Auténticos autónomos

Celebro que el Tribunal Supremo haya establecido en una sentencia de las que crean jurisprudencia que los repartidores de Glovo son trabajadores por cuenta ajena a todos los efectos. Otra cosa es que mi escepticismo incurable me lleve a temer que la compañía encontrará el modo de salirse con la suya; un contrato laboral puede ser perfectamente precario, como bien sabemos. Por lo demás, hay un par de reflexiones que quizá cabría plantearse sobre el fondo de este caso. La primera es muy obvia y apela a la hipocresía de quienes se echan las manos a la cabeza por las condiciones a las que se somete a los currelas de esta u otras empresas del pelo pasando por alto su complicidad al hacer uso de sus servicios.

La otra cuestión es quizá más sutil, pero nos retrata muy bien como sociedad que da por descontado que ciertos colectivos tienen menos derechos que otros. Lo que nos escandaliza de los falsos autónomos es la realidad diaria de los auténticos autónomos. Incluso con las cuatro birriosas mejoras que se han introducido recientemente, la mayoría de las personas que trabajan por cuenta propia carecen de los derechos que consideramos básicos cuando la relación es con una empresa o un empleador. Sorprendentemente —o no—, a los campeones mundiales de las denuncias de las desigualdades se les escapa esta.

155 sanitario a Madrid ya

La alucinógena presidenta de Madrid ha venido choteándose del ministro español de Sanidad de un modo indecente. Espera uno que a Salvador Illa se le hayan terminado de hinchar las pelotas y cumpla sin temblor de manos la decisión de chapar las diez grandes ciudades de la comunidad, incluyendo la villa y corte. Ojo, que no es cosa del atribulado filósofo de Roca del Vallés, sino acuerdo ampliamente mayoritario de las demarcaciones autonómicas del Estado español. A un pelo hemos estado de que por las santísimas narices de Isabel Díaz Ayuso colaran de punta a punta de la piel de toro una especie de ricino para todos para disimular el particular mal hacer de la susodicha. El insulto final fue que la propia proponente de la medida se descolgara de ella menos de 24 horas después como la criatura caprichosa que es y pretendiera in extremis otro apaño chungalí para evitar el confinamiento impepinable.

¿Se imagina alguien que, en lugar de Madrid, estuviéramos hablando de cualquiera de los terruños que arrastramos fama de irredentos? Los mismos cuervos cavernarios que ahora graznan sobre presuntos agravios malintencionados estarían reclamando a todo trapo el 155 sanitario y, si me apuran, el entrullamiento de los responsables políticos de esas comunidades en nombre de la salud y de la vida. Apuéstense algo.

De injusticia en injusticia

No es la mejor temporada para creer en la Justicia española. En realidad, da igual cuándo lean la frase anterior. Hasta donde este juntaletras tiene memoria, los de las togas y las puñetas nos han regado con un sinfín de arbitrariedades a cada cual más obscena. Si no era la chufla del 23-F, era la filfa de los GAL, el caso Egunkaria, el atropello a Atutxa, Bateragune o, en lo más reciente, Altsasu o el Procés.

Y andamos en el suma y sigue hasta el infinito y más allá. Hagamos recuento de los desafueros en menos de una semana. Como menú degustación, el baranda del CGPJ, que lo es también del Tribunal Supremo, se ciscaba en la obligada neutralidad marcándose una exaltación borbónica donde no tocaba. Poco tardamos en enterarnos de que era el preaviso para lo que venía: la inhabilitación de la primera autoridad de Catalunya con la estúpida excusa de que se había negado a retirar una pancarta a favor de unos políticos encarcelados en medio de una campaña electoral.

El mismo día, otra sala de idéntico Tribunal rebajaba la pena de un maestro pederasta del Opus Dei de 11 a dos años de cárcel con argumentos de pata de banco. Sin tiempo para digerir lo anterior, la Audiencia Nacional absolvía ayer a Rodrigo Rato y sus 33 secuaces en la salida a bolsa de Bankia. Lo tremendo es que ni siquiera nos sorprende.

Torra, ahora mártir

Aires de fiesta, parapapá, en el ultramonte hispanistaní. Se celebra con estrépito la inhabilitación de una de las principales bestias negras de los recios cavernarios. Por obra y gracia del Tribunal Supremo español, el president (bien es verdad que accidental) de la Generalitat, Quim Torra, ha sido desposeído de su cetro y enviado a la cuneta institucional. Menuda sorpresa, ¿verdad? Los jueces y parte cumplen su propia autoprofecía. Hasta el que reparte las cocacolas sabía cómo acabaría esta película desde el mismo instante en que el entusiasta testaferro de Puigdemont Primero de Waterloo se negó a retirar los famosos lazos amarillos en pleno fregado electoral.

Fíjense que hubiera sido fácil evitar el desenlace impepinable. Habría bastado una migaja de pragmatismo o de mera inteligencia política. No hay que ponérselo fácil al enemigo. Menos, cuando, como es el caso, quien está enfrente carece del menor principio ético. Al succionador regio Lesmes y a sus mariachis hace mucho que dejaron de importarles las apariencias. Si había que condenar a la muerte civil a Torra por una chorrada, lo harían y, de propina, revestirían el acto de épica, como si fueran el último dique de contención contra el secesionismo, incluso al precio de convertir en mártir a un personaje menor. Bien mirado, unos y otros ganan.

El rey y sus vasallos

Aunque solo sea como pequeña distracción del monotema pandémico, tiene su punto el penúltimo motivo de encabritamiento de cortesanos políticos, judiciosos y, faltaría más, mediáticos. Desde butaca de patio y con gran provisión de palomitas, el espectáculo no puede resultar más divertido. A estas alturas del tercer milenio, la carcunda en pleno fuma en pipa porque el Gobierno (felón, radical, antisistema, ilegítimo…) de Pedro Sánchez le ha hecho a su Preparada Majestad la de la trece-catorce para dejarlo fuera de un sarao con mucha pompa que se celebraba en Barcelona, es decir, en la díscola Catalunya.

Fíjense que la cosa podía haberse quedado ahí, en tres bufidos de los predicadores habituales, pero por alguna razón —seguramente, la caliente sangre de los herederos del Cid—, el jefe caducado del llamado Poder Judicial montó el numerito en el acto de marras, que se cerró con un forofo dando un ¡Viva el Rey! más patético que épico. El protagonista ausente, en lugar de joderse y bailar, se las apañó para que se supiera que había llamado al pelota Lesmes para agradecerle la succión. Y ahí fue donde entraron un ministro y un vice que en su día prometieron sumisamente su cargo ante el hijo del emérito a acusar al que firma sus decretos de maniobrar contra el Gobierno. No me pierdo el próximo capítulo.

¿Qué hay del IMV?

Si no fuera porque la cuestión de fondo contiene decenas de miles de dramas, abriría estas líneas contándoles que mi animal mitológico favorito es el Ingreso Mínimo Vital. ¿Recuerdan la gran fanfarria que acompañó a su aprobación antes del verano? Con ese espíritu más de antigua señoritinga de tómbola de beneficencia que de verdadera convicción de la justicia redistributiva, el muy progresista gobierno español vendió la especie de que la pobreza tenía los días contados en Hispanistán. Gracias a la generosa asignación de cuatrocientos y poco leureles mensuales, los menesterosos patrios tendrían la vida resuelta, y a poco ahorrativos que fueran, podrían aspirar, qué sé yo, a una chocita con pileta en Galapagar.

Y todo eso, de un día para otro, pues la propaganda del momento aseguraba que el cobro sería prácticamente automático. Un lunes se presentaba la solicitud —cosa de nada: rellenar dos recuadros y firmar— y el jueves la pasta estaría en la libreta. Pero han pasado los largos meses al sol y a verlas venir de los ingenuos peticionarios y no llegan al dos por ciento los que han llegado a percibir esa pésima copia de nuestra RGI. Lo curioso, ya que acabo de mencionar nuestra (seguramente mejorable) herramienta contra la exclusión, es que sus progres criticadores esta vez callan como tumbas. Qué cara.

Abusar, violar, matar

Había que superar la milonga de la acetona y no defraudó el gran repentizador que atiende por Arkaitz Rodríguez. Con el pie que le brindaba una pregunta sobre el enésimo guateque a mayor gloria de alguien que había participado en vaya usted a saber cuántos crímenes, el secretario general de Sortu enhebró otra seguidilla para las antologías: “Los presos políticos no son violadores ni pederastas y tienen el respaldo de parte del pueblo”. Hay que tomar aire, contar hasta mil y darse a la gimnasia ayurvédica para no responder con un mecagontodo a la altura. Pero es que ni siquiera merece la pena. Quien no esté definitivamente envenenado de fanatismo ciego encuentra a la primera la réplica: ¿acaso llevarse por delante la vida de seres humanos es menos grave que abusar de menores o que violar?

Lo terrible llega al pensar que uno sabe con absoluta seguridad que, más allá del propio individuo que soltó semejante desatino, unas cuantas decenas de miles de nuestros convecinos creen sin lugar a dudas que determinados asesinatos fueron una minucia que solo nos emperramos en recordar los enemigos de la paz. Lástima, como anoté hace no demasiado, que yo no tenga la intención de comulgar con tal rueda de molino. Pero lástima mayor, albergar la terrible certeza de que ahora mismo formo parte de una minoría.