Cantada de Podemos en Bilbao

La sucursal bilbaína de Podemos ha hecho un pan con unas hostias. Las dos concejalas electas de la lista que apoyó tarde y mal —Udalberri— pertenecen, respectivamente, a Equo y Ezker Anitza. Consecuencias, supongo, de ir a unas primarias con unas formaciones que les llevan unas cuantas traineras en organización y que se toman muy en serio concurrir a las urnas. Y si todo se hubiera quedado ahí, ni tan mal. Lo definitiva y pasmosamente patético ha sido que dos militantes  del partido morado —¡y miembros de su parafernalia orgánica!— sí han conseguido entrar en el ayuntamiento gracias a una candidatura fulera que jugaba no ya al despiste sino al engaño puro y duro bajo la denominación de Ganemos-Sí se puede. Abran paréntesis para reflexionar medio rato sobre el voto informado y consecuente del personal, que regaló más de 10.000 sufragios a una manga de rufianes, de los que un par se han hecho con un curro guapo para cuatro años. Como el fútbol, la democracia es así.

Consumado el trile, a los chuleados les ha quedado el recurso al pataleo. El secretario general de la cosa, que es un zagal que ayer andaba por Twitter acusando al lehendakari de robar, anunció la expulsión de la pareja de granujas, como si les fuera a importar algo después de haber pillado dos concejalías en bruto. Para dotar de más patetismo al episodio, se nombra como autor intelectual del desfalco a un tal Madrazo, que de algo quiere sonarme. Y la cuestión de fondo es que las opciones de haber sido de largo la segunda fuerza en el consistorio de la capital vizcaína —números cantan— se han rebajado a una honrosa representación.

Pitar o no pitar el himno

Pitar o no pitar el himno español mañana en el Camp Nou, he ahí el dilema. Anoten, de saque, la profundidad de tal preocupación. Anoche soñé que todas nuestras cuitas eran así. ¿Dónde hay que firmar? Pero nada, ya que la cuestión artificialmente palpitante está ahí, entremos al trapo. Eso sí, reconozco que yo lo tengo que hacer en zigzag y con traje de neopreno porque he inventariado tantas razones a favor como en contra. O bueno, por ahí; tampoco las he contado, porque ya les digo que a mi el asunto ni mucho fu ni poco fa más allá de lo que puede amenizar una sobremesa tonta o una charleta de barra. Y vale, también como material de aluvión para una columnita al trantrán, avisando al respetable que esta vez —y supongo que otras— no se pierden gran cosa si abandonan aquí mismo la lectura.

Empezando por los argumentos favorables, me inclino por silbar la Marcha real porque sí, (o porque por qué no), por los beneficios de soltar adrenalina y el ensanchamiento de pulmones. Por el cabreo sulfuroso que se van a pillar un montón de tipejos y tipejas. Por el mal rato que pasará el Borbón joven, al que le pagan también por comerse estos marrones. Por ver cómo se las ingenia Telecinco para tapar el sol con un dedo. Y por la puñetera calavera de los jetas de la comisión antiviolencia, que amenazan con hacer pagar a los clubs la verbena.

En cuanto a los motivos para mantener silencio, los resumo en uno: si yo tuviera querencia por un himno, me cogería un rebote del quince si una multitud se ciscara sonoramente sobre sus notas. Respeto, creo recordar que se llama la vaina. Pero haga cada cual lo que quiera.

La lista más votada

No sé si lo de la lista más votada es un timo, un detente bala, una broma, una jaculatoria o un conjuro contra lo que pueda pasar. Echando la vista atrás, y tengo años suficientes como para remontar muchos calendarios, guardo recuerdo de prácticamente todas las siglas apelando alguna vez al respeto debido a quien ha sacado un voto más que el siguiente. Eso, claro, cuando la victoria, aun exigua, había caído de su lado. Si no era el caso y la suma, por chocante que fuera, daba para descabalgar a tal o cual ganador, se cambiaba de catecismo y entonces lo que valía era la voluntad popular expresada aritméticamente.

En treinta y pico años de urnas acumulamos ejemplos abundantes de triunfadores por varias traineras que, a la hora de la verdad, se han quedado con un palmo de narices. Apuesto a que tres de cada cuatro lectores de la demarcación autonómica están pensando ahora mismo en Juan José Ibarretxe. Como no fue suficiente la expulsión judicial de la que hoy es segunda fuerza, el PP y el PSE mancomunaron sus escaños para dar la patada constitucional y española al PNV, ganador de calle de los comicios de 2009. Todavía estamos pagando las consecuencias de aquello.

Según nos lo tomemos, es para despiporrarse o para llorar el Zadorra que Javier Maroto, que no estuvo lejos de ese enjuague, ande ahora echando pestes contra lo que llama —tendrá rostro— pacto de perdedores que podría dejarle compuesto y sin vara de mando. Ídem de lienzo, sus medio primos navarrísimos, que también echan las muelas por su inminente desalojo a manos de una alianza higiénica a la que le dan los números. Pues es lo que hay.

Autocríticas o así

Después de cada baño de urnas, a los partidos les conviene pararse a pensar por qué las cosas han ido como han ido. Y no solo en caso de derrota. También cuando la cosecha de votos ha sido generosa, resulta un ejercicio de provecho hacer inventario de cómos y por qués. Siempre que se haga, claro, desde la sinceridad y no desde el subidón soberbio de trazo grueso que tiende a parir explicaciones como que se es el puto amo y/o que el pueblo esta vez ha sido muy listo y ha sabido escoger. Errores de diagnóstico de ese pelo suelen engendrar futuros y no lejanos batacazos. Vuelvo a escribir como ayer que cuatro años son un visto y no visto. Ahí tienen empacando sus efectos personales en este o aquel despacho a los que hace casi nada no había quien tosiera.

Centrémonos en estos y en los muchos otros que, llevando en el machito varios quinquenios, acaban de descubrir que su culo también es desalojable de una patada popular. Son excepción ínfima los que son capaces de reconocer que la han pifiado pero bien. Lo más que llegan a admitir, provocando una pereza infinita, es que “quizá no hemos sabido comunicar nuestro mensaje”, o en una formulación directamente insultante, que “tal vez la gente no ha sabido entendernos”. Y luego están los que cierran los ojos a su monumental trompazo y rebuscan en acera de enfrente algo que dé apariencia de triunfo a su fracaso. Casi me caigo de la silla el domingo por la noche, cuando miembros de unas siglas abofeteadas por el escrutinio retuiteaban aleluyas por la pérdida de la mayoría absoluta de un partido que les había triplicado largamente en votos y representación.

Por qué gana Maroto

De entre el millón de cosas comentables tras otras urnas que le han dado un buen meneo al mapa político y a ciertas verdades supuestamente inmutables, empiezo por lo único que, para mi disgusto, acerté casi al milímetro. Dejé escrito hace más de medio año, cuando había algún tiempo para la enmienda, que a Maroto se lo estaban poniendo a huevo. En el sesteo tonto de la misma tarde electoral, ya con la suerte echada y deseando equivocarme con todo mi ser, me atreví a pronosticar (aunque no a apostar) que el cabeza de lista del PP en Vitoria-Gasteiz obtendría 30.000 votos y le sacaría tres concejales al segundo, “o quizá segunda”, maticé. En lo último, atiné de pleno. En el número de sufragios, sin embargo, me quedé corto: a falta del conteo requetedefinitivo, fueron 35.484. Marca histórica para los de la gaviota rampante en la capital alavesa.

Aunque cuatro años pasan en un suspiro, como pueden atestiguar muchos de los que el domingo fueron enviados al banquillo tras haber sido reyes del mambo en 2011, andamos tarde para evitar lo que ya se ha producido. Cabría una alianza sanitaria de las fuerzas de oposición, pero habiendo abogado por ello en su día, se me antoja que con esta diferencia de respaldo, a la larga bien podría ser la base de una mayoría absoluta como alguna que tengo muy cerca de mi domicilio. Se decida sumar o no, quizá procedería como preliminar medio gramo de autocrítica y uno de humildad por parte de los partidos que han resultado —esa es la palabra— perdedores. Claro que también pueden enfadarse, no respirar, y rezongar que su ciudad está a reventar de racistas e insolidarios.

San Romero, ahora sí

Escapo por un rato de la (apasionante) bulla electoral para celebrar con ustedes un acto de justicia. Después de más de tres decenios de rastrero ninguneo o directamente de bloqueo, el Vaticano culminó ayer la beatificación de Monseñor Óscar Romero. Clamaba a mil cielos que desde el mismo instante de su asesinato en pleno altar a manos de un sicario del gobierno de El Salvador, los cuervos de la curia oficial se hubieran empeñado en arrojar un manto de vergonzoso olvido, cuando no de estiércol, sobre alguien que entregó literalmente la piel por los que no tenían ni pan ni libertad. Qué fariseo el papa Wojtyła, lloriqueando que la muerte del arzobispo le traspasaba de dolor, cuando llevaba meses negándole el pan y la sal y abriendo un siniestro anatema contra todos los religiosos que en América latina habían dejado de dar cobertura moral a los opresores y se habían pasado a la causa del pueblo maltratado.

Tuvo años el pontífice polaco para mostrar el cristiano propósito de enmienda, pero no lo hizo. Y tampoco su sucesor alemán, que mantuvo en el congelador la propuesta de beatificación porque no convenía dar lustre a los que no tragaban con el Evangelio revestido de oro y brillantes ni como coartada para la explotación. Debió venir a poner las cosas en su sitio el papa Francisco, que en su propia trayectoria de antiguo colaborador de la oligarquía que abrió los ojos ya con canas en la sien, guarda no pocos parecidos con el salvadoreño. En parte gracias a él, por fin es oficial el título de San Romero de América que le otorgó en su encendido poema el obispo Casaldáliga y que la calle hizo suyo.

Las cuentas del cambio

A los 150 kilómetros de rigor, observo con cierta ansiedad la campaña en Navarra. Cenizo por naturaleza, me pregunto si el nombre de este mes o del que viene lo diremos también en aumentativo. ¿Habrá mayazo o juniazo? Siento mentar la bicha. Ya sé que desentono en medio de la desbordante euforia anticipatoria que confirman prácticamente todas las encuestas.

Un momento… ¿Lo confirman realmente? Pasando por alto el larguísimo historial certificado de pifias demoscópicas y los extravangantes resultados que señalan algunos sondeos, ¿se ha parado alguien a contar las fuerzas que harían falta para desbancar al llamado régimen? En general, con tres siglas no llega. Serían necesarias cuatro o, según las circunstancias, cinco, siendo el caso que el tal quinto para bingo debería ser el PSN, lo cual resulta entre irónico y lacrimógeno a la vista de los antecedentes y de las intenciones declaradas. Sola y en compañía de Pedro Sánchez, María Chivite ha dejado claro una docena de veces con quién no está dispuesta a sumar.

¿Y los demás? No parecen invitar al optimismo las zigzagueantes posiciones de Podemos y, en particular, que se haya acogido al comodín de la exigencia de condena de ETA a EH Bildu como contrapartida de su apoyo. Por más imaginación que le eche, soy incapaz de visualizar a los parlamentarios de la coalición soberanista pasando por ese aro.
Diría, resumiendo, que por mal que le vayan las cosas a Javier Esparza y sus navarrísimos mariachis —que ya veremos si es para tanto—, no debe descartarse que el domingo por la noche o en las jornadas siguientes las cuentas del cambio no terminen de cuadrar.