La contestación era oro molido. Nunca habíamos hablado de ello en casa, por lo que aquella respuesta me dejó estupefacto.
Era diciembre de 2018 y, en una visita rutinaria a casa de mis padres, les pregunté por una extraña creencia que el sacerdote José Miguel Barandiaran había recogido en sú día de un informante de Laudio —J. C. de Orue— en 1935.
Decía en aquellos apuntes manuscritos y aún sin publicar que «se cree [en Laudio] que las cerdas del caballo, depositadas en un lugar pantanoso o simplemente húmedo, al cabo de tres meses, se convierten en culebras».
Sabía además que aquello no era algo puntual o local sino que se trataba de una creencia generalizada, ya que teníamos otras referencias recogidas en otros pueblos por el también sacerdote R. Mª Azkue: «Un cabello puesto en una jofaina se convierte en culebra», «Las crines de yegua se convierten en culebras en el agua», «Las culebras de los arroyos son producción de los pelos del caballo» entre otras (Euskalerriaren Yakintza-I, 1959).
Al preguntarle —y sin poner mucha esperanza en la contestación—, pronto respondió mi padre, airoso, fehaciente como pocas veces, sintiéndose dueño y señor del relato: «Sí, hombre… Yo también he visto de chaval. Ya me acuerdo de una vez que, cuando éramos chavales, hizo Pedro al lado de casa. Sí, unas culebras, con pelos de yegua en un bote… Allí se veía como se les iba haciendo la cabeza, dentro del agua. ¡Bah! Pero al de un tiempo nos aburrimos y lo tiramos todo».
Se refería a Pedro, el hermano con el que estaba todos los días, su gran confidente y que acababa de fallecer un par de meses atrás.
Dejó el relato y, pensativo, volvió a ensimismarse mientras movía una y otra vez, inquieto, las leñas del fuego bajo.
Pronto mi madre, que también había recibido con asombro aquella creencia que ella desconocía, sin pretenderlo, volvió a encauzar la conversación. «Buf, las culebras… ¡qué asco de animales! Enseguida se metían en la cuadra para poner los huevos al calor de la basura. Y lo malo es que bebían la leche».
Y es que, para quien lo desconozca, a pesar de no tener nada que ver con la realidad, dentro del conjunto de las creencias populares, se piensa que las culebras y serpientes pierden el sentido por la leche, una tentación que les resulta irresistible.
Así contó como a «alquien conocido de no sé qué caserío» —porque así de imprecisas son y han de ser esas referencias que validan todo sin ser verdad— le había sucedido que la vaca no daba leche, ni un día ni al siguiente ni al otro, hasta que se dieron cuenta que había una culebra en la cuadra. Porque las culebras se yerguen y maman la leche de las ubres sin que los animales se den cuenta. Legendaria es la astucia de estos animales, como nos inculcaron desde la misma Biblia.
Aquella debilidad también se aprovechaba para sacarlas de la cuadra. Ahora al unísono y solapándose, los dos —padre y madre— me aseguraban que se ponían varios platos, enfilados, con un poco de leche en cada uno para así ir indicando a la culebra el recorrido que debía tomar para salir hacia la calle, para alejarla del caserío. Varios platos o no, porque a veces también valía con uno solo. Y funcionaba, vaya que si funcionaba… aunque nadie lo ha visto jamás.
Asimismo, en nuestra misma casa vivía Angelita —Ángela Goiri Egia (1925-2019)— natural de los caseríos de Izardui (Laudio) y que, por diversas razones de vecindario, para mí siempre había sido una especie de tía.
Recuerdo cómo, siendo muy chavales, nos contaba con todo lujo de detalles un caso que ha ella le habían contado recientemente. Una vez más, le había sucedido a «un chaval conocido de no sé qué caserío» que le mandaron ir a coger agua a la fuente. Con tan mala suerte que, fatigado, se durmió mientras llenaba el botijo. Recostado en el suelo, una culebra se le introdujo por la boca y se alojó en su interior. Nadie adivinaba a saber qué le sucedía a aquel muchacho que, de un día para otro, iba perdiendo salud. Hasta que a alguien más experto, se le ocurrió pensar que podría tratarse de una serpiente. Llevaron al muchacho a la fuente y lo colocaron en la misma postura, recostado y con la boca entreabierta, imitando en lo posible el estar dormido. Fuera, un plato bien colmado de leche que pronto surtió efecto: salió la culebra y por allí se perdió entre unos matorrales. Por eso nos advertía Angelita que, como moraleja, había que tener cuidado de no dormirse en el monte. Y menos con la boca abierta.
Entusiasmado con lo que me habían contado mis padres, le pregunté de nuevo por aquel relato de 40-50 años atrás. No lo recordaba ya. Falleció unos meses después.
Quizá el olvido fue una respuesta natural pues, siendo como era buena cristiana e intuyendo su final, no olvidaría la maldición bíblica lanzada sobre el reptil: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu prole y su prole». Y es que desde entonces la serpiente pasó a ocupar para siempre un lugar maldito en su relación con los humanos. De ahí que nadie quiera saber nada de ellas salvo en cuentos y creencias.
Desgraciadamente, en breve habrán dejado para siempre las culebras de beber platos de leche. Más aún si eran culebras de aquellas que se metían en el caserío, aquellas que se fabricaban con pelos de yegua metidos en un bote de agua…
Notas: Aunque sea una creencia propia de Vasconia, no es exclusiva de ella, ya que es algo compartido en el tercio oeste de la península así como en varios países de Sudamérica.
De las serpientes que bebían de los pechos de las mujeres, se dice que insertaban la cola en la boca del bebé para engañarlo y para que así no despertase a la madre. Otra muestra de su legendaria astucia…
Por otra parte, al introducir los pelos en agua se retuercen y pueden dar la sensación de movimiento. O quizá se relacione esta creencia con algunos animalillos que habitan en el agua no corriente de algunas fuentes.
Quizá de ahí la costumbre, también del ámbito vasco, de purificar con una expresión jaculatoria (amén, Jesús…) aquellas aguas que se cogían tras la oración que anunciaba la llegada de la noche. O introducir un tizón encendido en el recipiente, haciendo con él la señal de la cruz.