¡Vaya! Ahora resulta que también hay que pedir permiso para emocionarse o sentir congoja. Era lo que nos quedaba por ver en este totalitarismo cutresalchichero disfrazado de lo contrario: una reata de autoproclamados sumos sacerdotes abroncando al personal porque echa la lagrimita con lo que no debe. Por ejemplo, con las imágenes de la devastación en directo, segundo a segundo, de la catedral de Notre Dame. Qué atrevimiento insensato, el de los simplones mortales que contemplamos el avance del fuego sumidos en una impotencia entreverada de horror e incredulidad. Qué supina muestra de debilidad mental, contener la respiración ante la caída de la aguja central casi a cámara lenta.
“¡Son solo piedras, ignorantes!”, nos abroncaban, imbuidos de su gigantesca superioridad moral los guardianes de la rectitud, antes de rematar(nos) con una selección de catetadas demagógicas de su pobre repertorio. Que si no lloramos tanto por los inmigrantes que perecen en el Mediterráneo o por los centenares de miles de niños que mueren de hambre cada día en el mundo. Que si el incendio hubiera sido en una mezquita, nos importaría un rábano y/o lo estaríamos celebrando. O, en fin, que por qué no dejamos de derrochar energías en lamentar la pérdida de un símbolo de la opresión cristiana y de la turistificación gentrificadora y las dedicamos a luchar contra el perverso capitalismo, las tres(cientas) derechas, el cambio climático, el heteropatriarcado o lo que se vaya terciando. Lástima, es decir, suerte, que uno haya renovado el carné las veces suficientes como para que las melonadas de los partisanos de lance le importen una higa.