El polvo de la tele

No sé qué pasará en sus casas, pero en la mía la tele acumula ya el mismo grosor de polvo que un tronco de Brasil que tenemos en la sala y que no regamos desde que nació la niña, hace siete años. Ahí sigue, así que supongo que será de plástico. Aquel emotivo día, plasma y planta fueron relegados a un decimosexto plano, junto con la tortuga, que en paz descanse, los libros y los encajes de bolillos del padre de las criaturas. Al principio, como buenos primerizos, tratamos de ver una película en varias ocasiones, pero cuando no lloraba la cría, lo hacíamos nosotros y viceversa. Luego, lo intentamos con las series, de más corta duración, y, después, con los programas de gags. Hasta que nació el gautxori. Entonces, para cuando nos desmayábamos en el sofá, en pleno prime time, no daban más que anuncios, así que nos metíamos entre neurona y neurona un bloque publicitario de un cuarto de hora y caíamos fulminados. Con el tiempo, nos aburrimos y ya ni la encendíamos. Vamos, que a nosotros el apagón analógico, ni fu ni fa.

Un día, por aquello de recordar viejos tiempos y comprobar si el aparato aún funcionaba, lo puse en un canal del final y salió una mujer adicta a comer abono y luego otra con una verruga gigante que supuraba purrusalda. Pero ¿qué necesidad hay, hombrepordios? Menos mal que el crío, que es un espectador con criterio, me quitó el mando, lo chupeteó y lo escondió. Debió enterrarlo en la maceta del tronco de Brasil, porque de esto hace seis meses y no ha aparecido.

Whatsapp en vena

Sois unas putas yonquis». Perdón por la expresión, pero la autora se la soltó tal cual, sin sedación previa, a sus dos compañeras. En los 80 habría cabido la posibilidad de que les estuviera llamando prostitutas heroinómanas. En los 90, adictas a la nicotina. Pero estamos en el siglo XXI y, aunque las tres salían del trabajo para fumarse un cigarro, las aludidas consultaban compulsivamente los mensajes acumulados en sus móviles. «La mayoría son chorradas, pero…», se justificaba la más joven sin alzar la vista del smartphone. O sea que estaban enganchadísimas al WhatsApp.

La damnificada les hablaba con la mirada puesta en sus cabezas, inclinadas hacia las pantallas. Nunca los cueros cabelludos estuvieron tan escrutados. Decía que en la cuadrilla de un amigo, cuando van de potes, ponen todos los móviles boca abajo y el que primero consulta el suyo paga la ronda. No sé si la iniciativa tendrá éxito, pero de extenderse, devolverá el bullicio a algunas terrazas, más silenciosas a veces que las propias bibliotecas. Abducido como está el personal, habla uno y parece que molesta.

Y como no tengas la aplicación pasas a ser un apestado porque obligas al resto a hacerte una llamada. ¿Recuerdan? Eso que consistía en marcar el número y hablar. Añoro aquellos teléfonos donde metías el dedo y hacías girar el disco en plan ruleta de la fortuna. Ains. Entonces solo se llamaba para cosas importantes, que si ha muerto fulanito, que si tráeme una bombona de butano. Los chistes, por malos que fueran, se contaban a la cara.

Pequeños ahorradores y padre cigala

Dice la cría que le meta la paga de amama en la hucha, que prefiere guardarla, en vez de comprarse chuches, “por si un día no tiene trabajo”. ¡Por Tutatis! ¿Pero qué clase de pequeña ahorradora estoy criando? ¿Tan negro se ve el panorama a los siete años? ¿Me pedirá que, en vez de una cuenta infantil, le abra un fondo de pensiones? Lo peor es que el pequeño inconsciente, que nos sigue escrutándolo todo como los coches con cámaras de los municipales, se ha quedado pensativo, dándole vueltas al chupete. Ahora temo que un día se escape al banco de la esquina, balbucee tras el mostrador y le calcen unas preferentes.

Por si vinieran mal dadas, peores quiero decir, una trata de no malgastar cerrando grifos, apagando luces y reciclando vaqueros de temporadas pasadas, ahora que está tan de moda el vintage. Todo en balde, porque el padre de las criaturas es especialista en contrarrestar el efecto hormiguita con sus cigaladas. ¿Que has usado tres cupones descuento en el supermercado? Pues él los anula comprando pastillas para el lavavajillas brillo de diamante a precio de ídem en el comercio más caro de Bilbao. ¿Que te tiñes en casa, es un decir, para espaciar tus visitas a la peluquería? Pues él se mete en Fnac “solo a mirar” y sale con un yo qué sé, qué se yo, con usb y te echa por tierra el ahorro del mes en un pispás. El otro día gastó medio bote de Pronto limpiando una mesita de medio metro cuadrado. Si cree que así le voy a apartar de sus funciones, lo lleva claro.

De penitencia, vacaciones ultracongeladas

El difunto pulpo Paul adivinaba los resultados del Mundial de fútbol, la marmota Phil pronostica el tiempo… Las mascotas como oráculo están de moda, así que el padre de las criaturas y yo decidimos rentabilizar el dineral invertido en leche en polvo y pañales delegando en el niño la elección del destino de las vacaciones de Semana Santa. En mala hora. Le dimos un fuet y le colocamos frente al televisor mientras emitían el tiempo en ETB, confiando en que apuntara con el embutido a algún punto de Euskal Herria. Mira que en el recién estrenado mapa está clarito, pues ¡zasca!, salchichonazo en Burgos. «Esta ha sido de prueba», dijimos al unísono. Pero ya saben cómo son los críos, entran en bucle y no hay tutía.

Al sexto porrazo en la pantalla, asumimos que era mejor ir a Villarcayo que quedarnos sin tele, así que me lancé a la piscina, como los famosetes sin liquidez de los programas, y encargué a padre e hija que prepararan el equipaje. No sé en qué estarían pensando porque los infelices metieron hasta los manguitos. Ahora estamos ateridos, con el albornoz encima del forro polar, contando las horas para volver a casa.

La próxima vez le pediré consejo a la reina, que está como una ídem en Mallorca, mientras su ex de facto se gasta todo el presupuesto de la Casa Real en quirófanos. Me consuela que, al menos, estoy mejor que la infanta. Me la imagino haciendo las maletas. «Cari, meto un par de trajes de rayas y un par de chandalcitos para cuando nos saquen al patio».

Una familia de serie B

Tengo una familia de cine. Género, por clasificar. El padre de las criaturas, desde que anunciara oficialmente en la última reunión de vecinos el cese temporal de la convivencia con su bufanda del Athletic, por motivos de sobra conocidos, está rarísimo. De hecho, se ha apuntado a un curso de patchwork para hacerse una colcha con retales, cuando él siempre había sido más de punto bobo. Que haya cambiado la cervecita y el fútbol por el café, las pastas y la aguja de coser tiene un pase, pero que haya convencido a toda su cuadrilla -tenían que verles- es de película de Almodóvar.

En el filme quizá también tendría cabida la cría. El otro día la sorprendí caracterizada con la cabeza y las patas del disfraz de pingüino. «¿Qué haces?». «Jugar a la Antártida». Hasta ahí nada que objetar. «¿Y ella quién es, una foquita?», pregunté por mi sobrina, de 5 años, que yacía en el suelo, inmóvil. «No, una niña muerta. Muerta de frío». Me quedé ídem, lo juro. Bien pensado, la cría encajaría mejor en una cinta de Alex de la Iglesia. Y el inconsciente, en una de Chuck Norris, porque desde que aprendió a andar se pasa el día dándose de cabezazos con las paredes. Para mí que eso tiene que matar más neuronas que los porros sí o sí. Vamos, que estaba convencida de que tenía en casa a unos pedazo de artistas hasta que vi en las noticias que Bárcenas se había apuntado al paro. No sé quién le escribirá el guion, pero ni la Blancanieves en blanco y negro puede competir con él en surrealismo.