Esta vez no tengo nada que oponer al Tribunal Supremo. Lo triste es que haya tenido que dictaminar que hoy es miércoles y revestirlo de fundamentos jurídicos. O sea, que se haya visto obligado a bucear entre leyes para poder sostener en una sentencia lo que sabe cualquiera que tenga medio gramo de sentido común y otro medio de humanidad: que la compraventa de bebés a medida es una práctica nauseabunda. O, de acuerdo con las palabras literales de la sentencia, que la eufemísticamente llamada gestación subrogada o (todavía peor) maternidad de sustitución, vulnera los derechos fundamentales de la mujer gestante y los del bebé gestado, que pasa a ser una puñetera mercancía para satisfacción de frustraciones de señoritingos de cartera abultada, principios evanescentes y, no pocas veces, militancia de lo molón.
En su demoledor fallo, el alto tribunal niega la condición de progenitores a los compradores de carne humana al peso y señala como víctimas del mercadeo a la auténtica madre y al fruto de su vientre: “Ambos son tratados como meros objetos, no como personas dotadas de la dignidad propia de su condición de seres humanos y de los derechos fundamentales inherentes a esa dignidad”, se afirma en el fallo. Es tan obvio, tan básico, tan de cajón, que abochorna e indigna al mismo tiempo certificar que un presunto vacío legal entreverado de permisividad ante las élites pudientes y (no pocas veces) megaprogres haya permitido el mercadeo de bebés gestados, criados y alumbrados en cautividad con derecho a devolución en caso de que el producto no resultara lo suficientemente satisfactorio.