ido porque la cosa se estaba poniendo muy gore. Vamos, que si el objetivo era que siguieran encerrados, que se apunten un tanto. Dice el Gobierno que ha tomado la decisión siguiendo las recomendaciones de los expertos, pero me queda la duda de si son expertos en contención o en propagación de pandemias o en suricatos. En niños no. Eso está claro.

PD: Tras publicar el post, el Gobierno ha rectificado. Los niños podrán salir a dar paseos cortos. Habrá que esperar al finde para saber si serán tan cortos que no llegarán a salir del portal, si habrá que envasarlos al vacío o simplemente podrán salir a caminar por las calles como hacen las mascotas.

Arantza Rodríguez

La surrealista videoconferencia

Los perros se han adueñado de las casas y ahora los humanos son sus mascotas.

Sábado, 28 de marzo, decimoquinto día después del cristo. Tras sobornar al crío con unas galletas de chocolate para que se despida de su amiguito y me ceda unos minutos la conexión de Skype, participo en mi primera videoconferencia familiar. La inicia mi sobrina mayor con un gorro de ducha en la cabeza. «Me estoy echando jena», me aclara. Se incorpora mi cuñado. Su imagen se queda congelada cada dos por tres. Es como si le dieran ataques de narcolepsia. Se suman mi hermana y sus dos hijos, que preguntan si mi cuñado está vivo y que qué le pasa a mi sobrina en la cabeza. «Me estoy echando jena». Descuelga otra sobrina, a la que acabamos de despertar a las ocho de la tarde de una siesta. Mira a la pantalla frunciendo el ceño extrañada. «Me estoy echando jena». Hablamos todos a la vez. Silencio. Hablamos todos a la vez. Silencio. Se asoma mi hermano por una de las cuadrículas. No esperamos ni a que abra la boca. «Se está echando jena», coreamos al unísono. Colgamos. Saco en claro que estamos todos bien -aunque por mi cuñado no pondría la mano en el fuego- y que mi sobrina se está echando jena. La experiencia es tan surrealista que, a no ser que esto se alargue otro mes o mi sobrina se quede calva, no creo que repitamos.

El padre de las criaturas, temeroso de que le casquen una multa de 600 euros, mete un pan de molde en una bolsa de supermercado como salvoconducto para ir a visitar a la abuela. Si le para un municipal, le va a parecer tan patético que fijo que le compra jamón york y queso para que complete el sándwich.

Termino de teletrabajar a las tantas. El crío quiere cenar croquetas, la innombrable que ni hablar. La innombrable quiere cenar pollo, el crío que ni hablar. Les ofrezco una tortilla, los dos que ni hablar. Se me saltan las lágrimas de la emoción porque, por una vez, se han puesto de acuerdo. Pena no haberlos podido grabar con el móvil. Apuesto sobre seguro y hago unos macarrones. ¿Para cenar? ¿A las doce y cuarto? Sí, ¿qué pasa? Con tal de que llenen el buche y se vayan a la cama de una puñetera vez sería capaz de asar un cordero o cocinar una paella.

Arantza Rodríguez

¿Un diario del día de la marmota?

El crío y yo aún no hemos llegado a estos extremos, pero todo se andará…

Viernes, 27 de marzo, decimocuarto día después del cristo. Descubro en un mail traspapelado que el crío tenía que escribir un diario en inglés desde el comienzo del encierro. Oh, my God! Pero si esto es un maldito día de la marmota elevado a su máxima potencia. Para lo que tiene que contar, pienso, valdrá con un semanario. Y quien dice semanario, dice quincenario. Si me apuras, bastará con un parte mensual. Y si no me apuras, va a ser que también. En esas estaba, pensando en si alentaba el espíritu crítico del crío e infringíamos el mail, cuando cayó otro en mi bandeja. «En Semana Santa no habrá deberes». Oh, my God! Estoy sufriendo una alucinación. Como aquel día que creí ver un gel hidroalcohólico en la estantería de una farmacia. O eso o me tengo que graduar las gafas. Me froto los ojos. Que no habrá deberes. ¡Ja! A mí no me la cuelan. Esto es un bulo, igual que ese de que quienes compartimos katxi de jóvenes con medio Casco Viejo somos inmunes. Whatsappeo a una madre. Pues, oye, que es verdad. El txupinazo de Aste Nagusia se queda corto comparado con el fiestón que montamos el crío y yo en la cocina. Y sobrios. No nos tiramos harina y huevos porque tenía merluza para albardar, pero les juro que ni tocándome el euromillón daría esos saltos de alegría con doble tirabuzón.

Arantza Rodríguez

Confinada con un jarrón feo

Un vecino de Wuhan, camino del garbigune tras finalizar el aislamiento.

Jueves, 26 de marzo, decimotercer día después del cristo. A estas alturas del confinamiento he inventariado varios desconchones detrás de los radiadores, una grieta en el techo, un grafiti a lápiz sin catalogar junto a un zócalo y un jarrón con forma de ‘o’ que no sirve para meter flores, debí comprar de joven bajo los efectos de alguna sustancia y ahora me parece espantoso. Tanto que cuando reparo en él me da un ataque de risa sin precedentes en la historia de este encierro. Me tiro doblada al suelo, mientras pienso en cómo ha podido resisitir el tío casi dos décadas camuflado como un pez manta en una balda de la sala. Viene el crío corriendo. Entre carcajada y carcajada, solo acierto a señalar hacia el presunto adorno. «Ama, para ya, que me das miedo». Pienso en deshacerme de él. Del jarrón, no del crío. Pero me ha hecho pasar un rato tan bueno que le doy una segunda oportunidad. Ahora, si un día lo uso como arma arrojadiza, será por causa de fuerza mayor.
A la noche leo que la ministra de Educación confía en que los alumnos puedan volver al menos 15 días a clase y me da otro ataque de risa, esta vez nerviosa. ¿Que nos los tenemos que quedar hasta cuándo? Ah, no, yo para ir, tocar y volver, ya no lo mando al colegio. Madrugar para nada es tontería. Logro recuperar la compostura. Por suerte el crío no me ha pillado esta vez partiéndome, porque voy camino de convertirme en Jack Nicholson en El resplandor. Me da por teclear ‘síntoma risa’ en Google. Desde beneficioso a letal, todo lo que se puedan imaginar. Joé, si lo sé, me pongo una serie.

Arantza Rodríguez