Aprovechando que ayer estuve en Okeluri —caserío de Laudio— en una jornada más de sus txarribodas —matanza del cerdo— me parece oportuno escribir unas letras sobre el «morcillón» que allí estaban elaborando junto al resto de morcillas.
El morcillón es en realidad cualquier morcilla de dimensiones mucho mayores que las habituales. Para ello se embute la masa de sangre, verduras y arroz en el estómago del animal —como se ha practicado en la Montaña Alavesa—, en la vejiga o, lo más extendido y habitual, en el intestino ciego.
El embutido así elaborado era uno de los manjares más apreciados y codiciados de la matanza y solía reservarse para celebraciones con un carácter de proyección social: a veces se consumía la semana siguiente a la matanza entre todos los que habían colaborado o la llevaba el hombre de la casa a la taberna para compartirla como acto de socialización o se entregaba como regalo muy apreciado o… No descuidemos tampoco la costumbre «de obligada vecindad» de regalar alguna morcilla a cada una de las familias próximas, incluso cuando el trato entre ambas no era muy cordial.
Pero, volviendo a nuestro morcillón, lo que realmente me llama la atención de él es que, ese producto tan «entrañable» —elaborado con las entrañas—, haya recogido gran parte de su importancia simbólica en sus denominaciones.
En el entorno en donde me ha tocado nacer y vivir ese producto se conoce mayormente como lope y, a pesar de que la imaginación nos invita a relacionarlo con el apellido del antiguo señor de Bizkaia, parece ser, por unas referencias de Juan Ignacio Iztueta (1767-1845) en su obra Guipuzcoaco provinciaren condaira edo historia, que hace referencia sin más a todo aquello ‘grueso, gordo’: «Lope orobat da euskarazkoa, eta adierazten du dala lodia, gizena, lotua edo sortatua«.
Pero también conocemos y utilizamos en Laudio —en mi familia sin ir más lejos—, quizá por contacto con Orozko y Arrankudiaga en donde se usa con más profusión, el nombre aitelope para denominar el preciado embutido. Es decir, una denominación que nos deja a las claras que aquel estimado manjar estaba reservado al padre, al cabeza de familia para lo que él dispusiera: aita + lope, el ‘morcillón del padre’.
En la misma línea parecen ir otras denominaciones como guitalope de la zona minera vizcaína, cuyo primer elemento no llego a identificar pero, sobre todo, me llama poderosamente la atención el enigmático aite eterno ‘padre eterno’ usado en Zeanuri, Basauri o Begoña-Bilbao y que parece aportar otras connotaciones más sacralizantes a nuestro morcillón.
Toda esa excelsitud que va in crescendo en sus nombres, parece consumarse con la denominación jaungoiko ‘dios’ con la que, ni cortos ni perezosos, dan a ese manjar en la comarca de Busturia. Y, rizando el rizo y para finalizar, tenemos el jaungoiko nagusi ‘el dios principal’ de Durango. No sé si estamos ante un vocablo reverencial o ante la mayor herejía que se ha escuchado en el interior de nuestros caseríos. No: no lo creo…
Es más, sospecho que oculto bajo ese trato lingüístico tan diferenciado y grandilocuente debe yacer alguna creencia que hacía del morcillón un alimento casi sagrado, sobrenatural o rodeado de rituales. Lástima que no lo podamos saber ya. Pero sin duda todos los indicios de esos enigmáticos nombres apuntan hacia ello.
Es que la historia y todas nuestras lejanas tradiciones parece que brotan desde el interior de la misma tierra para salir a saludarnos. Estemos en donde estemos. También en el caserío Okeluri en una tarde de matanza en pleno carnaval…