Enrabietado en San Mamés

business-man-cryingNecesito un cargamento de tapones. Pero no de plástico, no. Para las orejas. Y ya puestos, otro de tila. Porque a los miembros masculinos de mi familia les ha dado por enrabietarse al unísono y voy a terminar tarumba. Lo del crío, a sus diecinueve meses, es comprensible, aunque cada muesca que ha hecho en el parqué lanzando objetos contundentes en plena corajina me haya dolido en el alma, como les duele a algunos tíos un rayazo en la carrocería. Mis disculpas a José Mari, el carpintero, por los daños irreparables en su obra. Lo del niño, digo, tiene un pase. Ahora, lo del padre de las criaturas, a sus cuarenta tacos, es de juzgado de guardia saturado. Ya llevaba meses con la vena rojiblanca hinchada, planeando ocupar La Catedral, en plan Kukutza, para evitar su derribo. Hasta convocó por WhatsApp a su cuadrilla de coros y danzas en las gradas para ensayar Del arco de San Mamés, no nos moverán. La noche de la despedida, con su bocata bajo el sobaco, se despidió amenazando con encaramarse al punto más alto del estadio y atarse con la bufanda del Athletic. Desde aquí le pido al responsable de la demolición que si se lo encuentra, me llame. O mejor que llame a Iribar, que ejercerá sobre él mayor poder de convicción. Si le ofrece el póster del equipo de la BBK firmado, baja fijo. En el fondo es como un niño. Yo hasta el finde no tengo prisa, pero le agradecería que me lo trajera para el sábado, hacia las ocho, para que se quede con los críos. Tengo cena con las amigas.

Le han llevado al Werto

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Debo ser una cenutria, señor Wert, porque por más vueltas que le doy no termino de entender qué es un Estado aconfesional. Fíjese si soy pardilla que pensaba que el español lo era. Pero luego puse el telediario y ya me di cuenta de que no. Y si lo es, lo disimula divinamente, porque las últimas reformas legislativas parecen propuestas, más que por el Gobierno, por la mismísima Conferencia Episcopal. Rouco Varela se lo ha llevado a usted al Werto -espero que en la primera acepción de la expresión- y el resultado es que la asignatura de Religión ha sido elevada a los altares y computará para la nota media, codo con codo con las Matemáticas.

No contentos con que se imparta doctrina en los centros públicos, como si la Iglesia no tuviera patrimonio suficiente para albergar sus clases particulares, van un paso más allá. ¿Qué será lo próximo? ¿Enseñar a los niños a multiplicar panes y peces? ¿Utilizar el latín como lengua vehicular? ¿Introducir en el currículo materias como Música celestial o Ciencias sobrenaturales? Porque que lo de Adán y Eva haya derivado en 1.360 millones de chinos, por muchos cálices que uno beba, no hay Dios que se lo crea. Lo peor de todo es que el intrusismo clerical en el ámbito educativo tiene efectos colaterales. El otro día a la cría le dijo una amiguita que si no cree en Jesús, no va al cielo. Y yo le digo a la niña que si quiere ir al cielo estudie para astronauta. Ahora, según se están poniendo las cosas, no sé dónde tendré que matricularla.

El polvo de la tele

No sé qué pasará en sus casas, pero en la mía la tele acumula ya el mismo grosor de polvo que un tronco de Brasil que tenemos en la sala y que no regamos desde que nació la niña, hace siete años. Ahí sigue, así que supongo que será de plástico. Aquel emotivo día, plasma y planta fueron relegados a un decimosexto plano, junto con la tortuga, que en paz descanse, los libros y los encajes de bolillos del padre de las criaturas. Al principio, como buenos primerizos, tratamos de ver una película en varias ocasiones, pero cuando no lloraba la cría, lo hacíamos nosotros y viceversa. Luego, lo intentamos con las series, de más corta duración, y, después, con los programas de gags. Hasta que nació el gautxori. Entonces, para cuando nos desmayábamos en el sofá, en pleno prime time, no daban más que anuncios, así que nos metíamos entre neurona y neurona un bloque publicitario de un cuarto de hora y caíamos fulminados. Con el tiempo, nos aburrimos y ya ni la encendíamos. Vamos, que a nosotros el apagón analógico, ni fu ni fa.

Un día, por aquello de recordar viejos tiempos y comprobar si el aparato aún funcionaba, lo puse en un canal del final y salió una mujer adicta a comer abono y luego otra con una verruga gigante que supuraba purrusalda. Pero ¿qué necesidad hay, hombrepordios? Menos mal que el crío, que es un espectador con criterio, me quitó el mando, lo chupeteó y lo escondió. Debió enterrarlo en la maceta del tronco de Brasil, porque de esto hace seis meses y no ha aparecido.

Whatsapp en vena

Sois unas putas yonquis». Perdón por la expresión, pero la autora se la soltó tal cual, sin sedación previa, a sus dos compañeras. En los 80 habría cabido la posibilidad de que les estuviera llamando prostitutas heroinómanas. En los 90, adictas a la nicotina. Pero estamos en el siglo XXI y, aunque las tres salían del trabajo para fumarse un cigarro, las aludidas consultaban compulsivamente los mensajes acumulados en sus móviles. «La mayoría son chorradas, pero…», se justificaba la más joven sin alzar la vista del smartphone. O sea que estaban enganchadísimas al WhatsApp.

La damnificada les hablaba con la mirada puesta en sus cabezas, inclinadas hacia las pantallas. Nunca los cueros cabelludos estuvieron tan escrutados. Decía que en la cuadrilla de un amigo, cuando van de potes, ponen todos los móviles boca abajo y el que primero consulta el suyo paga la ronda. No sé si la iniciativa tendrá éxito, pero de extenderse, devolverá el bullicio a algunas terrazas, más silenciosas a veces que las propias bibliotecas. Abducido como está el personal, habla uno y parece que molesta.

Y como no tengas la aplicación pasas a ser un apestado porque obligas al resto a hacerte una llamada. ¿Recuerdan? Eso que consistía en marcar el número y hablar. Añoro aquellos teléfonos donde metías el dedo y hacías girar el disco en plan ruleta de la fortuna. Ains. Entonces solo se llamaba para cosas importantes, que si ha muerto fulanito, que si tráeme una bombona de butano. Los chistes, por malos que fueran, se contaban a la cara.

Una talibana en el aula

Estoy que bufo. Y les aviso por si quieren abandonar la columna antes de que les contagie mi mala gaita, aunque, tal y como está el percal, seguro que ya vienen cabreados de casa. La culpa, de lo mío, digo; la tiene Gloria, la profesora que hace unas semanas soltó en una universidad de Valencia que «las mujeres maltratadas no deben separarse porque eso es amor». Si he entendido bien a la señora docente, supongo que cuanto más te rompan la cara, debe ser que estás más enamorada. Qué pena que a la pareja de Helena Dumitru se le haya ido presuntamente la mano con el hacha porque, si no, Gloria le podría felicitar por haber permanecido al lado de su amado 17 años. Y porque la muerte los ha separado, que si no… Bueno, la muerte, es un decir. Como la pobre Helena desgraciadamente ya no recibe, podría transmitir su admiración por ella a su hija de trece años, que presenció el crimen. Pero le advierto que la cría no iba a entenderlo, porque a mí, que no me han matado a nadie, me cuesta que no veas.

También podría, en sus ratos libres, ir a dar una master class a la madre de la niña de seis años muerta supuestamente a manos de su padre. Una mujer que optó por separarse de su pareja y eso, imagino que diría Gloria, «eso no es amor». Por si su opinión no hubiera sido suficientemente desafortunada, la susodicha añadió que «dentro de lo terrible de una violación sacas algo bueno, que es un hijo, un don de Dios». Puede que no lleve túnica, ni barba, pero suena a auténtica talibana.