Cuando paseéis hoy por Gardea

Hoy cuando paseéis por Gardea (Laudio)… os encontréis una curiosa alfombra de pétalos y ramas de “millu” (‘hinojo’) frente a la casa Poletxe. Y quizá os sorprenda…

No es fruto de ninguna locura. Es la gran aportación que anualmente hace una gran mujer, Itziar Letona, para que no se pierda una tradición que antes se llevaba a cabo en todas las casas.

Se debe a que hoy es el Corpus Christi, una fiesta de gran raigambre e importancia en otros tiempos (de ahí el conocido dicho de “Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”) pero que dejó de ser festivo como tal en 1989.

La fecha se calcula en función del calendario lunar, siendo por tanto móvil. El mejor “truco” para identificarlo es añadir 60 días al domingo de Resurrección, al domingo de la Semana Santa, y siempre es jueves. Hoy en día, al no ser ya festivo, se celebra el acto religioso en el domingo posterior. En comunidades como Madrid o Castilla-La Mancha así como en numerosos municipios, adoptaron el día de hoy como festividad local para seguir reforzando el poder «intocable» de la Iglesia ya que hubo muchas corrientes críticas internas a la hora de eliminar el carácter de festividad.

Es una fiesta de origen medieval, por cierto, concebida e impulsada de nuevo por otra mujer, Juliana de Cornillon, y celebrada por primera vez en 1246 en Lieja (Bélgica). Con ella se rinde homenaje al cuerpo y sangre de Cristo, es decir al vino y las hostias que, consagradas, reciben en las misas los practicantes que así lo desean. Con ello, se funden los humanos y lo divino, poniéndose «en común», haciéndose uno… de ahí el término comunión.

Pero sin más rollos mañaneros, quedaos con el detalle de las flores en los Caminos Viejos de Gardea, las únicas supervivientes en el naufragio ya irremediable de otra de nuestras costumbres.

Gracias mil, Itziar, por mantener la llama de nuestro pueblo viva. Mujer tenías que ser…

Albérchigos

Albérchigos «persas» posan para la posteridad antes de ser engullidos por un bloguero glotón.

Tenemos en casa unos albaricoques que me voy a zampar ahora mismo. Son unos frutos que, en mi entorno, siempre hemos conocido como albérchigos. Comento a la familia lo curioso lo curioso del origen sus nombres y, como les suena a desconocido, lo publico aquí. Aunque no sé si es una treta para apartarme y dejarme sin esa fruta «que madura temprano»

Albérchigo no es sino el artículo “al” árabe y “persicum”,de Persia’, es decir, del actual Irán. Hace referencia a su origen porque, aunque las cepas más antiguas se han localizado en China, es en esa zona en donde nuestros albérchigos adquirieron más importancia y su referencia geográfica principal.

De ahí que también el nombre científico, en latín, “Prunus armeniaca” incida en aquella parte del planeta, ahora Armenia, colindante con Irán.

Al parecer en Andalucía se conoce como Damasco, nombre que sospecho pueda tener relación con la ciudad de Siria.

El inglés apricot o el francés abricot tienen la misma raíz y procedencia que nuestro albérchigo: la de la alusión a Persia.

Al margen de todo ello, recuerdo cómo de chavales, nos encantaban porque luego cogíamos sus huesos y los desgastábamos contra alguna pared para hacer una fina abertura y sacar su interior con un objeto punzante. Hoy en día no tiene sentido alguno pero por aquel entonces los silbatos que con ese proceso elaborábamos nos parecían el más ameno de los juguetes.

¡Ah! Que casi se me olvida… la denominación albaricoque también nos llega a través del árabe, con su inequívoco artículo inicial “al” pero ahora unido a una antigua expresión del griego, prekokion, y que significa que ‘madura temprano’. De ahí que lo esté merendando en una época en la que aún no se dispone de otras frutas. Salud y honor a los albérchigos.

 

Kanbo y el rechazo a nuestra propia tierra

Imposible no tener Kanbo (Lapurdi) presente en estos días e, imperdonable en mi caso, si no publicase una reflexión, casi metafórica, de la solución que supuso en su momento la gente de Kanbo para dar salida a un problema que acuciaba a todos los habitantes de la Euskal Herria peninsular y a la que éramos incapaces de solucionar nosotros mismos, por ridículo que hoy nos parezca.

Casualidades de la vida, ahora, siglos después, Kanbo nos resulta de nuevo imprescindible. Pero en aquella historia no había dolor y armas, sino manos y tierra vasca. Una tierra que aborrecíamos…

El imparable crecimiento demográfico propiciaba la conquista de nuevos espacios por el caserío vasco, nuestra gran seña de identidad. Así nuevas edificaciones surgían aquí y allá en cada uno de nuestros rincones. ¿Y dónde estaba el problema?

Pues en que los vascos de Hegoalde, los del sur, nos negábamos una y otra vez a fabricar las tejas —o ladrillos— porque aquello de manosear el barro era algo que generaba gran repulsa. Lo considerábamos ignominioso, indecente y repulsivo para nuestra condición. Y por muchos esfuerzos que se hicieron para modificar la mentalidad, no hubo manera. Es que estaba bien interiorizado aquello de considerarse noble por el simple hecho de haber nacido en esta parte del mundo.

Por ello, incluso la persona más pobre y desamparada se negaba a aceptar ese tipo de trabajos que no eran propios de su «casta» o categoría social. Nadie entendería el porqué hoy en día, pero era algo insalvable en su momento.

De ahí que, en una búsqueda de equilibrio entre la oferta y la demanda, durante siglos y hasta fines del XVIII acudiesen a cada uno de nuestros pueblos, aldeas y barrios aquellos «maestros tejeros franceses» que una y otra vez nos saludan desde la documentación histórica de nuestros archivos.

Porque, con la perspectiva de la lejanía, a ellos les daba igual el trabajar con arcillas siendo como era buena una fuente de ingresos para el sustento familiar. Y eran bienvenidos, como cada primavera lo son las golondrinas, porque con ellos llegaba la esperada solución.

Pero… no eran «franceses» sin más. Eran muchachos vascos del otro lado, de Iparralde, que venían en masa cada verano a aliviarnos un problema que nosotros nos veíamos incapaces de gestionar. Nada menos que la fabricación del elemento clave para el tejado de nuestras casas, las tejas

Aquellos temporeros no eran, casualmente, tan sólo de Ipar Euskal Herria. Ni siquiera, acotando más, de Lapurdi. Es que, aquí viene el milagro… eran en su práctica totalidad vecinos de Kanbo. Jóvenes que sin entender cómo despreciábamos aquí un oficio y fuente de ingresos así, acudieron a solucionarnos el problema y a modificar para siempre nuestra existencia y paisaje. Por ello no pueden dejar de citarse en cualquier investigación histórica de las tejeras o del caserío o de «lo vasco».

Supongo que, otros doscientos años después, se hablará de nuevo en la historiografía vasca de Kanbo, del final de un sinsentido que entonces ya nadie entenderá y que nos ha tenido enredados sin solución más de medio siglo. Y de cómo, gracias a aquellos perplejos vecinos del norte, empezamos a construir el mejor de los tejados para nuestra casa. Kanbo, Kanbo y Kanbo.

PS: como todos sabemos, posteriormente, a partir del XIX, fueron mayormente asturianos nuestros tejeros ya que, a pesar de los grandes esfuerzos institucionales realizados (Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, diputaciones…), siempre nos negamos a ensuciar nuestras manos con el barro. Pero esa de los asturianos… esa es otra historia.