El tanga-flor no es un regalo

 

EL primer regalo que me hizo el padre de las criaturas, allá cuando el cantante de Eskorbuto estaba vivito y roqueando, fue un trozo de cordón de bota que se le acababa de romper y enrolló románticamente en mi muñeca a modo de pulsera. Luego vinieron la servilleta de bar dedicada, la florecilla silvestre seca, la anilla de una lata de cerveza como alianza… Tenía que estar muy al loro porque, como me descuidara, mi madre me lo tiraba todo a la basura pensando que lo había traído sin querer pegado a la suela del zapato. 13307-MEC9964763_1336-OEn aquella época de agilipollamiento transitorio, te obsequiaban con una piedrecilla del Pagasarri y tú morías de amor, aunque se la acabara de sacar de la alpargata. Pasados los años, como el pedrusco no sea de los que se miden en quilates, ya no cuela y corre el riesgo de que vuelva a él en plan bumerán. La cosa no siempre está fácil porque a las rarunas como yo nos repelen los osos amorosos y las cajas de bombones con forma de corazón. El pobre ha ido dando tumbos todo este tiempo: sortijas que no me pongo, conjuntos de lencería que no me valen, un bolso de señora… Al final decidí poner canapé en la cama para irlo enterrando todo. La culpa la tiene la publicidad, que les come el coco, y acaban comprando un tanga rojo pinchado en un palo, simulando una rosa, que no sabes si colocar en un jarrón o ponérsela a ellos en la solapa. Cuánto bien han hecho las tarjetas regalo.

arodriguez@deia.com

No se hagan los suecos

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HA tenido que venir Ikea a decirnos con su último anuncio lo que muchos ya saben, que a los chavales les sobran juguetes y les faltan horas de juego con los padres. Lo que no han aclarado es cómo paliar esa carencia cuando se tienen unas jornadas laborales infinitas y unas tareas escolares dignas de opositor a notario. También han olvidado los publicistas incluir una advertencia para que los espectadores no intenten repetir el experimento en sus hogares. Más que nada porque no sale. En el spot les proponen a unos niños escribir una carta a los Reyes y otra a sus padres. A los primeros les piden juguetes. A los últimos, que pasen más tiempo con ellos, les hagan más caso y jueguen más. Una vez se sequen la lagrimilla, si es que a alguno de ustedes se le cae, no se hagan demasiadas ilusiones. Igual le preguntan al suyo esperando que les reclame más abracitos y les suelta que lo que en verdad necesita es la nave de Star Wars, a precio de dron. La mía, sin ir más lejos, nos ha pedido, en primera instancia, que le llevemos a la plaza. Tras insistir, que también a la piscina. A la tercera intentona, que además quiere un neceser. “¿Eso es todo?”, le repregunto en plan Ana Pastor. “Y que sea verano para ir a la playa”. “Oye, que nosotros no tenemos superpoderes ni somos los Reyes Magos (al menos, no de forma oficial)”. “Pues entonces que me deis muchos besos”. Joé, ya me ha costado.

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Desayuno y braga incluidos

Acepto la tortilla precocinada como frisby pero, se pongan como se pongan los diseñadores, que te traten de encajar unos pantalones de niño ya rasgados es como que te vendan un paraguas roñoso o un periódico con manchas de grasa y el autodefinido hecho. Porque una cosa es que desgasten la tela y otra que esté hecT1h75lFu0gXXXXXXXX_!!0-item_picha jirones, que una no sabe si le está comprando un vaquero o un disfraz para bailar Thriller. Como si los pequeños destroyers no fueran capaces de agujerear rodilleras por sí mismos, petachos de titanio incluidos. Ya puestos, podrían vender camisetas con los puños ribeteados de mocos, pegotes de pasta de dientes en la pechera y lamparones de tomate en las camisas blanco nuclear. Tres clásicos infantiles.

A algunos hosteleros les ha debido parecer buena idea eso de anticiparse a los acontecimientos. De hecho, una compañera se encontró una braga ajena en el armario de una habitación de un hotel. Los jóvenes deberían marcar su ropa interior como en la haurreskola, que luego pasa lo que pasa. Yo, bragas, no; pero en una pensión de mala muerte me encontré cabellos entre las sábanas. Donde hay pelo hay alegría, dicen, pero a mí no me hicieron ni pizca de gracia. La colcha con quemaduras de cigarro a la que acababa de hacer ascos me pareció una bendición. Lo peor fue descubrir que debajo de la alfombrilla del baño no había azulejos, sino tierra. No escarbé, no fuera a desenterrar al anterior inquilino.

Niños anquilosados

Pistolas de pompas de jabónSEGURO que a estas alturas de las fiestas se han topado con algún vendedor de pistolas para hacer pompas de jabón. Me refiero a ese artilugio que escupe decenas de burbujas con solo apretar el gatillo. Sin necesidad de soplar. Sin el riesgo de que al niño le estalle una en los ojos o se le derrame la munición. Sin peligro de que se tome un buchito de detergente como les ocurría a sus padres cuando hacían lo propio con la carcasa de un boli Bic. El otro día vi a una cría ametrallando a unos niños, que se lo pasaban bomba persiguiendo las balas de jabón. Todos reían y correteaban. Todos, menos ella, que se debía estar preguntando para qué demonios le habrían comprado ese juguete tan raro con el que solo se divertían los demás. Si al menos tuviera que poner morritos, calcular la intensidad del aire espirado, fabricar las pompas de una en una, mantener el botecito en pie… En estos tiempos en los que los truquemés ya están pintados en los patios, los coches son eléctricos y no a pedales, los parchises son automáticos y ya no hay que tirar el dado ni buscarlo bajo la mesa doblando el espinazo, las mascotas son virtuales, las piezas de los puzzles se encajan arrastrando el dedo por la tablet, los partidos se juegan con un mando en vez de con un balón… En estos tiempos, digo, la tecnología correrá que se las pela, pero los críos se mueven cada vez menos. De seguir así -pienso en la cola de los hinchables, suficientemente larga como para escribir un ensayo- se terminarán anquilosando.

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No hago cupcakes ¿y qué?

cupcake buena

Vale, no tengo horno. ¿Y qué? No he matado a nadie. En su día optamos por dos caceroleros y hasta ahora no lo había echado en falta. La culpa de que me señalen en el patio la tiene esa cepa contagiosa que se manifiesta en un deseo irrefrenable de hacer bizcochos y cupcakes. Yo, que debo ser inmune, mandé a la cría a celebrar su cumple en el cole con un rosco del súper y desde entonces vivo estigmatizada. Espero que mi ignorancia culinaria no le cree un trauma y termine descuartizándome y gratinando mis sesos en el microondas. O, lo que es peor, haciendo con ellos un sorbete si es que todavía perdura la moda de los postres. Por si no lo saben, no tener hoy día el más mínimo conocimiento de repostería es equiparable al no saber zurcir un calcetín de antaño. Así que si aún no han sido descubiertos, callen.

En verdad, no me importaría poner un horno en el hueco de la tele -a la que prácticamente doy el mismo uso- pero temo que el pequeño, que de puntillas ya llega al cajón de los cuchillos, tome represalias. Otra cosa sería sacar tiempo para utilizarlo. Porque yo estaría encantada de hacer cojines de ganchillo, tapizar el sofá en patchwork y hornear una tarta de queso con arándanos, siempre y cuando el padre de las criaturas plante cebada para elaborar artesanalmente su propia cerveza, confeccione su camiseta del Athletic y se tricote los slips y la funda del smartphone.