Les doy a escoger entre tres frases que juegan con el concepto oscuridad aplicables —o no— a lo que llevamos viendo en Catalunya. Las dos primeras son enternecedoramente optimistas, voluntaristas o directamente ingenuas. La más conocida, juraría yo que perteneciente a la tradición escolástica, asegura que “la hora más oscura es la que precede al alba”. Vendría a querer decir que no hay que preocuparse en exceso por la escalada de encabronamiento, porque es el requisito sine qua non para que a la peña le entre la cordura ante la evidencia de los daños, y se avenga a arreglar el desaguisado.
Una versión happymaryflower de la sentencia anterior, vista en una de esas tazas de desayuno con mensajes chachipirulis, avienta entre efluvios de incienso y ajonjolí que “cuando se pone todo oscuro, es cuando salen las estrellas”. Llevado a lo que nos ocupa, el esloganzuelo, perfecta síntesis del infantilismo chorra en que nos ha tocado vivir este milenio, nos invita a despreocuparnos, porque al final todo se arregla, y si no se arregla, qué le vamos a hacer, peor sería que nos quedásemos sin semillas de chía para echarle al batido detox, buah chaval.
La tercera y última variante —que si no es de Mao, bien podría haberlo sido— es bastante menos buenrollista, y por eso mismo, me temo que más ajustada al asunto del que hablamos. Sin más zarandajas, enuncia que “todo se va poniendo cada vez más oscuro hasta que se queda definitivamente negro”. No hace falta que les diga que este cenizo irreductible (¡pero con memoria!) se abona a esta variante como diagnóstico de lo que está por pasar. Y suerte si no es aún peor.