Me ofrezco de ‘coach’ a la familia real

No es por presumir, pero tengo tal poder de persuasión que estoy barajando montar una secta. Así me gano un sobresueldo y apadrino a un parado de larga duración. La idea la vengo gestando desde Navidad, después de conseguir convencer a la niña, por cuarto año consecutivo, de que en vez de una aburrida batería pidiese a Olentzero un divertido juego educativo en inglés. Me siento fatal por engañarla vilmente y sé que de viejecita no irá a visitarme a la residencia, pero ¿qué quieren? ¿Que me denuncien los vecinos al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo? Porque si yo oigo eructar al inquilino de arriba, los baquetazos a los platillos tienen que retumbar hasta en Torrelavega.

Dirán que cualquiera es capaz de manipular a un menor, pero también he probado mis dotes con el padre de las criaturas. Anteayer descubrí un par de calcetines suyos en la basura y le convencí de que los había echado él y de que si no se acordaba sería porque estaba medio dormido, que es su estado natural desde que nació el gautxori, quiero decir el crío. Al principio lo negaba, pero fue insistirle diez veces y admitirlo. Justo cuando entró en la cocina el niño y arrojó el mando a distancia al cubo de reciclar. Lejos de retractarme, reforcé mi tesis: «¿Ves?, de tal palo tal astilla». Y coló. Vamos, que estoy por ofrecerme de coach a la familia real, ahora que Urdangarin trata de convencernos de que es inocente y Juancar no para de repetir: Sofi, te juro, o que me rompa la cadera ahora mismo, que no es lo que parece.

Amazinger Zeta: ¡Niños fuera!

La cría ha vuelto hoy al colegio nerviosita perdida. La culpa la tiene el cuento que le leí anteanoche. En el primer capítulo Milly y Molly empezaban las clases y me pareció ideal para motivarla. Lo que no sabía era que unas páginas más adelante la palmaba Jaime, un compañero de clase. Así, sin previo aviso. Total, que me hizo un carro de preguntas y yo me acordé de la autora del libro y de su santísima madre.

Para más inri ayer le probé la bata y le quedaban las mangas por el antebrazo, estilo años 60. A mí me gusta, pero el padre de las criaturas dice que se va a poner perdidos los puños de las camisetas, que el Oxi Action está por las nubes y que él está harto de frotar. Vamos, que sale más a cuenta, como diría mi madre, comprarle otra. La niña, que no ponía objeción alguna a la amantala vintage, decía, en cambio, que le daba hache ir con la mochila de los pitufos, que es de pequeños y que ella quiere una de las Monster High.

Con semejante gabinete de crisis montado en la cocina, mientras el pequeño me escupía puré a la cara, eché mucho de menos tener un campo de tiro como el que Brad Pitt le ha regalado a Angelina. Más que nada para aliviar tensiones. Seguro que también venían a disparar los aitites, que han empezado a dormir vestidos, con el smartphone bajo la almohada, por si les llamo y tienen que saltar de la cama al aula. Hoy, al dejarla en la fila, he respirado aliviada. Y, por un momento, será porque es de mi quinta, me he sentido Mazinger Z, gritando ¡niños fuera!

Chinita tú

Hasta hace poco, a la cría se le bufaba que la sacara a la calle con un vestido de tul, el disfraz de oveja latxa o el albornoz, pero el otro día, probándose un buzo de florecillas en una tienda, se rebeló. «No me gusta. Es muy feo. Que se lo compre un idiota o un chino». ¿Un chino? ¿Qué le habrá hecho pensar a una niña de seis años que nuestros vecinos asiáticos no tienen criterio estético? ¿Quizá esos escaparates donde conviven los gatitos que te pego leche, a modo de San Pancracios, junto a una bandera del Athletic y una escobilla de baño? ¿O tal vez el haber oído la expresión: le engañaron como a un chino?

Pero, vamos a ver, aquí ¿quién engaña a quién? Porque a lo tonto, a lo tonto, sus comercios se propagan como la hierba de la pampa, mientras el tendero de toda la vida está a punto de convertirse en una especie en peligro de extinción. Como esto siga así, vamos a tener que hacer una cuestación, tipo Domund, con huchas con forma de cabeza de comerciante local.

Que vaya por delante -a estas alturas de la columna, casi debería decir por detrás- que no tengo absolutamente nada en contra de los orientales. Obviando el empalagoso hit de los payasos de la tele Chinita tú, chinito yo, y nuestro amol así será… y el programa de Humor Amarillo, que han hecho más mella en la capacidad intelectual de algunas generaciones que las chinas fumadas, lo único que no soporto del gigante asiático es su gobierno, que trata a sus ciudadanos como mercancía de todo a cien.

Pedazo trolley

El curso pasado, el padre de las criaturas, en un alarde de síntesis sin precedentes, mandó a la niña a la excursión con lo puesto y un bocata de chorizo. Hizo una calorina que a poco más y nos devuelven un gambón. Cocido y todo. El chorreo fue tal que este año se ha pasado al otro extremo y le ha preparado un pedazo trolley que la pobre, por más que empuja, es incapaz de hacer rodar. No me extraña. El susodicho le ha metido desde un chaleco salvavidas hasta una baliza de localización para avalanchas, sin olvidar la metralleta de agua, un garrafón de Dalsy y otro de crema protectora contra la radiación solar y nuclear. Por más que he insistido en que con una gorra y una sudadera sería suficiente, no ha habido manera de hacerle soltar lastre.

La culpa la tiene el colegio, por no especificar qué deben llevar. En su escueta nota apenas ponía que tenían que llevar la comida y que nos abstuviéramos de meterla en envases de vidrio. ¿Pero es que hay quien manda a su hijo de 6 años con un tupper de cristal de bohemia? La negociación ha sido ardua, pero al final he conseguido que le quite a la niña el casco de la bici. Más que nada porque, con el bochorno, en la fila ha estado a punto de estallarle el cerebro. Y para una cuerda que hay en la familia no es cuestión.

A la despedida del autobús ha acudido la amama con su tartera de albóndigas y ha llorado como si la cría fuese una niña de la guerra. Por cierto, la excursión es a la casa de Olentzero. En pleno junio. Como me haga poner el árbol de Navidad a la vuelta, les denuncio.

Vuelta al curro

No me pregunten cómo, pero el niño se ha olido que me reincorporaba al trabajo y me ha despedido gimoteando desde su cuna con cara de cachorrito abandonado. Le ha salido tan bien -lleva sus cuatro meses de vida ensayando- que estoy por presentarlo al casting de la campaña Él nunca lo haría. ¿No ha ido un perro a los Oscar? ¿Por qué no puede entonces una cría humana denunciar el abandono animal?

Mientras me hago la dura, camino del tajo, maldigo la crisis y el momento en el que la niña de Rajoy se convirtió en la niña del exorcista y se sacó de debajo del camisón una reforma laboral cubierta de vómito y espumarajos. Está el horno como para pedir una excedencia. O una reducción de jornada. Lo mismo te llama el jefe y te dice que total, venir pa ná es tontería y te manda a la cola del paro. Y de ahí a pasear ancianitos hay un paso ahora que quieren que los desempleados cumplan una labor social.

Así que allá voy, cabizbaja, repitiéndome, cual mantra de consolación, lo afortunada que soy por tener trabajo. Remunerado. Porque del otro, con dos criaturas, para exportar. Me pregunto quién sería el inepto que decidió llamar a la baja tras dar a luz descanso maternal. A no ser que se refiriera a ese estado de semiinconsciencia en el que caes a las cuatro de la madrugada entre toma, atracón a la nevera y cambio de pañal. Busco la tarjeta para fichar en el bolso y saco un chupete. Como me venga alguien a hablar de conciliación, el «que te pego leche» de Ruiz Mateos va a ser moco de pavo.