El pueblo cordobés de Hinojosa del Duque, el último reducto del maquis

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Cuentan que en el Camino Mozárabe, la localidad de Hinojosa del Duque, (en la fotografía, una placa recuerda el lugar de la cárcel) fue uno de los pueblos de sierra de Córdoba, donde los republicanos «aguantaron» más allá del final de la Guerra Civil, después de la última gran batalla en el frente entre Hinojosa y Villanueva del Duque, donde participaron 92.500 soldados de la República y 72.000 por parte de los franquistas; con 8.000 muertos y 22.000 heridos por ambos lados. Aunque no finalizó todo después de este combate del 5 de enero de 1939 porque Hinojosa se transformó, tiempo después, en uno de los pueblos más destacados por el castigo sufrido y la dureza de la represión. Muchos de los jornaleros, mineros, médicos, maestros y trabajadores del campo, se convirtieron en maquis y guerrilleros que se «echaron al monte» para continuar luchando en la zona del Río Zújar. La fosa del cementerio de Hinojosa, donde en cuentan los restos de más de 150 víctimas republicanas, es testimonio fiel de la crueldad y violencia habida debido a que esta localidad resultó ser uno de los ayuntamientos, junto al de Belalcazar, donde los milicianos desafiaron al régimen franquista hasta más allá de julio de 1941. Los apuntes de entonces registran también a mujeres ejecutadas por no haber conseguido los fascistas apresar a sus maridos e hijos huidos por la sierra cordobesa. 

Hoy en día, se sabe que las mujeres republicanas cordobesas, en este caso concreto, se convirtieron también en objeto de persecución al igual que los hombres, aplicando sobre ellas el Bando de Guerra, porque actuaron como enlaces, en muchos casos, proporcionando informaciones y suministros a los grupos de guerrilleros donde estaban enrolados sus propios padres, maridos, hermanos e hijos.

Manuela, La Parrillera, es un ejemplo de guerrillera cordobesa, aunque no fue la única, que tuvo por regla básica a lo largo de su vida: «un sueño de libertad que mereció la pena», a pesar de las palizas recibidas por los fascistas para que traicionase a su pareja, su padre y su hermano y les llevase hasta ellos. Manuela era analfabeta, su mérito residía en apoyar a los suyos, defendía la ideología por la que peleaban, llevando por las noches víveres e información a los huidos en la sierra, por lo que la Guardia Civil la interrogaba y maltrataba hasta que ella también «se echó al monte»; donde dio a luz un bebé que falleció.

En realidad, los maquis y guerrilleros de la sierra cordobesa son los grandes olvidados, aguantaron una continua persecución, sufrieron torturas terribles, cárcel y, en muchos casos, la «desaparición» en el fondo de una fosa común. Durante años, esperaron con ansia la ayuda de Europa y, tiempo después, la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, que les libraría de la opresión; hasta que perdieron la esperanza y se convirtieron sólo en supervivientes de la democracia y la libertad.

Mari, la Dama de Anboto que enamoró al Señor de Bizkaia

Cuentan que Bilbao, la capital del mundo, fue fundada por el Señor de Bizkaia, Don Diego López de Haro V mediante la «Carta Puebla» fechada en Valladolid el 15 de junio del año 1300. Además, Bilbao es, habitualmente, punto de salida del Camino de Santiago de la Montaña Olvidado y final de etapa del Camino del Norte y de la Costa. Dicho esto, una fábula describe, en el origen del linaje de los Señores de Bizkaia, a Don Diego López de Haro como «un excelente montañero» que gustaba recorrer las sierras más emblemáticas del País Vasco tratando de capturar todo tipo de animales. Así, un soleado día se detuvo a descansar en una de las laderas del monte Anboto (1.331 m), una de las cumbres más importantes de Bizkaia, un lugar donde «reside» La Dama de Anboto, el personaje más notable de la mitología vasca precristiana; considerado y personificado como la madre tierra, o la reina de la naturaleza que se encarga de llevar el buen y el mal tiempo a través de las cumbres y comarcas del País Vasco. Fue entonces cuando, según se cuenta, en aquel descanso, el Señor de Bizkaia descubrió a una hermosa mujer de la que quedó enamorado.

Mari, la Dama de Anboto, suele ser representada como una bella dama, de largos cabellos rubios, que suele estar sentada en la entrada de su cueva peinando su larga melena con un peine de oro. Muchas son las leyendas que se cuentan de la Dama de Anboto, que suele tener diferentes hogares, según la montaña que se mencione, pues cada cierto tiempo surca los cielos de cumbre en cumbre, según decida quedarse en el Txindoki (1.346 m), el macizo de Itxina del Gorbea (1,483 m), Oiz (1.026 m) el Mirador de Bizkaia, el Aketegi (1.551 m) o en cualquier otra cordillera del País Vasco; Mari habita donde ella dispone porque, según la tradición, ha sido vista en muchos de los montes vascos. 

El origen de Mari se refiere a que era una preciosa niña, la cual vivía con su madre en una aldea del País Vasco. Un día la madre se enojó mucho con su hija, a la que maldijo: «Ojalá te lleve el diablo»; justo en ese momento, Satanás se presentó apoderándose de la joven mujer y dirigiéndose con ella a la cima de Anboto, desde entonces, donde tiene su principal morada.

Pero volviendo al enamoramiento de Don Diego López de Haro sucedido en el monte Anboto, cuando Mari se acicalaba encima de una peña cantando, Diego preguntó a la mujer quien era y que estuviese callada porque le espantaba la caza. «Soy una mujer de alto linaje» replicó, a lo que el Señor de Bizkaia dijo que era el dueño de aquella tierra y que se casaría con ella; a lo que ella respondió afirmativamente, aunque puso una condición: «tienes que prometerme que nunca te santiguarás en el interior de nuestra casa».

El matrimonio tuvo un hijo y una hija y vivió feliz durante un tiempo hasta que, un día, Don Diego López de Haro olvidó su promesa. Mari, «ipso facto» se alejó con su hija volando hacia el monte Anboto, donde, al lado de la morada de su cueva, existe una pequeña fuente de la que hay que beber si el deseo demandado a la Dama de Anboto quieres que se haga realidad.

El General Miguel Ricardo de Alava y Esquivel evitó el saqueo de Vitoria

Cuentan que en el Camino Vasco a Santiago de Compostela, que atraviesa el Túnel de San Adrián por el parque natural de Aizkorri-Aratz, los peregrinos y peregrinas encuentran en la etapa que finaliza en la capital alavesa, el monumento a la Batalla de Vitoria, situado en la Plaza de la Virgen Blanca, el cual contiene en su base inferior la efigie del general Miguel Ricardo de Álava y Esquivel, montado en su caballo, siendo reconocido por el pueblo de Vitoria Gasteiz por haber evitado el saqueo de la ciudad. Esta Batalla de Vitoria fue el último acontecimiento bélico de la llamada Guerra de la Independencia cuando las tropas aliadas, formadas por soldados hispanos, portugueses y británicos, al mando de Arthur Wellesley, Duque de Wellington, derrotaron a los ejércitos franceses de «Pepe Botella» en su huida a Francia. El músico alemán Ludwig van Beethoven, este mismo año de 1813, compuso su Sinfonía de la victoria de Wellington en la Batalla de Vitoria, que fue estrenada el 8 de diciembre en el Auditorium de la Universidad de Viena.

Las crónicas de la época cuentan que el General Alava al finalizar la Batalla de Vitoria, sabedor de las tropelías y abusos que realizaban las tropas de ambos lados, capitaneó la unidad británica de los húsares de Von Alten, entró en la capital alavesa, expulsó a los franceses y ordenó cerrar las puertas de la muralla. De esta forma, evitó el saqueo de Vitoria que los ejércitos de ambos lados ya habían hecho en otras ciudades. 

Las tropas franceses en su desbandada, camino de Francia, paralizaron las vías de escape, con innumerables vehículos, carruajes, animales y pertrechos, llenos de oro, joyas, objetos de arte, dinero y todo tipo de botines de anteriores batallas. El hermano mayor de Napoleón, José Bonaparte, conocido como «Pepe Botella», en su espantada abandona su carruaje y el tesoro real con sus efectos personales (sello, ropa y sables) y al galope se lanza hacia Salvatierra de Alava, donde logra llegar ya de noche; salvando su vida. Pero detrás de él quedaron más de diez mil franceses entre muertos y heridos, además, de una colosal cantidad de prisioneros. El ejercito imperial francés se encontraba en «el principio del fin».

Miguel Ricardo de Alava y Esquivel, conocido como el General Alava, tuvo una vida azarosa, inmerso en numerosos acontecimientos militares y relaciones diplomáticas al más alto nivel, que le permitieron una dilatada red de amistades y contactos internacionales, como la que gozó con el Duque de Wellington, el Rey de los Países Bajos, Guillermo de Orange o la reina de Francia, María Amelia de Nápoles y Sicilia, esposa de Luis Felipe I. Participó, por ejemplo, en la batalla de Waterloo y en la de Trafalgar, fue presidente de las Cortes, embajador y presidente del Consejo de Ministros, además de innumerables e importantes cargos militares y políticos.

Saturnino, el eremita berciano derrotado por Satanás

Cuentan que en el Camino Francés, en los montes de León, en las cercanías de la Cruz de Ferro, (en la foto, el refugio de Tomás de Manjarín, donde desde hace tres décadas se facilita hospitalidad a peregrinos y peregrinas), hubo en los siglos X y XI una gran concentración de eremitas, pues en aquellos tiempos, estaba en auge la búsqueda del conocimiento y la exaltación mística colectiva. Es en este llamado «Valle del Silencio» donde aquellos anacoretas, seguidores, inicialmente, de San Fructuoso y, posteriormente, de San Valerio y de San Genadio, comenzaron siendo pobres y sin necesidades económicas hasta llegar a influenciar en la vida material y espiritual de los campesinos de esta comarca al sur del Bierzo, donde hubo mas de cincuenta monasterios en la Edad Media. Todo este prodigio de religiosidad en los montes de León, en la comarca de los Montes Aquilianos, produjo a lo largo de aquellos años una «invasión» de ermitaños interesados por el conocimiento, la meditación y la mística, como, por ejemplo, el aplicado discípulo de San Valerio, Saturnino, que recitaba salmos, levantaba oratorios y, además, realizaba curaciones y actos paranormales. 

Lo cierto es que la realidad del discípulo, Saturnino, era otra, según cuenta su maestro San Valerio, que le califica en sus escritos de, «soberbio, ladrón y apóstata». Así, este aprendiz de fraile, en un acto de arrogancia, decidió emparedarse en una cueva para buscar la soledad y la oración, conminando a que nadie atendiese sus necesidades. Pero Satanás «supo del desafío» y se presentó en la cueva para atormentar al monje durante el día y la noche, propósito que logró finalmente. Saturnino fue derrotado por la maldad del diablo y salió muy enojado de su encierro; se apropió de muchos de los libros escritos por San Valerio y, montado en un borrico, huyó del lugar vociferando y echando pestes en contra de la comunidad de sus hermanos religiosos, sin que a partir de ese momento se volviese saber de él.

Esta historia y muchas más ocurrieron en este «Valle del Silencio» donde San Fructuoso de Brácara erigió el Monasterio Rupianense (consagrado a San Pedro y San Pablo), en recuerdo de un castro desaparecido llamado Rupiana. Mucho tiempo después, se nombra abad a San Valerio, un religioso eremita del Bierzo, que amplió y confirió un gran impulso al monasterio, sobre todo mediante las enseñanzas de los libros manuscritos por este prior. Finalmente, la invasión de los musulmanes arrasa el convento, que vuelve a ser levantado de su ruinoso estado a comienzos del siglo X por San Genadio de Astorga, ermitaño visigodo, que conservó su fe cristiana en medio de las tierras musulmanas. Hoy en día, este Monasterio de San Pedro de Montes esta siendo restaurado por la Junta de Castilla León.

Castilla consiguió la independencia del Reino de León por un logaritmo de un celemín de trigo

Cuentan que el trato por un celemín de trigo fue, según la leyenda, el resultado por el que Castilla consiguió la independencia del Reino de León (en la foto, una figura de la catedral de León con el escudo del Reino de León). Todo ocurrió en el siglo X cuando el conde castellano Fernán González se presentó en las Cortes de León con un precioso caballo y un atractivo azor ante el rey leonés Sancho I, el cual quedó cautivado por los animales. El monarca quiso comprar ambas posesiones del noble castellano que, por no ofender al soberano, ofreció regalárselos, propuesta que fue rechazada. Al final, decidieron fijar un precio insignificante por la compra: un celemín de trigo; aunque el contrato guardaba una «letra pequeña», es decir, los cuatro o cinco kilos equivalentes a un celemín de trigo se duplicarían por cada día de retraso en el pago. La deuda se incrementaría al siguiente día a dos celemines, cuatro al tercero, ocho al cuarto y así continuamente.

La «letra pequeña» del acuerdo era un logaritmo que, básicamente, se define como una operación matemática inversa a incrementar un número a una potencia. Por ejemplo, si elevamos dos al cubo obtenemos ocho, el procedimiento inverso sería el logaritmo de ocho en base dos, que proporciona el exponente, en este caso, tres. Pero, seguramente, nadie hizo los cálculos y el rey Sancho I estimó que un celemín era una cuota insignificante y se olvidó de la deuda.

Pasados siete años Fernán González dispuso suspender sus impuestos sin informar al rey de León porque estimaba que a partir de ese momento era el Reino de León el que estaba en deuda con Castilla.

Así, los asistentes de Sancho I hicieron los cálculos del déficit con Castilla: En total habían transcurrido 2.556 días desde que se cerró el trato y el valor de ese número de días de una progresión geométrica de razón 2 y cuyo término inicial es un celemín; de forma que el término reflejado en celemines será de 1×2 (2556-1), es decir, hay que multiplicar 2x2x2x2x2x2…. hasta 2.555 veces. Hoy, el cálculo se puede hacer mas fácilmente mediante la fórmula logarítmica

La realidad final resultó que Sancho I no tuvo más remedio que capitular a las evidencias del conde Fernán González porque no se producía suficiente cantidad de trigo en todo el Reino Leonés para hacer frente a la deuda y, de esta forma, Castilla obtuvo la independencia.

La paz es la historia del monasterio visigótico de San Froilán de Tábara

Cuentan que en el Camino Sanabrés de la Vía de la Plata en la localidad de Tábara, los Amigos del Camino de Santiago de Zamora y la Fundación Ramos de Castro, recomiendan a los peregrinos y peregrinas que, «la paz es la historia del monasterio visigótico, la encomienda templaria y las reivindicaciones del pueblo a la nobleza, buscaron la paz a través de la fe, el trabajo o la justicia. Y el monasterio mozárabe de San Froilán, en el siglo IX que aquí hubo. La paz dio a todos y a la humanidad los beatos. Caminante, que encuentres la paz en la andadura y sea tu vida la huella». Se refiere esta inscripción al monasterio habido en el siglo X en Tábara, clásico fin de etapa del también llamado Camino Mozárabe Sanabrés, en las cercanías de la sierra de La Culebra, y población donde se escribió e ilustró uno de los códices más hermosos que existen, el «Beato de Tábara». El ilustrador medieval, Magius fue quien comenzó el manuscrito, el cual fue concluido por el monje Emeterio en el año 970 después del fallecimiento de su maestro.

Hacia el año 915 el convento de Tábara (en la fotografía, su torre de estilo románico), fue escuela de copistas, pintores e ilustradores, y llegó a contar, según las crónicas de la época, con unos 600 monjes de ambos sexos, que realizaban copias de distintos códices manuscritos con los Comentarios del Libro del Apocalipsis de San Juan (Explanatio in Apocalypsis), que servía para difundir entre frailes y feligreses —de forma transparente y convincente— la creencia de la llegada del fin del mundo en el año mil; todos estos conceptos se divulgaban en el período de Cuaresma para buscar el arrepentimiento de los creyentes que, de esta forma, entenderían los horribles castigos que el Apocalipsis traería y las recompensas que obtendrían los cristianos justos.

Al monasterio de Tábara se le ha atribuido un origen visigótico, pero según la Biblia de Juan y Vimara, fue el obispo de la catedral de León San Froilán quien, junto al obispo de Zamora, San Atilano, fundaron el cenobio de Tábara con el apoyo del rey Alfonso III de Asturias a finales del siglo IX. Posteriormente, hacia el año 988 fue incendiado por las huestes de Almanzor y, años después hacia la mitad del siglo XII, Doña Sancha, hermana de Alfonso VII, legó todo el valle de Tábara a la Orden de los Templarios, desencadenando diversos enfrentamientos entre el obispado del Reino de León y la comunidad templaria. Hoy en día, la Iglesia de Santa Maria ocupa el lugar del monasterio desde el siglo XII.

Tábara es uno de los pueblos del Camino Mozárabe Sanabrés, final de etapa para los peregrinos y peregrinas que vienen por la antigua vía romana desde Sevilla o Mérida para conectar con el Camino Francés en Astorga o, en cambio, continuar por Orense hacia Santiago. En la actualidad, su albergue municipal es de acogida tradicional, donde la hospitalidad es la referencia primordial, porque uno de los marqueses de Tábara, Bernardino Pimentel, dejó escrito en su testamento que, siempre, sus herederos debían acoger a los peregrinos y peregrinas en su casa. 

Las 10 torturas sufridas por San Tirso «contadas» en la ermita de Ojo Guareña

Cuentan que en el «Vexu Camin» o Camino de la Montaña Olvidado se detallan, a través de pinturas murales en paredes y techos, las 10 torturas sufridas por San Tirso en la ermita del Complejo Kárstico Ojo Guareña en la Merindad de Sotoscueva. Tirso fue un santo asiático, originario del pueblo de Cesarea de Bitinia, martirizado durante la persecución del emperador romano Decio en el año 250. Tiempo después, mercaderes  griegos trajeron algunas de sus reliquias a Emérita Augusta —ya entonces, la Mérida visigoda— y desde esta localidad extremeña su culto se extendió hacia el norte de la península ibérica. Así, en el siglo VII, es posible que mediante el asentamiento de unos eremitas la veneración por San Tirso surgiera por primera vez en el Complejo Kárstico burgalés

Hoy en día, la ermita aprovecha las cavidades de Ojo Guareña para formar la fachada del oratorio, que en la actualidad se llama San Bernabé y San Tirso, porque, posiblemente, debido a las dificultades invernales para celebrar la festividad de San Tirso en enero. Por ello, se  decide introducir y priorizar a San Bernabé y sus milagros en el axioma y celebrar su festividad en junio. 

Volviendo a las 10 torturas de San Tirso, se descubre, según parece, que el santo asiático era un asombroso atleta a tenor de la decena de sufrimientos que hubo de soportar con serena firmeza; seguramente, por el espantoso martirio contado por los monjes medievales para un público analfabeto y deseoso de escuchar las virtudes del estoico tormento por la fe cristiana.

La primera angustia que se puede ver en Ojo Guareña se produce cuando el juez Cumbricio ordena descoyuntar los miembros al santo, pero San Tirso aguanta. Luego, en la segunda, se conmina a los soldados a arrancarle las pestañas, cortar sus párpados y deformarle la cara para que se mofen de él, pero el santo se mantiene firme en su fé cristiana. El magistrado, lleno de ira por el fracaso, decreta que le rompan los dientes y sea azotado, sin embargo San Tirso sigue soportando el martirio. El cuarto suplicio (en la foto superior) es cuando los esbirros echan plomo fundido sobre San Tirso, pero el líquido rebota y salpica a todos los espectadores que se encuentran alrededor. En el quinto tormento el juez establece situar espadas boca arriba para lanzar el cuerpo del santo contra ellas, pero tampoco funciona y San Tirso sale indemne. 

La quinta pena es decretada por otro juez, Silvano, que decide escaldar a San Tirso en una caldera, pero el mártir se encomienda a Dios y el perol se rompe. En el sexto martirio otro togado entra en escena, Baudo, que ordena que aten al santo varón con cadenas y le arrojen al mar, pero unos ángeles le desatan y le llevan a la orilla. La séptima sentencia es más dura pues trasladan al santo al circo para que le devoren las fieras, pero estas se acercaban a San Tirso y le lamían las heridas. De nuevo, la ira del gobernador exige azotarle en el templo de Apolo para que renuncie al cristianismo, sin embargo cuando se ejecuta el castigo las estatuas del templo se desploman.

Llega el último martirio, y los jueces deciden cortar al beato con una gran sierra, pero los dos verdugos no logran su cometido; cuando, de pronto, se escucha una voz indicando a San Tirso que «ha llegado tu tránsito a los cielos». Todos quedan postrados mientras los jueces responsables del martirio expiraban entre horribles padecimientos, los mismos que habían realizado a San Tirso.

La ruidosa rivalidad de la exaltación del judío de Baena

Cuentan que en el Camino Mozárabe, en la etapa cordobesa que finaliza en Baena celebran durante la Semana Santa la efeméride del prendimiento de Jesús, que se fundamenta en la representación de la entrega y traición de Judas Iscariote. Hoy en día, el Sanedrín de los judíos de Baena simboliza esta exaltación mediante una muchedumbre de unos dos mil individuos, divididos en cuadrillas de «coliblancos y colinegros», que rivalizan con sus ruidosos tambores durante todos los días de las procesiones de la Semana Santa. Esta es una tradición que se pierde en el siglo XV —sin documentación escrita— y que a lo largo de los tiempos ha sufrido alteraciones y justificaciones de todo tipo sin que en la actualidad las respuestas se apoyen en hechos concretos.

Las órdenes de los Franciscanos y Dominicos se instalaron en Baena en 1550 e instauraron la celebración de la Semana Santa, posiblemente, mediante la «comedia» del prendimiento de Jesús en el huerto del Getsemaní. Así, el origen del judío baenense, según algunos antropólogos e historiadores, se justifica en la orientación antisemita de Baena y pueblos de alrededor, que se mantiene hasta el siglo XVIII, como verdugo o arrepentido, evolucionando su penitencia hasta transformar su aspecto hacia la mitad del siglo XIV mediante el uniforme militar y el tambor; de hecho, el persistente ruido de los «coliblancos y colinegros» ha sido considerado como la expresión de la rabia e impotencia por la muerte del redentor que le perdonará y liberará para siempre.

En total son unos dos mil cofrades los que componen las agrupaciones baenenses, siendo la más numerosa la de los «colinegros», que suponen tres cuartas partes del total. Se desconoce la separación de las cuadrillas entre «coliblancos y colinegros» aunque algunos historiadores aseguran que los «coliblancos» pertenecen a una clase social superior a la de los «colinegros», pero esta afirmación no se sostiene pues en ambas cofradías hay cofrades de todas las clases sociales. 

La fotografía de Robert Capa «La Muerte de un miliciano» se recuerda en el pueblo cordobés de Espejo

Cuentan que en el Camino Mozárabe, en la etapa cordobesa que finaliza en Cerro Muriano, se captó la «Muerte de un miliciano», fotografía del fotoperiodista Robert Capa, una de las imágenes más simbólicas y estremecedoras de la Guerra Civil española. Posteriores investigaciones, han situado la instantánea de esta «muerte en directo» en las cercanías de la localidad de Espejo, pueblo que se atraviesa en el Camino Mozárabe, en la jornada que finaliza en la localidad cordobesa de Santa Cruz. Una escultura recuerda en Espejo (en la foto) este hecho de la Guerra Civil. En principio, Cerro Muriano saltó a la fama mundial cuando la imagen se publicó en el semanario francés VU el 23 de septiembre de 1936, pero adquirió una gran relevancia cuando el 12 de julio de 1937 se publicó en la revista americana LiFE ilustrando un reportaje titulado «Muerte en España: la guerra civil ha segado 500.000 vidas en un año».

Robert Capa era de origen húngaro y se llamaba en realidad Endre Ernö Friedmann y, según dijo inicialmente, la fotografía fue tomada en Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936 justo cuando un miliciano es abatido por las balas del enemigo, pero el fotoperiodista nunca determinó el lugar exacto y las particularidades que rodearon la histórica imagen, quizás por la prematura muerte del Robert Capa, al pisar una mina en la Guerra de Indochina el 25 de mayo de 1954. Para entonces Roberto Capa había hecho célebre su máxima del fotoperiodismo: «Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente».

El tiempo puso en duda la verdad y certeza sobre quien, cómo y donde se logró la «Muerte de un miliciano» porque, en aquel momento, Capa estaba acompañado por su socia la alemana y también fotógrafa, Gerda Taro, a quien, según algunos historiadores, se le ha atribuido la foto; su fallecimiento, meses después, aplastada bajo las cadenas de un carro de combate en el Frente de Brunete en plena guerra civil, terminó por olvidar esta posible autoría.

También se ha puesto en duda la casualidad de la instantánea y la ausencia de la herida de bala en el cuerpo soldado, identificado como «Taino» Borrell García, miliciano oriundo de Alcoy; aunque otros historiadores han establecido que se trata del oficial Rafael Medina, encargado de la defensa de Espejo en esta parte del frente.

 Las sospechas en cuestión, ha sido resueltas al encontrar una serie de cuarenta fotos, en la desordenada herencia de 70.000 negativos de Roberto Capa, que se identifica al anarquista, momentos antes, posando en la trinchera en actitud festiva con los fusiles en alto. Los expertos historiadores del fotoperiodista cuentan que, posiblemente, el follón que armaron los militares republicanos atrajo la atención de los franquistas en la trinchera contraria, que dispararon sus armas, justo en el momento en que Robert Capa presionaba el botón de disparo de su cámara.

Finalmente, los historiadores acotaron el lugar de la «Muerte de un miliciano» al identificar, en definitiva, el Cerro del Alcaparral en la localidad de Espejo como el emplazamiento estratégico, donde se situaban las trincheras, a través de esa sucesión de cuarenta fotos de Robert Capa, mediante el análisis de localizar detalles como los cortijos, caminos y colinas montañosas. 

La leyenda de Valverde de Lucerna se cumplió en Ribadelago

Cuentan que en el Camino Sanabrés cerca de la etapa que finaliza en Puebla de Sanabria se localiza un pueblo, llamado Valverde de Lucerna, sumergido en las profundidades del Lago de Sanabria. La verdad, se halla en una leyenda cuyo origen se encuentra en el libro escrito por Miguel de Unamuno titulado San Manuel Bueno, mártir; la historia religiosa de un párroco, lleno de bondad y fe, por encima de su indecisión, la cual no puede evitar, por las dificultades y miserias de los feligreses de su aldea, que viven inmersos en una economía de subsistencia. Unamuno viaja en 1930 a Sanabria y allí descubre la leyenda de un pueblo sumergido en el Lago de Sanabria donde en las noches de San Juan se escucha el tañido de las campanas de la Iglesia bajo las aguas del pantano. La historia, que se remonta al año 1109, termina por convertirse en una premonición, la cual cobra vida en la catástrofe ocurrida el 9 de enero de 1959 en el pueblo de Ribadelago al romperse la presa de Vega de Tera, de la Hidroeléctrica Moncabril, fundada por Javier Martín-Artajo, hermano del ministro franquista de Asuntos Exteriores. 

El origen del mito de Valverde de Lucerna comienza con la llegada de un peregrino pidiendo cobijo y limosna, en una gélida noche de ventisca, al que nadie atendió, excepción de unas mujeres panaderas que le cobijaron y dieron pan. El insólito caminante —cuentan— era Jesucristo, quien como castigo por la falta de caridad de los vecinos haría inundar el pueblo salvo la panadería de las mujeres; personalizada, hoy en día, en una pequeña isla que puede verse en el Lago de Sanabria. En realidad, esta leyenda «llega» trasladada en el siglo X desde el Bierzo  por los monjes cistercienses de Santa Maria de Carracedo, hasta el monasterio de San Martín de Castañeda del pueblo de Galende, a quienes el rey de León, Sancho I «El Gordo», concede a los frailes la propiedad del lago y sus tierras cercanas, además, del derecho exclusivo de pesca; los aldeanos de Sanabria ni siquiera podían capturar truchas para mitigar el hambre.


Miguel de Unamuno tiene así conocimiento de todos estos detalles y escribe:

Ay, Valverde de Lucerna,

hez del lago de Sanabria,

no hay leyenda que dé cabria

de sacarte a luz moderna.

Se queja en vano tu bronce

en la noche de San Juan,

tus hornos dieron su pan,

la historia se está en su gonce.

Servir de pasto a las truchas

es, aun muerto, amargo trago;

se muere Riba del Lago,

orilla de nuestras luchas.

Sin saberlo, el presagio escrito por Miguel de Unamuno se convierte en espantosa riada la noche del 9 de enero de 1959 en Ribadelago aniquilando la vida de 144 vecinos (recordados en un sencillo monumento) de los que sólo se rescataron 28 cadáveres; los restantes terminaron sumergidos en lo profundo de las aguas del lago sanabrés. El embalse de Vega de Tera se quebró por la chapuza realizada durante su construcción, por la mala calidad de los materiales utilizados, porque, en aquellos días había temperaturas de 18 grados bajo cero, y porque el director gerente ordenó llenar la presa hasta los topes a pesar de las continuas filtraciones en el muro de contención. El resultado fue que más de ocho millones de metros cúbicos de agua, junto con árboles, barro, hielo y rocas, descendieron hasta Ribadelago asolando las casas del pueblo donde dormían sus pobladores.

Nunca se juzgó a ningún responsable de la administración franquista y los directivos sentenciados por el desastre resultaron, finalmente, indultados. Las indemnizaciones ofrecidas a los vecinos supervivientes fueron míseras y, además, les intimidaron tachándoles de «avariciosos». Franco ordenó construir una nueva población en una falda de la montaña que los vecinos adjetivan «Peña meada». Por allí, desperdigados, viven unas dos docenas de personas en el pueblo viejo y unas ochenta en el nuevo, a la que se puso por nombre Ribadelago de Franco, La última burla para entronizar la tragedia.