Un incendio, Espartero y mi txapela

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Iglesia de Luiaondo, con su edificio del antiguo concejo —en blanco— anexo a la fachada principal

Siento que la vida que llevamos sea tan ajetreada y que por ello me vea obligado a publicar estas alborotadas líneas a unas horas tan tardías de la jornada, cuando ando ya casi arrastrándome de sueño. Pero es que he de hacerlo ahora y no otro día porque un 23 de enero, como hoy, aunque de 1835, el general Espartero ordenó incendiar el pueblo en donde vivo, Luiaondo, en la Tierra de Ayala. Y creo que el hecho merece unas reflexiones de descargo o, al menos, un recuerdo.

Como se ve por la fecha, nos encontramos en la primera de las confrontaciones bélicas llamadas “guerras carlistas”. El motivo para la guerra fue el fallecimiento dos años antes de nuestro incendio, en 1833, del rey Fernando VII, sin hijo varón. Los liberales querían que cogiesen la regencia su esposa Mª Cristina (liberales cristinos o guiris) o su hija Isabel (isabelinos). Por otra parte se encontraban los carlistas, que tenían por legítimo rey al infante Carlos, hermano del fallecido Fernando VII, por ser varón.

Simbolizan, sin embargo, algo más profundo: el aferramiento al Antiguo Régimen frente a la imprevisible modernización.

Baldomero Espartero era el general de generales del ejército isabelino (o cristino), el terror de los carlistas ya que era un militar curtido en muchas batallas previas, especialmente en Perú, y sin duda un gran estratega. Pero la ideología que promulgaba a fuego era extraña en estas tierras tan rurales, con unas poblaciones prácticamente en su totalidad carlistas. Era por tanto héroe o villano en función de quién lo observase.

Y, ante su gran poderío militar, no se le ocurrió otra cosa a algún lugareño de Luiaondo que hacerle un atentado a modo de guerrilla, usando un tronco lleno de pólvora y con una mecha de retardo, con la intención de asesinar al que quizá era la persona más importante en la España del momento y, a su vez, su gran enemigo. Falló en el intento y la venganza de Espartero, como era habitual en él, fue cruel y atemorizadora. Tanto que hasta sus mismos correligionarios que escribieron su historia, dudan de la mesura de su proceder:

«Durante su mando en las provincias vascongadas, solía Espartero pasar de Orduña á Bilbao por un mismo camino y esta circunstancia motivo que un paisano habitante de un caserío entre Llodio y Luyando pusiese por obra la idea de atentar contra su vida. Con esta idea se apoderó de un corpulento tronco, lo convirtió en un mal cañón y cargándolo hasta la boca lo colocó en un sitio que dominaba el camino real. Al pasar Espartero, el paisano dio fuego a su pieza, pero se vio en la necesidad de apelar a la fuga sin alcanzar su propósito. Los soldados de la reina treparon en seguida a la altura donde había salido el disparo y encontraron el tronco hecho pedazos por la violencia de la explosión. Todos estos indicios revelaban que el atentado era particular, pero las tropas de Espartero entregaron a las llamas a Luyando como si fuese responsable una población de las acciones de uno de sus habitantes. Y aniquilaron la fortuna de otros muchos honrados vecinos que vivían á costa de su trabajo. De las sesenta casas con que contaba el pueblo, más de la mitad quedaron reducidas á cenizas. ¡Triste padrón de las monstruosas exigencias de las guerras civiles, siempre sangrientas, siempre desapiadadas!» (Galería militar contemporánea, 1846).

Todavía la gente mayor del pueblo habla de ello, de la catástrofe que sucedió tantos años atrás y que sus mayores siempre les contaron para que no se olvidase jamás. Dicen que el conato de magnicidio fue en el extremo del pueblo, cerca del caserío Otazu y que los autores del atentado huyeron hacia Olarte, barrio ya de Laudio.

Sirve también de recuerdo perpetuo del atroz hecho el inicio del primer libro de actas del concejo disponible, en el que los allí presentes escriben lo que de memoria recordaban, ya que el fuego había devorado con todas las actas y acuerdos previos.

Botón de uniforme de la guardia real isabelina, localizado en Luiaondo

MI TXAPELA
Aquel Espartero que tanto se enaltece en su provincia natal (Ciudad Real) o en la misma Logroño, con su ostentosa y vanagloriada estatua ecuestre, es por aquellos mismos hechos relatados, alguien nada querido en este humilde pueblo de Luiaondo.

Y nos encontramos tan distanciados en lo que a honrar memorias se refiere que por no olvidar su cruel acción, la que desgarró en llantos a aquellos pobres vecinos, suelo vestir, a modo de recuerdo-homenaje y protesta histórica, una flamante txapela. Porque era ésta una prenda que Espartero odiaba y no podía ver, algo que le encrispaba ya que representaba todo aquello contra lo que luchaba.

Así es, así fue… Ni corto ni perezoso, tres años después de quemar nuestro pueblo, en 1838, arremetió contra nuestras txapelas, prohibiendo su uso «convencido de los males que causa el uso de la boina» ya que «sólo tiende a la confusión y alarma». Por eso ordenó que se prohibiese «el uso de la boina a toda clase de personas», penándolo con multas la primera vez y con prisión para los reincidentes. Azuzó a todas las autoridades locales para que fuesen celosos con el cumplimiento de la prohibición… aunque no consiguió nada ya que el arraigo de dicha prenda fue cada vez mayor. Y no olvidemos que aquella orden nunca se derogó por lo que el que la use sigue en rebeldía. Qué mejor razón para vestirla…

Un trago de vino, obra de Mauricio Flores Kaperotxipi (1901-1997)

Así es que aquí estoy, a horas tardías, muy cansado y nada lúcido, aunque a la vez orgulloso y feliz de encontrarme en este preciso instante aquí. En un acogedor Luiaondo con una txapela plantada en la cabeza y jugueteando con un botón de uniforme de la guardia real, del cuerpo de élite que flanqueaba a Espartero, encontrado en una cuneta a no muchos metros de donde vivo… casi dos siglos después, improvisando estas somnolientas líneas para que nada se quede en el olvido. Por nada del mundo y menos por mi txapela: por ella… ¡no pasarán!