Yo no he sido

Hay quien les arrancaba las alas a las moscas, quien metía mano en el cepillo de la iglesia y quien trasquilaba a sus hermanos con las tijeras de podar pero, admitámoslo, en cuestión de travesuras éramos unos simples aficionados. Nada que ver con los dos chavales que hace unos días quemaron un castillo del siglo XIV al tratar de encender un cigarrillo. Me les imagino al llegar a casa. «¿Que habéis hecho qué?» ¡Zasca! o como quiera que suene una colleja en Eslovaquia, que es donde viven los dos fenómenos. Que el tabaco mata, pero un pescozón y dos años y un día sin videoconsola minan la moral.

Al menos, los piezas tenían once y doce años. No como el hijo de Sarkozy, que ya tiene quince y no deja de joder con la pelota, que diría Serrat. No va el niñato y le tira un tomate y unas canicas a una policía… Que a tu edad, majete, lo que toca es tontear con las chicas o hacer botellón. Además, ¿a quién se le ocurre hacer una trastada con la Guardia Republicana como testigo?

 Otra cosa es perpetrarla en la más estricta intimidad y, si te pillan, alegar que ha sido sin querer. Como cuando descubres que tu hija ha estampado su nombre con un rotu permanente en el sofá. «Ama, te juro que no ha sido apropos«. Pues como no hayas entrado en trance y te haya dirigido la mano un espíritu… También puede uno negarlo, aunque no siempre funciona. Es lo que parece haberle pasado a Urdangarin, que el juez no le ha creído. Y eso que cantó: Pío, pío, que yo no he sido.

Espere tumbado

Creo que ya lo tengo. Ha costado, pero he descubierto la nueva estrategia de los gerifaltes de Sanidad: recortar las listas de espera acabando con la paciencia del personal. Mi suegro, por poner un ejemplo, lleva un año pegado al teléfono esperando a que le llamen para operarle. En todo este tiempo se le ha desgastado aún más la cadera, pero sobre todo la moral. El especialista le ha perjurado que de octubre no pasa, pero eso mismo le dijo en Navidades y luego en Semana Santa y ahí sigue, hecho polvo sin poder moverse del sofá. Al menos podían ser más sinceros y soltarle, con anestesia o sin ella, la cruda realidad: «Mire usted, le intervendremos allá cuando acaben las obras del TAV«. Así podría valorar si le merece la pena seguir padeciendo o empezar a recolectar tapones de plástico para costearse el quirófano en la privada.

Y ahí es donde quería yo llegar. ¿No será que a base de dar largas a los pacientes pretenden espantarlos hacia las clínicas? ¿Por qué llaman igualatorios a los centros médicos que solo atienden a quien les puede pagar? Y si para que a todos nos diagnostiquen y traten antes hay que hacer una derrama, que lo digan, que quien más, quien menos, está dispuesto a renunciar a unas cañitas a cambio de un mejor servicio sanitario, porque citarle a un nonagenario para dentro de un año es mucho fiar. A no ser que quieran convertir las listas de espera en listas de espere sentado o tumbado. En una caja de pino en el peor de los casos.

La aitatxartela

Aprovechando que ayer las txosnas nos concedieron una jornada de reflexión, anduve dándole vueltas a cómo evitar que los niños malcriados se salgan siempre con la suya ante la pasividad de sus incompetentes padres. Un asunto que te mina la moral en fiestas, donde los aprendices de listillo se te plantan delante en el desfile de la ballena, se te cuelan en las barracas o saltan encima de tu hijo en los hinchables. Acostumbrados a tener barra libre, de nada sirve intentar hacerles entrar en razón por mucho que diga Supernanny.

La última vez que lo comprobé fue en la abarrotada área infantil de El Arenal. Un niño cabezón, en todas las acepciones de la palabra, quería arrebatar el columpio a mi hija. La pobre trataba de explicarle que debía esperar su turno, pero a él le parecía más rápido usar su fuerza bruta. Los padres, como siempre, desaparecidos en combate. Y tú, sin atreverte a toser al pequeño salvaje, no vaya a ser que te denuncie. Para evitar males mayores, te acabas marchando, pero la mala leche te dura todo el día.

Y digo yo: ¿No sería posible sacar un carné de padres por puntos? Que tu hijo no respeta las normas, dos puntos de penalización. Que insulta a otro niño, otros tres puntos menos. Que le pega, retirada inmediata del carné. Y al que pierda la aitatxartela, que le manden a la escuela de padres a hacer un cursillo. Previo pago, que escuece más. Si no lo hacen, tendré que borrar a la cría de violín y apuntarla a kick boxing, como quería el pragmático de su padre.

Papá Pitufo

Qué quieren que les diga. A mí eso de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid me recuerda a una excursión con las monjas del colegio, pero a lo bestia. De aquellas en las que todas las niñas de la clase, incluida la pitagorina, torturábamos al chófer del autobús entonando Para ser conductor de primera, acelera, acelera. ¿Pero qué tipo de cántico suicida era ese? ¿En qué parte del catecismo venía que daba puntos hacer el kamikaze? Por si fuera poco con azuzar al pobre hombre para que se estampara en una curva con cuarenta escolares, le minábamos la moral gritando El señor conductor no se ríe, no se ríe, no se ríe. Seguro que ese acoso hoy día está penado por ley. Inexplicablemente -entonces no existía eso del síndrome del chófer quemado– llegábamos sanas y salvas al Santuario de Nuestra Señora de Estibaliz, de donde las más pelotas se llevaban como recuerdo una postalita y lo más de lo más, una molona virgencita fluorescente que brillaba en la oscuridad.

Aquello me debió de dejar marcada, pero para mal, porque todo lo que leo estos días sobre el macrofiestón católico me da yuyu. Que si una capsulita con sangre de Juan Pablo II, que si un joven mexicano pirado… Hasta el papamóvil -es retorcido, lo sé- se me antoja un terrario. Benedicto XVI espera que el evento sirva para evangelizar a las nuevas generaciones, pero mi hija al único papa al que profesa devoción es a Papá Pitufo. Y mientras, en el cielo, Gérard Depardieu meando.

Niños condón

Ya en el aeropuerto suelen apuntar maneras. Se les cala porque intentan plastificar a su hijo, para que no se ensucie la ropa durante el viaje, como si fuera una maleta. Al llegar al hotel y bajar a la piscina se confirman todas las sospechas. Embuten al crío en un traje largo de neopreno. Le colocan las gafas de bucear, los tapones antiotitis, el gorro de baño, el chaleco salvavidas y las aletas. Lo insertan en un flotador y, para evitar cualquier posibilidad de movimiento, le endosan un par de manguitos. Lo depositan en el agua y se sientan en el borde, con los pinreles a remojo, para vigilar. Pero ¿qué demonios temen que le pase? ¡Si le podrían lanzar en alta mar y llegaría, cual botella con mensaje, a tiempo de hacer la comunión en las Seychelles! Que a esa boya infantil, se lo digo yo, no hay tsunami que la sumerja. Me apuesto un abono de transporte con descuento para la visita papal a que el pobre llega a la pubertad sin saber lo que es una aguadilla ni haber catado un buchito de mar. De hecho, la protección es tal que sale de la piscina seco o, como mucho, empapado en sudor.

Luego lo llevan a la playa, pero como si no, porque lo meten en una especie de tienda de campaña y no toca ni la arena. Ahora, eso sí, su padre carga con la pala, el rastrillo, la piqueta, la excavadora, la hormigonera… Más que un castillo parece que va a hacer una réplica de los túneles de Malmasin. Seguro que ha pedido hasta licencia de obras. Y el niño condón, de mientras, se queda con las ganas.