Yo fui de los que nacieron en casa, en uno de aquellos partos en los que todo empezaba por salir corriendo a buscar una comadrona que auxiliase en el parto. Y así me dieron a la luz: con nocturnidad y muchos nervios por localizar a aquella mujer experta en esas lides.
Fue ella quien, tras un alumbramiento sin problemas, indicó que se trocease la placenta —junto a su cordón umbilical— y que echase al fuego para eliminarla, porque la percibía como un órgano funesto, desagradable.
Así fue como llegó la modernidad a nuestra estirpe y se rompió con una interesante costumbre anterior. Digo esto porque, un año antes, había venido al mundo mi hermana y, entonces sí, como impulsado por un instinto ancestral, no dudó mi joven padre en coger una azada y dirigirse al jaro de Kukullu, al otro lado del pintoresco regato que vemos desde casa. Cavó un hoyo lo suficientemente profundo y enterró allí la placenta, bien protegida para que no la comiese algún animal. Repetía lo que siempre se había hecho, sin dar excesiva importancia a lo que ese acto suponía como código cultural, como norma social implícita mantenida a través de los tiempos. Y es que, a pesar de lo que puede parecer a simple vista, se trata de un antiquísimo ritual extendido por todo el mundo.
En euskara denominamos selaun a la placenta, con un origen en seni + lagun ‘amigo del niño’ que ya nos da algunas pistas de que aquella concepción que tenían nuestros antepasados no era la de un despojo, como lo interpretó la comadrona de mi llegada al mundo, sino como algo casi sagrado, íntimo e inexorablemente unido de por vida al destino del ser que había cobijado en el útero.
En efecto, desde tiempos remotos la placenta ha sido considerada para numerosas sociedades como una prolongación y continuidad de la vida del recién nacido. Por ello había que cuidarla, generalmente «enterrándola y protegiéndola de seres adversos como eran los animales que podían comérsela y ello iría en detrimento de la madre y especialmente de la criatura recién nacida» (Consolación González y Pía Timón, 2018).
Esa misma idea recogió el sacerdote etnógrafo y euskaltzain José Mª Satrustegi quien aseguraba que, en la cultura vasca, «la placenta y demás restos del parto se tenían que ocultar cuidadosamente al darles tierra, ya que existía la creencia de que si afloraban a la superficie acarreaban maleficios a la interesada y se ponía rabioso el perro que los comiera».
Otros autores como Gutierre Tibón que estudiaron profundamente este mismo rito a escala mundial pero con especial hincapié en las culturas indígenas mejicanas no dudaba en afirmar que «establecer una hermandad con las energías vitales del reino vegetal a través de la placenta u ombligo, parece haber sido un concepto mágico común a toda la humanidad primitiva» (1986).
Partiendo de aquel concepto primigenio, aquel ritual ha llegado hasta nosotros expresado en diversas manifestaciones, más o menos locales, consecuencia sin duda del paso de los siglos. Así, por ejemplo, en Artziniega (Álava) se envolvía previamente con una tela blanca, dándole a la placenta el mismo trato que si fuese un bebé. Luego se enterraba, dependiendo de las costumbres locales o incluso familiares, en algún huerto algo alejado de la población (Berantevilla), en alguno cercano a la casa, al pie de un roble (Argentona, Barcelona) o hasta en la playa (Cabo de Gata, Almería).
En otros pueblos alaveses como Pipaón o Ribera Alta, era sepultada dentro del montón de basura para que allí, además de estar protegida de los animales, se descompusiese y se usase luego como abono, es decir, para aportar al campo esa vitalidad que le era inherente. Ya fuera del ámbito vasco, se documenta asimismo una variante de dicha costumbre, según la cual, la cuna con el bebé debía estar exactamente en la vertical sobre el montón de estiércol de la cuadra, porque si no la desgracia para la criatura estaba asegurada.
Pero, entre tantas y tantas formas del ritual, quizá sea especialmente curiosa la recogida en Elgoibar (Gipuzkoa) y que, sospecho, antiguamente estaría mucho más extendida en lo geográfico. Consistía en enterrar la placenta en la línea de los goterales del alero. Ello nos transporta a la antiquísima costumbre vasca de sepultar ahí los bebes fallecidos, bajo el auspicio y protección de la teja que definía el hogar, el templo doméstico de las generaciones pasadas y futuras que conformaban la etxea vasca, en una concepción simbólica mucho más amplia que la de un simple edificio.
Se inhumaba en ese mágico espacio, para cubrir a continuación el hoyo con una losa primero y una cruz de madera encima después, recibiendo así la placenta similares honores a los que corresponderían al entierro de un ser querido. Y sobre ella caían las gotas en los días de lluvia, lluvia que se consideraba bendita, pues procedía «del mismo Cielo«.
Todo parece indicar que este aspecto del agua es relevante, pues se cuidaba en toda la geografía peninsular y grandes extensiones de América que la placenta se enterrase en un lugar húmedo, no seco, porque si no tanto la madre como el bebé sufrirían de sed de por vida y su salud se vería resentida.
Mira tú por dónde que ahora quizá entiendo por qué me gusta beber vino de la bota, sin miramiento ni pudor. Probablemente se lo pueda achacar a aquella comadrona que mandó quemar mi placenta en lugar de enterrarla, como Dios manda, en un lugar húmedo. Como se hizo con la de mi hermana, junto a la curva del riachuelo que delimita el bello jaro de Kukullu, ese delicioso rincón que tanta felicidad me insufló en la candidez de la infancia.