Rescatada de tiempos pasados, la limonada de garrafa vuelve a estar de moda entre nosotros. Se trata de una mezcla de vino blanco, agua, azúcar y limón que se lleva a punto de granizado para ser consumida.
No hay fiesta en la que, preguntando a los más mayores, tengan un vago recuerdo de que tal o cuál familia la elaborase para consumir en el banquete de la fiesta mayor. Sin embargo el olvido ha sido lo común y prácticamente se ha borrado su recuerdo de lugares en donde fue bebida festiva por excelencia: Bilbao, Amurrio, Laudio, Orduña, Balmaseda, Gernika, Otxandio, Larrabetzu…
También su presencia en aquellas celebraciones populares queda bien reflejada en los cuadros de romerías del pintor José Arrue (1885-1977), tan descriptivos en lo visual de nuestra historia.
EL NOMBRE. «Limonada» ha sido el nombre de esta bebida elaborada en una garrafa, instrumento este cuya definición de la Real Academia Española nos deja a las claras su técnica elaboración: «Garrafa: Vasija cilíndrica provista de una tapa con asa, que, dentro de una corchera, sirve para hacer helados». Porque en realidad son artilugios concebidos para hacer helados. Sin embargo, en las últimas décadas, el nombre del recipiente es también por extensión el de la bebida. Así, es normal hablar de elaborar o beber garrafa en referencia a la limonada. Hay que recordar sin embargo que “limonada” era la única referencia usada en el período anterior a la guerra civil, es decir, la denominación más genuina.
EL ARTILUGIO PARA SU ELABORACIÓN. Quizá en otro momento lo analicemos con más intensidad pero conviene adelantar que la limonada se elaboraba usando cualquier caldera o puchero metálico, dentro de otro más aislante —normalmente de madera—, insertando entre ellos hielo con sal: la mezcla frigorífica que hará posible el milagro de granizar la mezcla de la limonada introducida en el recipiente de metal. No necesariamente se necesitaba un aparato para ello como hoy tendemos a pensar.
Quizá la referencia más diáfana nos la dé Ricardo Becerro de Bengoa (La Libertad, 08-01-1891) cuando nos habla de «…se enfría o hiela en total, en una garrafa improvisada que todo buen […] gastrónomo o bebedor saben disponer en el caserío más apartado de Vizcaya, con una herrada o cubo, un caldero y una arroba de nieve».
Posteriormente aparecieron por nuestras tierras garrafas para elaboración de helados que había que hacer girar con la muñeca. Por fin, en los años previos a la guerra civil, hicieron furor las garrafas provistas de manivela y engranajes que baten el contenido del interior en movimientos contrapuestos, logrando una limonada más suave y homogénea.
Pero, como hemos adelantado, no era necesario recipiente específico alguno para aquellas limonadas de nuestros antepasados. Perfecta, la descripción hecha por José Miguel Barandiaran de una limonada cuya elaboración presenció en Zeanuri en los años 20 del siglo pasado:
«En un calderín de cobre se ponía vino blanco, un poco rebajado con agua fresca, al que se agrega azúcar. Previamente en una tinaja o balde ancho se había colocado nieve. Se echaba sal a la nieve y se introducía el calderín de vino en el balde. Sujetando el calderín con ambas manos por la boca, se le hacía girar rítmicamente en uno y otro sentido, presionándolo contra la nieve. Al cabo de un tiempo el vino del calderín comenzaba a congelarse y espesarse. En este estado grumoso se servía a los comensales».
Yendo más allá sabemos que, las garrafas de manivelas que hoy codiciamos como objeto de anticuario y museístico, estaban mal vistas en su momento por lo moderno de las mismas, por romper con «lo tradicional». Así nos lo contaba (1928) bajo pseudónimo un tal Doctor Mostacha —Mostatxa es un monte de Laudio conocido por tener una antigua nevera— mientras se quejaba de los novedosos artilugios:
“Una limonada es algo serio y magnífico, que requiere su momento, sus odas y una mise en scene características […] La garrafa a ser posible de las antiguas. Nada de engranajes ni manivela”.
¿DESDE CUÁNDO? Como todo lo que percibimos como antiguo, a veces tendemos a lanzar nuestras pretensiones más lejos de lo que corresponde. Y, sin esfuerzo, imaginamos inexistentes fiestas medievales con nuestro aparato a manivelas. Pero nunca fue así porque cada cosa tiene su tiempo.
Cierto es que en aquella época y en el Renacimiento era común beber vino o limonadas enfriadas en la nieve pero aún no hablamos del helado o granizado:
Citas como «…aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve…» del Quijote (parte II-LVIII, 1615) o «Hícele entrar en el pozo de la nieve (…) sacar dos frascos que estaban puestos a enfriar: el uno de vino y el otro de agua de limones«» u otro similar que dice «…en una venta a cuatro leguas de Tafalla, bebiéndonos un azumbre de vino, más helado que si fuera deshecho cristal (…) de los nevados Alpes; porque vale tan barata la nieve en aquel país, que no se tiene por buen navarro el que no bebe frío y come caliente», ambas de la obra de picaresca Estebanillo González (1646).
Ese hábito de beber frío se tenía además por sanador de enfermedades. Esa creencia enraizada en origen con la cultura clásica, había resurgido de nuevo con fuerza a fines del XVI como remedio para hacer frente a la peste bubónica que asoló el país. Así, a partir de aquellos años, aumentó en sobremanera la demanda de hielo, lo que hizo que se construyesen muchas neveras en nuestros montes. Porque «Siendo la nieve de tan grande importancia para la salud y evitar las fiebres y otras enfermedades contagiosas que con calores del verano suelen sobrevenir» (Balmaseda, 1620) no podía faltar.
Así, puesta la nieve de moda, no paraban de edificarse neveras en las cumbres más altas, con las que atender el lucrativo negocio de la venta de nieve en verano: Igartu Bilbo (1616), San Roke – Bilbo (1627), Itzina (< 1632), Pagasarri (1648), Ganekogorta (1693), Toloño (1680), Guardia (1648), Labraza (1663), Lantziego (1672)…
Pero gracias a las novedosas publicaciones del momento se extiende a partir de principios del XVII y sobre todo el el XVIII algo que ya se conocía científicamente desde mediados del XVI, pero aplicado ahora al arte culinario: el hecho de que, mezclando sales con el hielo, se consiguen temperaturas bajo cero y que podían llegar a congelar la bebida. Y ahí es cuando podemos elaborar nuestra limonada de garrafa.
Muchos años más tarde se insistía aún en lo interesante de dicho «truco», instruyendo a los párrocos para que ellos lo hiciesen saber a sus feligreses: «…de la mezcla de la nieve y la sal resulta una temperatura de ocho o diez grados bajo cero» (Semanario de agricultura y artes, 1801)
¿ENTONCES, QUIÉN INVENTO NUESTRA LIMONADA ACTUAL? No se ha escrito nada al respecto pero por mi parte sospecho que debemos su existencia al berciano Juan de la Mata.
En plena Ilustración, cuando se buscaba ordenar, racionalizar y divulgar cualquier aspecto de aquella sociedad, Juan de la Mata publicó una extraordinaria obra, Arte de repostería (1747 y 1786), que es la base de toda la confitería, pastelería, etc. actual. Su aparición revolucionó la cocina y aún hoy posee absoluta actualidad.
Juan de la Mata, leonés de Matalavilla —pequeña población conocida por el embalse (1967) homónimo—, fue el repostero jefe en la corte de los reyes españoles Felipe V y Fernando VI y estaba influido por las corrientes culinarias más en boga: las francesas e italianas. No sería extraño por tanto que nuestra limonada de garrafa tuviese inspiración italiana, pues viajó hasta allí y aquel país era por aquel entonces —y es hoy— con sus gelati el máximo exponente de la “gastronomía bajo cero”.
Su extensa obra, de más de 200 páginas, se difundió como un reguero de pólvora y marcó el antes y el después de aquellas cocinas dieciochescas. Pues bien… Habla en ella con profusión y detalle de 31 opciones heladas de las cuales 24 son bebidas. Y sólo una de ellas contiene alcohol, la característica exclusiva de nuestra limonada de garrafa. Él la llama Limonada de vino:
«Puesta en un barreño una azumbre de agua con un cuartillo de vino, una o dos cáscaras de limón, el zumo de otros tantos bien exprimidos y nueve o diez onzas de azúcar, más o menos, según se gustase o fuese necesario, estará en esta infusión por tiempo de media hora o poco menos, concluyendo esta bebida con pasarla por la manga y helarla en el modo ordinario». Unas páginas más atrás, da la descripción de como helar estas bebidas en las garrafas, valiéndose de hielo y sal. Evidentemente, se trata de nuestra limonada.
La siguiente referencia es la primera vez que se documenta la receta entre nosotros, en Euskal Herria. Aparece en unos apuntes manuscritos de cocina, de fines del XVIII —contextualizada por otros datos del mismo cuaderno ya no tienen fecha exacta— propiedad del palacio de Katuxa en Laudio. Por aquel entonces palacio y la ferrería del lugar formaban parte del mayorazgo de los Ugarte que, por las cartas guardadas, sabemos que acudían a menudo a Madrid e incluso tuvieron lazos familiares allí. Sin duda, sería de Madrid de donde traería la receta que estaba haciendo furor en la corte y en los estratos sociales aristocráticos, fruto de la revolucionaria obra de Juan de la Mata. La receta en cuestión dice así:
«Para hacer media cántara de limonada echaremos vino blanco y agua en igual medida. Cuando se trate de tinto, por cada azumbre [2 litros] un cuartillo [0,5 litros] de agua. Si se prefiere dulce se le añadirá un poco de azúcar. Este azúcar será elaborado como si fuese almíbar juntándose con otra cocción de finas rajas de limón. Esta mezcla será colada por medio de un trapo y añadida al vino que se encuentra en la garrafa. Se completará, si fuese necesario con más agua y, con la tapadera de la cantimplora o garrafa abierta, sólo nos queda girar y saborearlo».
Y aquella receta tan exquisita y novedosa que merecía la pena traerla manuscrita, pronto se extenderá a los estratos populares, convirtiéndose en la lujosa bebida festiva por excelencia. Prueba de ello es, por ejemplo, la demanda que un sacerdote interpone contra una feligresa de Larrabetzu por haber embarullado las comunicaciones de tal manera que «…el querellante se vio privado de las doce libras de nieve para hacer refresco que ésta le traía desde Amorebieta» (1800). Al igual que aquella moción de unos vecinos en el pleno municipal de Laudio, insistiendo en reinstaurar la clausurada nevera del Yermo porque la nieve importada desde Orozko resultaba excesivamente cara para atender a la necesidad de «“…tener surtido el Valle en todas las festividades por el verano» (1856).
Aun con todo, la gran explosión popular de la garrafa llega al instalarse en 1880 la primera fábrica de hielo artificial en la calle Ollerías de Bilbao y que supuso el abaratamiento del hielo y el paulatino abandono de las neveras de montaña. Ello y la mejora de los medios de transporte hicieron que nuestra bebida comenzase a vivir sus décadas de oro y que llegan hasta la guerra civil.
CUANTO MÁS, MEJOR. Pero hagamos un receso de nuevo y volvamos a las recetas: a la publicada por Juan de la Mata y a la primera vasca, la de Katuxa. Lo llamativo en esta segunda es el cambio de proporciones respecto a la segunda, con cada vez más vino, probablemente adaptado al abundante chacolí local —con menos cuerpo— y aumentando la presencia de éste hasta la proporción de «mitad y mitad».
También parece ligera de alcohol la limonada que describe Becerro de Bengoa (1891) y que, según refiere, es la bebida que acompaña a la comida de principio a fin: «Veinticuatro horas antes de la función se ponen a macerar en agua cortezas de limón, se añade una tercera parte de vino, blanco y tinto por partes iguales. Se azucara bien y se enfría o hiela en total, en una garrafa…»
Como hemos apuntado, con el paso del tiempo, ha sido un aumento progresivo el del porcentaje de bebida alcohólica. Y tanto es nuestro afán por la embriaguez, que en la segunda mitad del XX comienza incluso a añadírsele a la mezcla algún licor –normalmente brandy– una herejía para los defensores de la receta clásica. Yo, como sobresaliente pecador que soy, suelo añadirle un generoso chorretón de limoncelo —licor de limón— para que no pierda su inspiración italiana original.
Volviendo a aquel Doctor Mostacha (1928) decía que «suena la garrafa con el ímpetu de sesenta litros (tres de blanco por uno de agua y un azucarillo por un cuartillo)», con las proporciones modernas –la que yo uso para mis limonadas– y que coinciden con aquellas de Barandiaran más arriba citadas: «…se ponía vino blanco, un poco rebajado con agua fresca». Es decir, más vino que agua. En cuestión de elevar el ánimo festivo, cuanto más, mejor.
En lugares como Orozko en que «…como dato curioso y peculiar de sus hijos que son maestros en la preparación de las llamadas limonadas, esto es, en congelar o garapiñar el vino azucarado…» (Iturriza, 1785), ya en épocas modernas, siempre que era posible se usaba un vino amontillado o al menos de gran carácter. Me imagino que en esos casos se rebajaría con más agua y con menos o casi nada si se trataba de chacolí, más endeble al paladar, aquel que citaba Emiliano Arriaga (Lexicón bilbaíno, 1896): «la clásica se compone de chacolín blanco, agua, azucarillos y unas rajitas de limón». Y es que, en esto de los gustos, cada hogar ha contado con su receta tradicional.
FUTURO. Quien se acerque cualquier 2 de septiembre (San Antolín) a Orozko, a las 11:00 h., podrá ver en su plaza docenas de garrafas diferentes, girando alocadamente, para elaborar cada una su limonada. Posteriormente (12:00 h) se dan a degustar gratuitamente y quien las pruebe comprobará la esencia de la limonada de garrafa: que nunca hay dos iguales y que cada una es extraordinaria en sí misma. Demasiada historia en cada sorbo como para no perder el sentido al degustarla…
“Viejas limonadas, vividas con la nieve del Gorbea.
Canto ingenuo de fraternidad, en medio de la alegría del sol del estío.
No nos dejéis nunca, como el buen humor.
Sois muy nuestras, como las neveras metidas en el corazón de nuestras montañas”
(Doctor Mostacha, 1928)