Es un suceso sobradamente conocido pero nadie lo comenta jamás. Porque de eso no se puede hablar. Ésa ha sido la consigna del terror ejercida como represalia durante casi un siglo. Y sigue surtiendo efecto, firmemente anclada en las almas de los lugareños.
La gente mayor de Laudio conoce de sobra cómo se cazó a un muchacho «asturiano» y cómo su cadáver fue paseado por el centro del pueblo sobre un burro, en un acto de mofa, escarnio y de intento de infundir el terror entre la población.
El pasado día 5 de este mes, julio, estuve de vacaciones por Cistierna (León) y los pueblos de los alrededores con la familia, sin que aún hoy sospechen que en realidad era un viaje manipulado por mi parte, para hacer un pequeño homenaje en mi interior a aquel muchacho y, quizá, conseguir sacar algo más de información. Y es que el 5 de julio se cumplieron 80 años del asesinato de nuestro anónimo personaje, Benito Valbuena López, muy lejos de su hogar: en el término de Alketa, en las laderas de Mostatxa, montaña de Laudio.
Tan poco se ha hablado sobre él en nuestro entorno que es necesario aclarar que en realidad no era asturiano –bien pudiera ser que él mismo generase esa información equívoca para despistar– sino natural de Cistierna, comarca minera de León.
Era hijo de Concepción López Caro y Francisco Valbuena García (Valderrueda, 1875), un padre profesor y persona influyente del lugar, de convicciones muy católicas, conservadoras y, por tanto, próximas al régimen franquista en la guerra civil (1936-1939). Una persona muy implicada con su comarca, bien recordada y que por ello cuenta con una calle céntrica que lo recuerda en la villa de Cistierna.
Fue en esa villa en donde nació nuestro personaje, Benito Valbuena, el 15 de enero de 1901, un muchacho que siguiendo la línea familiar también llegaría a ejercer de profesor y que, al igual que su padre, pensaba en la cultura como remedio para sacar a aquella España rural el su endémico retraso.
Pronto empezó a ejercer en diversos pueblos de la comarca y se alineó a las ideologías republicanas, en torno a la Institución Libre de Enseñanza, varios de cuyos participantes fueron luego ejecutados por el franquismo.
Así las cosas, aquel maestro soñador, un poco oveja negra de la familia, fue sorprendido por el golpe franquista que provocó la guerra. Y, temeroso de que todos sus proyectos y logros se viniesen abajo, apostó por el bando fiel al gobierno legítimo de la república.
Sin que conozcamos el cómo, cuando ya la contienda se decantaba hacia el bando militar franquista, Benito Valbuena huyó de su tierra, desesperado, intentando pasar al exilio en Francia. Quizá se valiese del tren de La Robla o probablemente, por discreción, hiciese el recorrido a Laudio a pie, de noche, valiéndose de la vía férrea como guía. No lo sabemos.
Sea como fuere –y ahí llega lo poco que conocemos– apareció por el monte angustiado, pidiendo ayuda en los caseríos de Luxa. Allí le atendió Andrés Ibarretxe –abuelo del actual propietario– y lo refugió para pasar la noche en una casilla o cabaña cercana, llamada Kapana, para así no comprometerse él tampoco en nada.
Por aquel entonces Kapana era un entorno lleno de viñas para producir el vino local o chacolí. Como inciso diré que, en cierta ocasión tuvieron allí algunos problemas con unas tropas que atravesaron el lugar, Andresito Ibarretxe – ya fallecido e hijo del más arriba citado– y mi abuelo, Martín Mugurutza que estaba ayudando como asalariado en el cultivo de aquellas viñas. Hubo incluso algún muerto en el cercano alto de Luxamendi, en aquellas escaramuzas entre tropas y que ellos, muy jóvenes, no llegaban a comprender.
A pesar de que en el final de nuestra historia son tres los personajes, los del lugar hablan sólo de uno que se refugió en Kapana, nuestro Benito, un muchacho que sin saber siquiera su nombre o su historia, sí supieron que había sido muerto al día siguiente.
Benito, probablemente viendo que cada vez era más complicada su huida, abandonó su fusil escondido entre la paja almacenada en la cabaña y allí lo encontraron sus propietarios días después.
Andrés Ibarretxe padre –no confundir con Andrés Ibarretxe hijo, Andresín– le aconsejó por dónde avanzar sin tocar las poblaciones ya victoriosas y con franquistas al mando de sus instituciones. Debía ir por Luxaldai a Oleriaga y de ahí, tras pasar la aldea de Markuartu, ascender a Mostatxa-Pagolar. Después, sorteando algunos caseríos de ladera como Izardui (Isardio) u Odiaga, debía bajar hacia la Venta del Espíritu Santo –límite entre Laudio y Aiara, hoy desaparecida por la circunvalación– para remontar de nuevo las montañas sobre Olarte y, por Santa Marina, llegar a Orozko para internarse a continuación en el macizo de Gorbeia y después avanzar hacia aquella inalcanzable frontera de la salvación. No resultarían complicadas las explicaciones porque, quien conozca la altiva Kapana, sabe que desde allí se aprecia un amplísimo horizonte, con todo el recorrido descrito.
La siguiente noticia es confusa. Unos dicen que fueron vistos Benito y otros dos muchachos –pudiera ser que ahora se hubiese juntado con otros fugitivos– por el entorno de Izardui y que alguien bajó al pueblo a delatarlos. Otras voces –la inmensa mayoría– aseguran que que acudieron pidiendo ayuda a un caserío del lugar de cuyo nombre no quiero acordarme y que fueron objeto de una gran deslealtad…
80 años después aún no puede hablarse abiertamente de ello: los nietos de aquel presunto delator son buenos amigos míos y eso pesa. Hasta he pensado en alguna ocasión que, por borrar la memoria del funesto suceso, es posible que ellos mismos desconozcan la historia: no sé si alguna vez voy a atreverme a preguntárselo.
De uno u otro modo, les dieron cobijo y les facilitaron un escondite mientras que, a su vez, alguien del caserío corrió sigilosamente al pueblo a delatarlos, para que los apresasen. Quizá por miedo a las posibles futuras represalias o, sin más, para ganar méritos frente al nuevo régimen militar.
Rápido subieron miembros de un somatén –especie de patrullas paramilitares urbanas, con legitimación para el uso de armas– con la intención de apresarlos. Cuando se dieron cuenta de la encerrona los muchachos corrieron por el camino de monte más notable del lugar, el que sobre Gardea va a media ladera hacia Beldui y Larrazabal. Pero la batida estaba bien organizada y dicen que los atraparon como quien caza liebres. En el lugar llamado Alketa…
El que falleció en el lugar fue Benito, nuestro personaje, en un lugar exacto que nunca se podrá precisar pues el silencio impuesto por el miedo hizo que jamás se hablase de ello, si no era vagamente y en entornos íntimos familiares, como es mi caso.
A los otros dos los apresaron, probablemente para no tener que acarrear los cadáveres ya que sólo contaban con un burro y tenía bastante con el cuerpo de Benito. Así pensaron en llevarlos andando y, una vez en el centro del pueblo, fusilarlos a la vista de todos los vecinos. Y así se hizo…
Pero una vez en el pueblo, una señora muy influyente y al parecer carlista –unas de las corrientes ideológicas que dieron apoyo al golpe de Franco–, de nombre Paula, pidió caridad para ellos, alegando conmutar el pecado capital por prisión, en base a sus profundas creencias cristianas.
Nada más sabemos: el silencio impuesto por el miedo cayó como una losa sobre nuestra historia y desconocemos más sobre aquellos angustiados muchachos o el mismo Benito. Al parecer, en la familia de León también se corrió un velo sobre la historia de aquel díscolo hijo “muerto en la guerra”.
Ni siquiera reclamaron su cadáver, enterrado el día 6 de julio en el cementerio municipal, en la tumba 127, un extraño, alguien casi anónimo y cuya partida de defunción indica escuetamente que murió por “heridas de arma de fuego”. También sabemos que dejó viuda y tres hijos.
Por eso los días 5 y 6 de este mes, pasados 80 años, he querido recorrer las tierras que vieron nacer y crecer a Benito Valbuena López. Las que le vieron ejercer como pedagogo-maestro. Y escribo estas breves letras en su memoria, para resucitar su historia y dignidad, así como aquellos proyectos suyos para modernizar España. Una España casi un siglo después aún anclada en el retraso, sin poder hablar todavía de aquellos muertos y honrando impunemente estos días en un valle monumental al genocida que provocó tantos cientos de miles de muertos. Entre ellos un padre de 37 años que fue cazado como un animal en término de Alketa. Por eso su nombre Benito significa ‘bendito’, porque lo era sin duda.
In memoriam
PS: sobre este suceso también escribió en su día unas líneas Jon Muñoz, poniendo sobre la mesa de nuevo su historia. Pero es especialmente del historiador y cronista leonés Siro Sanz –a instancias del laudioarra Ángel Larrea– de donde he rescatado esa parte la información de Benito que aquí desconocíamos. Mil gracias a todos ellos.
El relato es la suma de los exiguos y deformados relatos recogida a diversos informantes, siempre con información recibida de generaciones que ya no están entre nosotros por lo que no puede comprobarse. Por ello el relato es una media aritmética de todo ello y, queramos o no, un relato dubitativo e idealizado. Tanto que el texto podría en un futuro tener modificaciones, siempre persiguiendo el noble fin de acercarno lo más posible a la verdad, el objetivo de todo investigador.