¿Presidenta yo?

Calamardo

En su afán por aprendérselo todo los niños no discriminan. Lo mismo se saben los nombres de los habitantes de Fondo de Bikini -desde Bob Esponja hasta el último pecezuelo animado- que se aprenden el de José Luis Rodríguez Zapatero. Quizá porque su mirada tristona se parece cada vez más a la de Calamardo. Y lo memorizan justo ahora que está a punto de espicharla, políticamente hablando. Es un incordio, pero a los hijos, como a los antivirus, hay que actualizarlos

Y en esas estaba el pasado fin de semana, intentando explicarle a la cría que en unos meses, salvo providencia divina o meteoritazo espacial, iba a mandar en España un señor de barbas que se llama Rajoy. «¡Qué morro! Y a nosotras ¿cuándo nos toca?», me saltó la mocosa toda indignada, como si la presidencia del Estado rulase entre los vecinos como la de la comunidad. Pues solo faltaba que, además de por las humedades -en julio nos han salido en la escalera más caras de Bélmez que en todo el año pasado-, me tuviese que pelear en los pasillos del Congreso por si tapizamos de cebra los escaños o mejor nos subimos el sueldo aprovechando que los parados están mirando para otro lado. 

Ahora que, si por ella fuese, gobernaba tan ricamente con cinco años. Pero si luego tienen un ministro de Economía de color amarillo y agujereado, a mí no me vengan a pedir cuentas, que la del bajo se ha ido a Benidorm y bastante tengo con pescar los calcetines que se nos caen al patio con un cordelito y un gancho.

Pepe por su casa

Vale que hay qu pagar una fianza por alquilar un apartamento en verano, aunque joroba que, como con el canon de la SGAE, desconfíen de uno por adelantado, pero ¿quién protege al veraneante de los arrendatarios tronados? Porque hay algunos de juzgado de guardia. Como Pepe, que tiene inventariados en el contrato desde las pinzas de la ropa hasta los armarios empotrados. ¿Pero por quién nos ha tomado? ¿No ve que llevamos el coche petado de juguetes de playa y por mucho que queramos no nos caben en el maletero ni su taza de váter ni su escobilla de baño? ¿A qué clase de chorizos ha tenido alojados en el pasado?

El día que nos entregó las llaves llevaba un traje de Esteso y Pajares que ya hacía presagiar algo raro. Por los solapones, porque era festivo y porque hacía 35 grados. Tras pedirnos que le regásemos las plantas -a nosotros, que se nos chamuscan hasta los geranios-, nos anunció por sorpresa que tenía el piso en venta y que volvería para enseñárselo a unos rusos a las cuatro. O sea que lo del inquietante chaleco de satén era para impresionar a los eslavos.

En apenas cinco días han pasado por mi cuarto tres familias alemanas, unos señores de Cuenca y cuatro parejas de franceses jubilados. Al principio resultaba violento, pero una se va acostumbrando. Ayer aprovechó la visita para traer unas mantas y llevarse un macetero y hoy amenaza con venir a arreglar un enchufe estropeado. Como si no hubiese tenido tiempo el resto del año. Anda como Pepe por su casa.

Al barqui, barqui

Una de dos. O les ha dado el chivatazo un topo infiltrado entre los bañistas o tienen sensores de movimiento enterrados, porque ha sido atornillar la sombrilla en la Costa Brava y empezar a desfilar ante mí una legión de estilistas y vendedores ambulantes entregados. Una mujer oriental insiste en masajear mis chichas blanco nuclear, otra de raza negra quiere trenzarme las greñas y una tercera, autóctona, venderme uno de los vestidos playeros que lleva colgados del brazo. Rechazo las tres ofertas y apenas termino de rasear con crema solar protección 300 a la cría -el año que viene la cemento y me ahorro horas y horas de pringoso trabajo-, contraatacan un tatuador, un hombre que ofrece piñas y cocos y un africano cargado de cinturones, bolsos y gafas de sol. Por un momento, dudo de si he extendido la toalla en la playa o en un centro comercial tapizado de arena. Idea que termino descartando solo porque no veo ningún Zara a mano.

Mientras me pregunto si el del «¡barqui, barqui!» se habrá jubilado o le habrán cerrado la franquicia, temo que estén al caer los vendedores de implantes de silicona, jarras de sangría y triquinis para hacer posados a lo Anita Obregón. Resumiendo, si su jefe le sigue endiñando marrones hasta el último minuto y no ha tenido tiempo ni para comprarse unas chanclas, que no cunda el pánico. Puede tumbarse en la playa con el traje chaqueta de la oficina y customizarse en menos que se derrite un helado.

Amama se fuga

A mi amiga Maite se la sopla, con perdón, que se hayan ventilado a Bin Laden, que el trasero de Pippa cause furor y que el Barça juegue la final de la Champions. A ella lo que le quita el sueño es la huelga de comedores. Sobre todo porque su madre se ha declarado en rebeldía y eso es peor que un paro de los controladores en agosto. La señora estaba hasta los mismísimos rulos de tener cada día más comensales. Porque además de guisar para su marido, que solo pisa la cocina para sintonizar el televisor, lo hace también para su hija pequeña y su yerno, que llevan diez años casados y aún no han desprecintado la olla exprés. El microondas sí, para descongelar los platos precocinados. También se sientan a su mesa un par de nietas con padres encadenados en cuerpo y alma al trabajo. Y de vez en cuando, las amigas de las nietas, que entran y salen como Pedro por su casa. Vamos, que si les cobrara a todos el menú del día, no tendría que teñirse de supermercado.

El pasado domingo, viendo la que se le venía encima con la huelga de comedores, colgó el delantal y les dejó a todos plantados. Ahora eso sí, con la nevera repleta de tupperwares. Ante el temor de que no vuelva, dividen las albóndigas con bisturí para racionarlas como hacen con los cocos los concursantes de Supervivientes. Mi amiga, que se ha quedado con los niños colgados, dice que el curso que viene, en vez de al jantoki, les va a apuntar a un wok, que le garantiza gambas calientes los 365 días del año.

No más regalos

Niños con dos madres, con un solo padre gestados en vientres de alquiler, que viven con los aitites, una familia de acogida o vaya usted a saber. Con este panorama, no es de extrañar que en algunos colegios hayan optado por suprimir los regalos del día del padre y de la madre. Y no saben cómo se agradece el gesto, no solo por la apertura de miras, también por el ahorro de espacio. Porque empiezas a guardar todos sus garabatos y en cinco años tienes ya catalogados más bocetos que el Museo de Bellas Artes. Rayajo verde con pegote de potito de manzana y plátano. La cría, once meses y tres días. Y por más que haces limpieza, nunca te atreves a tirarlos. ¡Ni que fueran picassos!

A las obras de arte que hace en casa hay que añadir las que perpetra en horas lectivas. Que si un collar de macarrones, que si una corona de cumpleaños, que si una botella de plástico decorada, que si una pelotilla de papel pinchada en un palo… El currículum escolar debería prohibir los trabajos manuales que no fuesen plegables o planos. Vale que si el niño es un albardado, según se da la vuelta, aprovechas para tirarlos, pero no es mi caso. «Ama, ¿dónde está el sol de plastilina que hice en la haurreskola?». Glups, ya me ha pillado. Ahora su desconfianza es tal que escruta todo lo que echo a la basura. Y siempre le vale para algo. Con un par de yogures y un hilito, la tía se ha montado una intranet. No tengo claro si es una artista, una ecologista radical o sufre síndrome precoz de Diógenes.