En cuestiones jurídicas no hay lugar para las matemáticas. Supongo que a la vista de decenas de decisiones anteriores que tiraban de las orejas al Estado español, dábamos por hecho que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminaría que los jóvenes condenados por el Caso Altsasu fueron víctimas de un proceso judicial aberrante. Sin embargo, esta vez los magistrados han optado por no entrar siquiera a estudiar las alegaciones. El asunto se va al cajón y no hay más recorrido. Leo y escucho que este triste desenlace se debe a una cuestión de forma. No dudo que sea así, pero es una explicación que me sabe a consuelo amargo. Y lo mismo digo sobre la afirmación voluntarista que sostiene que, pese a todo, la sociedad vasca tiene una idea clara de lo que ocurrió y eso en sí mismo ya merece la pena.
Como escribía ayer mi compañero Joseba Santamaría, estamos ante el injusto punto final a una injusticia. Y también a un enorme despropósito. Utilizando una fórmula que no me convence nada, lo de aquella noche en aquel local es algo que jamás debió ocurrir. No fue una pelea de bar, pero muchísimo menos, un atentado terrorista. Ocurre que los denunciables hechos originales palidecen frente a desmesura de lo que vino después. El sector más fanático de la Justicia española, con el aliento de ciertas siglas y terminales mediáticas, buscaron (y lograron) dar un escarmiento ejemplarizante. El proceso se convirtió en un auto de fe moderno. Se pisotearon sistemáticamente las garantías de los encausados y las condenas finales fueron brutalmente desproporcionadas. Todo, en un estado que se dice, ¡ay!, de Derecho.