El dedo de los amores

Si alguna vez el euskera ha marginado a alguien, si lo ha ofendido en lo íntimo de su ser, ese es el dedo anular de nuestras manos. Lo demás son cuentos.

Y lo digo con pleno convencimiento porque, salvo cuando ha necesitado ponerse el traje lingüístico de gala y lo hemos llamado hatz eraztunekoa o eraztun-hatza –‘dedo del anillo’, similar al dedo anular del castellano–, en el día a día, en la intimidad de la familia, en el interior de las cuatro paredes del caserío, cuando sabíamos que nadie nos escuchaba, lo hemos denominado hatz nagia, es decir, el ‘dedo vago, perezoso’, la oveja negra desheredada en esa familia de cinco vástagos. Porque el dedo anular siempre ha sido desdeñado por interpretarse que no sirve apenas para nada.

LA VENA DIRECTA AL CORAZÓN. Otra concepción menos bárbara y sublime que la nuestra fue la que nos ofrecieron desde la clásica Grecia. Allí, observando las disecciones que hacían de los cadáveres humanos, creyeron ver una pequeña venilla que, partiendo de ese dedo, iba directa hasta el corazón.

Es más, el resto de conductos sanguíneos que accedían hasta la parte externa de nuestro cuerpo lo hacían siempre a través de ramificaciones capilares. Todas excepto aquella fina línea excepcional que partía de nuestro perezoso dedo: la única que unía sin interferencias el mundo de las sensaciones al órgano central de nuestras emociones. Y no lo digo yo, sino que ya lo publicó el romano Aulo Gelio en el siglo II:

«…al cortar y abrir los cuerpos humanos […] se descubrió un nervio muy fino solo desde este dedo del que estamos hablando, que se dirigía y llegaba al corazón del hombre; […] ese dedo que parecía estar ligado y como conectado con la fuerza principal del corazón»

Antiguo dibujo para mostrar la vena amoris, la única vía directa desde el dedo anular hasta el corazón

 

VENA AMORIS. De ahí que pronto interpretasen que era por ahí por donde nos entraba el mal del enamoramiento. Y la bautizaron nada menos que como vena amoris, ‘la vena del amor’.

ANILLO DE CASTIDAD EXTRAMATRIMONIAL. Así se entiende que las personas casadas, a sabiendas de lo débil que es la carne frente al pecado, pusiesen a sus parejas un anillo en ese dedo, a modo de talismán-cortafuegos para impedir que por ahí accediese al corazón de la pareja algún desvergonzado o una pelandusca que podrían hacer estallar el matrimonio. Dicho de otro modo, nuestra alianza o anillo matrimonial poco tiene de romántico y mucho de rudo pragmatismo: es una especie de cinturón de castidad frente a las posibles infidelidades amatorias.

La alianza matrimonial es en sí un elemento protector frente a otros posibles enamoramientos que podrían desbaratar el enlace establecido

 

DIGITUS MEDICUS. Pero nuestro dedo es mucho dedo. Y por ello sus virtudes no se limitaban a los desvaríos pasionales sino que, aprovechando aquel conducto que penetraba por la vía directa hasta nuestras entrañas, es por lo que en cierto momento de nuestra historia se estimó que además era la ruta ideal para administrar las medicinas y para vigilar la salud. De ahí que se rebautizase como «dedo médico» o “dedo medicinal”, una forma aún en uso. Nadie mejor que San Isidoro de Sevilla para contárnoslo en sus Etimologías (años 627–630), aquella especie de Enciclopedia de la Edad Media:

«…el cuarto [dedo se llama], “anular”, porque en él se lleva el anillo. Recibe también el nombre de “medicinal”, porque con él aplican los médicos los ungüentos».

COROLARIO. Así es que, con todos los respetos, hagamos los vascos una autocrítica profunda y pidamos perdón a ese dedo que tiene mucho más de fabuloso, excelso y fascinante que de perezoso, inservible y zángano. Si no, claro está, ya estaría catalogado como “dedo borbónico”.