Mi madre es una zombi

DICEN que hay vida más allá de los hijos, pero es tan difícil encontrarla como en Marte. Nada más nacer te privan del sueño para anular tu voluntad y, a la que te descuidas, te mean para marcar territorio. A partir de entonces, ya eres suya. Y tu tableta también. Fuera amigos. Fuera aficiones. Fuera películas para mayores de 7 años. Fuera cualquier placer que no sea desvanecerse en el sofá sin clavarse una ficha de Lego en las costillas.

En esas condiciones de semiesclavitud, una llega a comprimir en formato Zip sus necesidades más básicas: come mientras rasca la vitrocerámica, se peina sentada en la taza y se viste con lo que descuelga del tendedero para evitar doblarlo. ¿Y la plancha? No me hagan reír. A lo sumo, MEJOR-DISFRAZ-ZOMBI-MADREusará la de los langostinos en Nochevieja. Llegados a ese punto en el que una se quita las legañas mirándose en los retrovisores, camino del colegio, no es de extrañar que el otro día una madre me preguntara por qué iba de zombi si ya había pasado Halloween. “No voy de zombi, voy de lunes y las ojeras son mías”. Para evitar confusiones, el martes me peiné y me puse minifalda. “Tienes unas piernas bonitas”, quiso arreglarlo. “Dejémoslo en que tengo piernas”. La verdad es que no había reparado en ellas. Me vine arriba y el miércoles me pinté el ojo. Solo uno porque justo el crío se lió a galletas (María) con la cría. Hoy me he decantado por un mono de retirar avispas asesinas. Mano de santo, oigan.

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Cómo complicar un cumple

trastadas-13-maid-in-barcelonaEL año pasado lo resolví con un pícnic en un parque, pero este curso va a ser que no. El crío ha asistido a dos cumples y ahora la pelota está en nuestro tejado. Él se decanta por una celebración low cost, esto es, un regalo, un invitado. Servidora, consciente del grave conflicto diplomático que podría generar su espartana decisión en el patio, trata de evitarlo. Así que ahí ando, intentando explicarle que, además de a su amigo, debe invitar a los compañeros que previamente le han invitado y, por supuesto, a los hijos de los padres con los que me hablo. Un absurdo como otro cualquiera que se prorroga, generación tras generación, hasta las mismísimas bodas, en las que uno paga los langostinos por compromiso a gente con la que ni siquiera ha hablado. Por si confeccionar la lista fuera poco complicado, está el tema de la paridad. Que a él se la trae al pairo, pero yo paso de los cumples segregados. Llevo días persiguiéndole con la foto de la clase. “¿Y qué tal si invitamos a esta?”. Y él, que “a esa no porque tiene coleta”, que son el tipo de argumentos que esgrimen a los cuatro años. Por si fuera poco estresante, hay que pensar en los regalos. Un año con la niña decidí innovar y pedí a los padres que no le compraran nada. No lo he vuelto a hacer porque me miraron raro, como si fuera de una secta o algo. Con lo fácil que sería hacerle caso, un invitado, un regalo, no sé por qué me empeño en complicarlo. Estoy a un tris de marcarme un Quiroga.

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(Re)vuelta al cole

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VÍSPERA de la vuelta al cole. Con la ayuda de un taser de imitación y unas esposas, consigues acostar a los críos dos horas después de lo previsto. Te las crees muy felices cuando silba el WhatsApp. Otra vez. Y dieciséis más. Una iluminada pregunta que si “los txikis tienen que llevar vaso”. Y en caso afirmativo, si de PET o PVC, con o sin asa, liso o con dibujos, apto para microondas o no, lo que genera una gran revuelta a horas a las que ya están cerrados los chinos. Están a punto de estallarte los sesos cuando la happy flower plantea si “valdrá una cantimplorita de Peppa Pig”. Piensas: “Mejor un vaso de tubo con hielos y bien de ginebra para la andereño porque como nos tenga que aguantar a pelo se coge la baja por estrés antes de terminar la semana”.

Es solo el comienzo. La sábana para la siesta y cómo coser cuatro puñeteras gomas en las esquinas da, como poco, para un seminario. Y con el reparto de libros resurgirá el debate ¿Con forro adhesivo o de toda la vida? y el clásico ¿El nombre a lápiz o con rotulador permanente? Dos bobadas como otras cualquiera que suscitan más tráfico de mensajes que de influencias.

Sospecho que el periodo de adaptación no es por el bien de los niños, sino por la salud mental del profesorado. De no tener las tardes libres para practicar yoga, con tal oleada de consultas tontas a pie de patio, desertarían. Y de devolvérnoslos a casa, nada, majitos. Que conocemos nuestros derechos. Y hemos echado el pestillo.

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Merkel no, manda amama

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LE dice un día el crío a su hermana, en plena reyerta por un plumero desmochado, que ella no manda, que quienes mandan son ama, aita, la cuidadora, la andereño y los bomberos. El padre de las criaturas me mira con un ojo -ha desarrollado la habilidad de dejar el otro pegado en el smartphone– y le juro y perjuro que, como no se refiera a los del calendario, no ha entrado ninguna otra manguera en casa. Al menos, digna de mención. Días después leo que Euskadi reconocerá a los bomberos como agentes de la autoridad y constato que mi hijo es un visionario, un adelantado a su tiempo, una especie de niño lama versión hardcore.

No obstante, ha sido pisar la casa de veraneo de los aitites y ser desbancados todos de nuestros puestos. En su lista Forbes de los más poderosos no hay rastro de Merkel, mucho menos de Rajoy. La ocupa toda, de cabo a rabo, amama, la madre de la madre, the master, para que me entiendan ellos. Esa que se pasa por el forro de la bata de boatiné la pirámide alimentaria y ve helados de chocolate donde hay puerros. Esa que interpreta a sus anchas el Tratado internacional de libre comercio, esto es, que mete al niño a un bazar chino y compran lo que les viene en gana. Esa que forma un lobby con los nietos que me río yo de las farmacéuticas. “Me tienes frito”, le dice el padre al niño desbocado. “Frito y los Fitipaldis”, contesta él. Carcajada de amama. Claudico.

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Cómo enviudar y que parezca un accidente.

CARI, ¿bajas la basura?”, le dices, mientras terminas de recoger la mesa con el crío colgado a la chepa, reclamando que lo lleves a la cama, previa escala en el baño, en uno de tus vuelos low cost. “Claro”, responde él y echa mano del smartphone. Primero comprueba su ubicación, no vaya a ser que, mientras untaba la yema del huevo frito, haya sido abducido por algún habitante de ese nuevo planeta descubierto por la NASA y teletransportado a una cocina de una casita en Plutón. Una vez comprueba que no, que continúa en su pisito y tendrá que seguir pagando la hipoteca, introduce en el navegador GPS la dirección del contenedor de la esquina para calcular la ruta más rápida y económica.

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Decidido el trayecto, consulta por medio de una aplicación si hay algún amigo por la zona que le recomiende algún otro contenedor y anuncia en el grupo de WhatsApp de padres del colegio que va a tirar la basura por si alguien se apunta. Después comprueba en su reloj inteligente la temperatura exterior, la velocidad del viento, la presión atmosférica, la fase lunar y las mareas. Tras cerciorarse de que no le sorprenderá una galerna, se ajusta el pulsómetro-podómetro que le informará de la distancia recorrida y las calorías quemadas. Al de una hora vuelves y le sorprendes colocándose los auriculares bluetooth sin siquiera haber tocado la bolsa de basura. Te encierras con la tableta en el baño. Tecleas: cómo enviudar y que parezca un accidente.

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